Francia entró en el club de los países nucleares con un puñado de reactores, destinados principalmente a la producción de plutonio para su ejército. De hecho, su programa civil solo comenzaría dos años después de la creación de primera bomba atómica, en 1962. Durante décadas, el país transalpino ha estado a la vanguardia en el sector energético nuclear, con un parque de reactores de diseño fiable y económico que ha conseguido exportar en muchos países como Reino Unido o Corea del Sur.

Gran parte de este éxito industrial se ha debido al "dirigismo" del estado francés, que ha protegido el mercado energético nacional incluso después de las liberalizaciones impuestas por la creación del mercado común europeo. Pero este escudo nuclear, cuyo objetivo era garantizar la independencia energética de Francia del gas ruso —como ha ocurrido a sus vecinos, Italia y Alemania—, ha fracasado estrepitosamente.

El crecimiento de un sentimiento antinuclear después del accidente de Fukushima, la apuesta para las energías renovables y una crónica falta de inversión han lastrado la potencia nuclear de Francia. En total, 32 de sus 50 reactores se encuentran cerrados por mantenimiento y seguirán así durante años, dejando a Francia en una posición muy perjudicada: necesitada de energía y sin la posibilidad de abrir nuevas centrales antes de 2035. El país se ha convertido en un flanco descubierto más en la guerra energética que el Kremlin ha lanzado contra los Estados europeos después de la invasión de Ucrania.