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Los duelos en España: cuando la escuela española fuera la gran referencia en Europa
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Los duelos en España: cuando la escuela española fuera la gran referencia en Europa

Durante más de tres siglos, los hombres se enfrentaron a capa y espada en las calles para preservar su honra. Nuestro país tenía mucho que aportar a tal respecto

Foto: Duelo medieval. Ilustración: iStock.
Duelo medieval. Ilustración: iStock.

En el siglo XVI y más tarde, en el XVII, los duelos en España se convirtieron en una auténtica plaga, habida cuenta que como detonante actuaban los más variopintos argumentos, que sin diques de contención legales (más allá de que los alguaciles te rebanaban el cuello sin contemplaciones si te pillaban in fraganti) proliferaban en abundancia. La sangre caliente –síndrome nacional muy extendido– y nuestro peculiar temperamento de rompe y rasga, hacían el resto.

Estos enfrentamientos podían ser muy vehementes y escandalosos, pero se regían por códigos de honor que en la mayoría de los casos eran respetados rigurosamente. Si el agravio en cuestión había cruzado todas las líneas rojas (esposo despechado por cornamenta tipo Miura, ofensa a la parienta o mentar a la madre con algún adjetivo mayor) era a muerte, pero si la cosa era de carácter menor (cosas de beodillos) era a primera sangre y punto final. Normalmente se hacían a espaldas de la ley, pues ya un dictamen de Fernando el Católico pregonado en toda la España de la época los prohibía so pena de muerte ipso facto, destierro inapelable a las Américas o condena a hacer sentadillas en galeras por unos años.

Foto: 'La batalla de Glembloux' de Frans Hogenberg.

Era frecuente que cuando la oscuridad caía, en cualquier rincón o callejón poco ventilado se cruzara el hierro sin más preámbulos dirimiendo los duelos a estocada limpia. Hubo momentos –como en la época del desterrado Lope de Vega– en que algunas calles, con su nocturnidad, se hacían intransitables por lo feo de la situación y mala reputación por los temas de espada que acumulaban. Todos los días aparecía un fiambre.

Defender la honra

Con la llamada espada "ropera" (más corta que larga) y una daga, normalmente en la de mano izquierda, los duelistas manejaban los hierros con una solvencia digna de esgrimistas y un entrenamiento diferencial que categorizaba a los combatientes. Obviamente, los soldados de estas unidades militares eran los que mejor entrenados estaban en el arte de la entonces llamada "Destreza". Durante más de 200 años, coincidiendo con la hegemonía de los tercios en los campos de batalla europeos, era casi preceptivo que desde un hidalgo hasta un caballero que se preciara pasando por un aristócrata o soldado con tablas tuvieran un entreno digno de tal nombre. Todos invertían algo de su tiempo en el aprendizaje del manejo de la ropera. Una pléyade de maestros españoles forjados en diferentes escuelas francesas e italianas habían creado un "corpus" con una serie de líneas de ataque y defensa con ligeras variantes pero de perfiles muy similares.

Los duelos formales eran regulados por el rey y contaban con normas estrictas. Cada país indicaba las razones por las que se podía retar a alguien

Los duelos tienen una procedencia inmemorial aunque cobran carta de naturaleza y reglamentación en la baja Edad Media teniendo su momento estelar entre los siglos posteriores al Renacimiento y decayendo conforme las legislaciones occidentales los prohibieran taxativamente, ya bien entrado el siglo XIX. Lo de liarla parda no es cosa de hace cinco siglos; arrearse unos cuantos mandobles hasta ver a tu oponente con la caja de pensar seriamente damnificada y con los sesos o tripas de aquella manera no es un invento de antes de ayer.

Lo que ocurre a partir del Renacimiento es que influidos por la literatura romántica y los libros de caballería, los alterados por ofensas, ya fueran nimias o gruesas, se atendrán a enfrentamientos bajo normas y en lugares acotados a tal efecto con supervisión de testigos. Desde las grandes espadas de doble filo blandidas con volcánica vehemencia y salvaje definición hasta llegar a la elegancia de la esgrima florentina a dos manos, hay un tránsito desde los aceros finos y pulidos de elegante terminación hasta la flexibilidad del florete, recién entrado el siglo XIX, herramienta patrimonial de la aristocracia en duelos de ganador con "premio"; esto es, por lo general, la fémina por la que se litigaba.

