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Glembloux, una tragedia en toda regla causada por los tercios españoles
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UN INFIERNO INTENSO Y SALVAJE

Glembloux, una tragedia en toda regla causada por los tercios españoles

El espanto se revela como la terrible fila de la dentadura de un saurio estático y al acecho, y suele pasar que lo inevitable ya no tiene remedio y el llanto y los lamentos cobran vida

Foto: 'La batalla de Glembloux' de Frans Hogenberg.
'La batalla de Glembloux' de Frans Hogenberg.

“Un idiota es un idiota. Dos idiotas son dos idiotas, pero diez mil idiotas son un partido político”.

Frank Kafka

A veces, las puertas de la memoria giran sobre sus goznes recordándonos hechos o episodios que por reiterados, acaban siendo hipnóticos. Si estas puertas permanecen cerradas, en ocasiones, su monstruoso mensaje detrás oculto sigue ignorado; otras, la ignorancia o la temeridad o un valor mal medido desgarran en canal a los osados que provocan su despertar. Pero a veces, hay reclamaciones que permanecen indelebles ante las que ni siquiera la anestésica costumbre de vivir lo cotidiano en su constante repetición atenúa la necesidad de volver a replicar aquello que no deseamos, pero que probablemente el destino nos invite a repetir cíclicamente. Es entonces cuando la puerta se abre y lo que está oculto, se desvela y nos vuelve a asaltar con todas sus consecuencias en un compás sostenido y de grave tonalidad con su cadencia rítmica y ensordecedora.

El sonido de la guerra, al principio, es sordo y de lento cabalgar; pero cuando cobra vida en su aterradora y más profunda dimensión, ya es tarde para detenerlo. Los agravios entre las partes no permiten ya marcha atrás. Entonces, el espanto se revela como la terrible fila de la dentadura de un saurio estático y al acecho, y suele pasar que lo inevitable ya no tiene remedio y el llanto y los lamentos cobran vida en su verdad más descarnada en medio del abandono al que estamos condenados.

Lo de Flandes apuntaba a que nos estábamos metiendo en la boca del lobo

Glembloux era, en la campiña Belga del siglo XVI, un lugar inmaculado, un diorama, una maqueta pulcra de arquitecto esmerado, un paisaje de una pureza avasalladora. Verde sobre verde, armonía sinfín. Con el tiempo, aquella paz con atmósfera propia, se convertiría en un infierno de un feroz intenso y salvaje.

Stanislavski, el sultán del teatro, el Dios de la interpretación, padre prolífico de miles de actores y actrices en todas las latitudes donde este arte late, el hombre que revolucionó con su métodos esta antiquísima disciplina tan intensamente humana, creativa e interactiva. decía que si en el primer acto aparecía una escopeta colgada de la pared, en el tercero debía utilizarse. Lo de Flandes apuntaba a que nos estábamos metiendo en la boca del lobo, un lobo que a la postre nos podíamos comer sí, pero que luego con los años nos devoraría las entrañas causándonos una terrible indigestión.

Un peligroso vacío de poder

Guillermo de Nassau, líder de la oposición a la Monarquía Hispánica, era una pesadilla por sus reconocidas habilidades conspiratorias, tenía un gran predicamento en las zonas de influencia calvinista radicadas básicamente en el entorno de las provincias de Holanda y Zelanda, era muy esquivo en sus hábitos y evitaba constantemente cualquier rutina que permitiera a sus ilustres adversarios (Juan de Austria, el vencedor de Lepanto y Alejandro Farnesio, el apodado "Rayo de la Guerra”), dar con él. Su localización era un enigma permanente.

placeholder Guillermo de Nassau, retratado por Adriaen Thomasz.
Guillermo de Nassau, retratado por Adriaen Thomasz.

Luis de Requesens y Zúñiga, amigo de ambos y responsable de los Países Bajos en representación de la Corona española, había fallecido el año anterior tras un duro invierno que hizo que su agonía fuera una experiencia más que desquiciante. Su ausencia, provocaría un vacío de poder que aprovecharían los bien organizados orangistas para soliviantar a la población afín hasta poner contra las cuerdas a las guarniciones peninsulares.