Destreza

En el siglo XV, España es considerada la cuna del duelo y de los más experimentados duelistas como es el caso de Gonzaga Osorio, el armario vasco Mendizábal o el gigante llamado el Sansón extremeño, Diego García de Paredes, temibles en los campos de batalla donde reparten su particular estopa. En puridad, aunque en el trasfondo subyace el paso de los tercios por Italia (en este caso el Reino de Nápoles y Dos Sicilias), la escuela española tiene nombre propio por las mejoras que introducen en este arte de hacerle pupa al adversario.

Se apercibieron los soldados del Gran capitán de que allá, los sanguíneos sicilianos, cuando se cabreaban, tiraban de dos dagas cortas simultáneamente. De esta guisa, los españoles acantonados en el sur y más tarde en todo el resto del país itálico, conforme iban desalojando a los franceses de sus pretensiones territoriales, moldearon espadas más largas y livianas para poder aumentar las opciones de éxito en el cuerpo a cuerpo. No solo eso, sino que al asunto del hierro puro y duro se le asoció la daga o espadín y el broquel (un escudo de pequeñas proporciones usado para bloquear las estocadas del adversario).

Las técnicas propias de la escuela española llamada “Destreza”, con paso atrás de esquiva para pasar a un contraataque fulminante o el paso doble y rápido con la pierna adelantada (tipo Tabikondo en la disciplina del Karate), junto con mejoras de guardia y desviación o estoques de media vuelta, se fueron incorporando a esta escuela de referencia en toda Europa por sus impresionantes recursos estilísticos más allá de la habilidad de los contendientes.

Si los alguaciles te pillaban en pleno duelo te rebanaban el cuello como castigo

La daga de mano izquierda acabó extendiéndose a los campos de batalla. De unos cincuenta centímetros, este puñal daba una capacidad añadida al duelista en el proceso de ataque y defensa debido a la ambigüedad y sorpresa generada por la imprevisible actuación de cualquiera de sendas armas o las manos de las que partían. Aparte de acosar o amagar al adversario, se usaba como elemento de desviación; y en manos de expertos era una combinación letal. Ya en Flandes, en el tumulto del combate, cuando atacaba la caballería contraria y el jinete era derribado, se usaba como "quitapenas", para que, cuando ya caído, separarle la conciencia de la materia al interfecto; por ello, su utilidad hizo que no fuera portada únicamente en los duelos sino también por los soldados de los Tercios españoles.

La cuna del duelo

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Foto: iStock.

Fuera del campo de batalla y más en la órbita del duelo (de esto sabían un rato Garcilaso y Lope) existía una curiosa habilidad. Todo español llevaba como indumentaria una capa para protegerse del frío. De tela gruesa, en caso de apuro se podía enrollar en el brazo para mitigar las estocadas del adversario. En la llamada "Destreza Común", podía decantar una pelea al ser arrojada contra el adversario permitiendo un tiempo de iniciativa vital al modo de los gladiadores de la antigua Roma pero sin red metálica.

Franceses primero e ingleses después, fueron tomando buena nota. En el trasunto de todo esto, estaban las ambiguas normas de la honra y el honor tantas veces confundidas y solapadas; la honra no deja de ser la percepción que los demás tienen de ti, pero en lo respectivo al honor, es ya más una opción personal sobre cómo agrandar o encoger por prudencia o valoración mesurada del hecho el propio ego.

El "duelo formal", estaba regido por normas y sujeto a la ley. Un duelista era esencialmente un político, un noble o un militar. También entraba en esta categoría la gente cultivada, leguleyos y literatos que conocían las "normas" y códigos de honor manejados en estos lances. Los duelos formales eran regulados por el rey y contaban con normas muy estrictas. Cada país indicaba las razones por las que se podía retar a alguien. Por lo general comenzaban por una pegada de carteleria en aquellos lugares frecuentados por el retado; los mensajes solían ser bastantes gruesos y las palabras fuertes, no, lo siguiente. Si el aludido se amilanaba, el ego del retador se pavoneaba por el barrio del agraviado por cobardía. Si no, si el tema pasaba a mayores, se escogía un lugar – frecuentemente elegido por alguaciles para tal efecto-.

Era norma que los contendientes no pudieran ser sustituidos por otras personas, salvo por parientes directos en el caso de superar los sesenta años

Los que estaban regidos por el Estado eran arbitrados conforme a reglas muy estrictas y por lo general se dirimían en el ámbito de gentes de la misma clase o rango. Si el asunto pasaba por el insulto de un mequetrefe hacia su señor, este solo podía limitarse a castigarle o a infligirle una pena tibia y descafeinada o en su defecto, ordenaba a sus sirvientes que le proporcionaran una buena tunda que acababa con algunos huesos rotos para aquel desgraciado. Era norma que los contendientes no pudieran ser sustituidos por otras personas, salvo por parientes directos en el caso de superar los sesenta años –si es que llegabas a ellos–, o ya por ser discapacitado o un imberbe al que se le suponía falta de uso de razón.

Luego, claro está, existía el duelo clandestino. Este era más sangriento y visceral. Los Reyes Católicos –que Dios los tenga en su gloria si se ha despertado– proclamaron un edicto por el cual se le rebanaba el cuello al retador; y al que lo aceptaba, se le enviaba a las Indias para servir de merienda a algún caníbal, mosquito de malos hábitos o flecha con curare. Lo cierto es que a finales del siglo XIV las reyertas por todo el país alcanzaban la categoría de merienda de blancos. Muchos valiosos hombres se perdían en absurdos enfrentamientos.

Muy españoles

El colmo llegó cuando los retos se hacían al amparo del territorio sagrado en el interior de las iglesias. Habida cuenta de que los alguaciles tenían órdenes muy estrictas de capturar al retador, en el caso de que en duelo callejero y en consecuencia clandestino se diera, el interfecto no podía apelar a ese fuero tan generoso y el ganador decía que había sido él el retado. La picaresca: todo quedaba en casa.

La cosa se salió de madre cuando los duelistas se embarcaron en reyertas que desvirtuaban cualquier concepto del honor. Se sacaban pistolones, roperas (se llevaban al cinto y eran pequeñas), de vela (con protección en la empuñadura), se tiraban tiestos desde los balcones en complicidad con algún compinche, se acudía con todos los colegas a linchar al retado, etc. Todo "mucho" español eso sí. El Siglo de Oro es prolífico en estos retos y deja innumerables viudas y huérfanos; hasta el ilustre Quevedo tiene que salir de Venecia por pies, tras haber pasaportado a unos cuantos en sus días de espía que fueron muy ruidosos y polémicos.

En el siglo XV, España es considerada la cuna del duelo. Eran temibles en los campos de batalla donde repartían su particular estopa

Francisco Román (considerado como el hombre pionero de la "Destreza Verdadera") y Luis Pacheco de Narváez, que la perfeccionaría más tarde, hacia 1660, en otro tratado más extenso, fueron hombres clave en la evolución de esta disciplina. Lamentablemente, como todo en la historia, los ciclos devoran a sus padres. La llamada "Destreza" inicial o escuela primigenia de la que salieron los grandes espadachines cuyos nombres trascendieron fronteras acabaría siendo vulgarizada y condenada al epíteto de "común", por entender que solo era una mera panoplia de fintas y tretas.

En definitiva, mientras en el resto de Europa las cosas se hacían con cierto criterio (testigos, elección de material, árbitro moderador, lugar idóneo, climatología benigna, etc.), en estos pagos de Dios primaba el aquí te pillo aquí te mato en plan taurino y con ovación cerrada. España, un país singular.

En el siglo XVI y más tarde, en el XVII, los duelos en España se convirtieron en una auténtica plaga, habida cuenta que como detonante actuaban los más variopintos argumentos, que sin diques de contención legales (más allá de que los alguaciles te rebanaban el cuello sin contemplaciones si te pillaban in fraganti) proliferaban en abundancia. La sangre caliente –síndrome nacional muy extendido– y nuestro peculiar temperamento de rompe y rasga, hacían el resto.

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