En una rápida reacción, no exenta de agudeza y también de prudencia, como último recurso y en espera de poder organizar las fuerzas que Juan de Austria había demandado para reprimir el levantamiento, a marchas forzadas recorrían el Camino Español, con buen ánimo, silbando y cantando compases de la famosa Gallarda Napolitana del llorado Antonio Valente, miles de hombres de los Tercios que acudían en socorro del prestigioso hermanastro de Felipe II. Allá estaban Fernando de Toledo, Cristóbal de Mondragón, Bernardino de Mendoza, el Conde Mansfeld, el capitán Verdugo y otros incondicionales. Entretanto, los españoles se refugiaban en la inexpugnable fortaleza de Namur.

Cuando ya la verdad del inevitable enfrentamiento se hacía patente, cerca de 18.000 hombres de armas, en su mayoría provenientes de los Tercios, con una mochila de experiencia militar que se podría calificar de asombrosa -o aterradora, según se mire-, pusieron la directa hacia los herejes con una serie de maniobras de hostigamiento, fragmentación y acoso de los trenes de municionamiento. El desconcierto cundía entre las huestes de Guillermo de Orange, cuando un durísimo ataque de caballería compuesta por experimentados arcabuceros cayó sobre la infantería holandesa ocasionando una carnicería brutal. Pero el tem, iba más allá.

La infantería enemiga se veía sin protección y desnuda ante el acoso de los jinetes españoles que, de forma escalonada, descargaban sus arcabuces

Ante la posibilidad de que las tropas de Guillermo de Orange se refugiaran en Gembloux y se hicieran fuertes comprometiendo aún más la situación, Don Juan de Austria decidió en un ataque relámpago enviar a dos de sus mejores capitanes, Gonzaga y Olivera, a cargar contra la retaguardia enemiga. Este destacamento, con un severo camuflaje compuesto de enormes trozos de arpillera bañados en barro, que cubrían tanto a los equinos como a los jinetes, observaba solapado en un bosque cercano el tránsito por el valle del confiado adversario. A una señal, aquel enorme contingente cayó sobre la tropa de herejes diezmándola escandalosamente. En ese momento, la infantería enemiga se veía sin protección y desnuda ante el acoso de los jinetes españoles que de forma escalonada, descargaban sus arcabuces, volviendo una y otra vez a la carga descargando una tormenta de fuego ante la que era imposible librarse.

La rendición final

Cuando las tropas inglesas y francesas (derrotadas en años precedentes en varias ocasiones) encastradas en el ejército rebelde intentaron reaccionar, Alejandro Farnesio, sobrino de Felipe II y Juan de Austria en una lúcida decisión propia de militar con cintura, lanzó el resto de la caballería imperial por una colina abajo donde el anterior ataque de Zuñiga había causado un roto de proporciones más que importantes. La impresionante cabalgada de un millar de jinetes al unísono y en tromba puso en fuga a la caballería adversaria que, a su vez arrolló a la infantería propia causando una desbandada generalizada. La mortandad en las filas rebeldes era pavorosa. Según diferentes fuentes, incluidas las crónicas holandesas de la época, se revela la inmensa mortandad causada por la caballería que acompañaba a los tercios. Cerca de 10.000 soldados (bastantes de ellos eran mercenarios) dejaron sus restos en aquella traicionera zona pantanosa aledaña a Gembloux. Una tragedia en toda regla para los que hoy son socios y amigos en esta Europa en construcción.

placeholder Alejandro Farnesio, Duque de Parma, retratado por Otto van Veen.
Alejandro Farnesio, Duque de Parma, retratado por Otto van Veen.

Parte de los rebeldes conseguirían a duras penas guarecerse tras los muros de Gembloux, pero la realidad es que configuraban una guarnición de mínimos ante un ejército imperial muy subido tras la aplastante victoria acontecida el día anterior. La rendición no se hizo esperar.

Alejandro Farnesio llevaría a cabo durante los años siguientes una sostenida campaña de erosión hábilmente conducida en la que el coste de la guerra fagocitaba los recursos del imperio, que a la postre se iban por la alcantarilla de Flandes en un irracional empecinamiento en el que una viciada visión teológica anquilosada en abstractos e incomprensibles conceptos para el común de los mortales, no permitió en ningún momento una opción que se habría podido resolver por medios diplomáticos.

Gembloux fue un trámite lamentable en la Guerra de los Ochenta años en la que los hoy socios y convecinos holandeses se llevaron la peor parte. Afortunadamente, la historia ha superado en la actualidad aquellas diferencias de antaño.

“Un idiota es un idiota. Dos idiotas son dos idiotas, pero diez mil idiotas son un partido político”.

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