Batalla en el Colegio Alemán, el estandarte de la arquitectura moderna de Valencia
Paradigma del movimiento de la arquitectura moderna europea, su construcción en 1959 supuso una excepcionalidad en pleno franquismo. Ahora se he visto envuelto en una disputa vecinal
El Colegio Alemán de Valencia, además de ser emblema de todo aquello que podría haber sido, pero no lo fue del todo, es también un buen conductor energético de las oportunidades y los límites de cada época arquitectónica que ha atravesado. Si hubiera que medir su temperatura actual, sería emblema del embrollo en el que burocracia y arquitectura demasiadas veces se (des)encuentran. Esta es la historia de cómo una joya de la excepción urbanística de la Valencia del franquismo ha terminado en refriega vecinal.
Una de las personas que mejor conoce el Alemán es Boris Strzelczyk. Sus padres llegaron a España desde Alemania en 1969, directos a Calp, donde pasó su infancia. Los estudios lo llevaron a este colegio, en la calle Jaume Roig, una vía que parece haberse formado a partir de las costillas de alguna remota ciudad-jardín. Después, Strzelczyk se marchó a Madrid para ejercer de arquitecto y desde hace cerca de quince años vive de vuelta en Valencia, donde se ha convertido en un cicerone urbano. Para instituciones como el IVAM, suele incluir al Colegio Alemán entre sus visitas. Lo que se encuentra al traspasar su zaguán ajardinado suele resultar insólito, por ser apenas obvio.
El edificio permite, casi por capas, entender a la perfección un buen trecho de la historia de la arquitectura; recorrer las tensiones fratricidas en las que las placas tectónicas de las ciudades buscan avanzar frente al inmovilismo del contexto.
Si el colegio de los alemanes debía emplazarse en algún sitio, no fue en este por casualidad (o por tratarse de una de las calles con mayor renta de toda la ciudad). Fue por el propio pedigrí germánico del vecindario: en la calle Micer Mascó, apenas a cinco minutos al sur, estaba previsto que, en pleno Tercer Reich, se levantara el centro educativo con el que amalgamar a una comunidad en crecimiento. El desenlace de la II Guerra Mundial malbarató los planes. La mayoría de alumnos acabaron en clases clandestinas en los pisos de las familias Hartmann, Tarrach, Buch, Fromm, Pfingsten y Götz, cuenta la experta Irene Benet en Arquitectura Moderna en los colegios alemanes de España y Portugal.
El paso del tiempo hizo renacer la necesidad. La comunidad alemana local volvió a insistir a la República Federal, que terminó adquiriendo a principios de los cincuenta cerca de 6.000 metros cuadrados de huerta. En un entorno que encajaba en el inicio del utópico proyecto de Paseo de Valencia al mar, cerca del primer intento y siguiendo el paso de la burguesía del momento: marchando del casco histórico de la ciudad para buscar espacios más aireados en frentes abiertos a la huerta.
En un trabajo a pachas entre Alemania y Valencia, los arquitectos locales Pablo Navarro —sabía alemán y conocía el barrio— y Julio Trullenque formaron parte del equipo berlinés que proyectó la obra, junto a nombres como Becker, Ahlwarth o Weise.
La obra, acabada en 1958, además de fortalecer al cogollo germánico en Valencia, dio a la ciudad uno de sus mayores emblemas, dentro del plan nacional de conservación del patrimonio cultural del siglo XX e inmerso en el catálogo del Docomomo, la gran guía de la arquitectura del movimiento moderno. Conectando piezas independientes entre sí, es un buen ejemplo de colaboración con orígenes distintos: las carpinterías metálicas alemanas, la estructura de hormigón armado, el uso de una tecnología poco frecuente en la España del momento, se alimenta por la aportación valenciana con detalles como el gres de Nolla que recubre cerámicamente fragmentos de la fachada.
Su uso educativo, lógicamente de puertas para adentro, ha afianzado el desconocimiento con el que la ciudad lo trata. Un bicho raro que solo en los últimos años ha cobrado mayor relevancia ante el auge de nuevas atenciones arquitectónicas, como la nueva pasión que Valencia tiene por su Espai Verd. En cambio, la mayoría de titulares del Alemán se los ha llevado la refriega vecinal que lleva larvándose desde 2015, momento en el que el Colegio decidió convocar un concurso público con el que ampliar su espacio. La escasez de plazas y la espontaneidad irregular con el que había ido creciendo, obligaban a replantear el complejo.
El concurso, al que concurrieron sesenta candidaturas, lo ganó el estudio valenciano Orts-Trullenque, liderado por Marta Orts y Carlos Trullenque. Además de por el apellido, la propuesta conectaba de forma ejemplar con el edificio original (con una protección de nivel 2), generando una extensión que permitía entender de manera sencilla la evolución de las eras del colegio. Consolida también la vieja idea de ciudad-jardín. Una intervención arquitectónica celebrada por su respeto y nuevo valor que, sin embargo, se ha visto en la diana de las protestas vecinales.
Con la ejecución de las obras, los vecinos colindantes a la ampliación (algo así como quienes desde lo alto de un acantilado ven crecer una isla a sus pies) notificaron un cambio de planeamiento e irregularidades en las obras. Según el primer informe del Ayuntamiento, se habían levantado instalaciones que no incluía el proyecto. El Colegio Alemán terminó ajustándolas a ley.
Ha sido en las últimas semanas cuando la Agencia Valenciana Antifraude, según señaló Valencia Plaza, ha azuzado el caso al pedir a los técnicos municipales que comprueben que las instalaciones ampliadas cumplen con la normativa ambiental. Antifraude aprovecha para tirar de las orejas al Ayuntamiento, al advertir de su inacción. Más allá de una rabieta vecinal, la comunidad adyacente ha remitido a la Fiscalía una denuncia por la ampliación en un serial que sigue su curso.
Como casi desde el origen de este edificio, resuena el ruido de la colisión entre el avance arquitectónico y el inmovilismo del contexto.
El Colegio Alemán de Valencia, además de ser emblema de todo aquello que podría haber sido, pero no lo fue del todo, es también un buen conductor energético de las oportunidades y los límites de cada época arquitectónica que ha atravesado. Si hubiera que medir su temperatura actual, sería emblema del embrollo en el que burocracia y arquitectura demasiadas veces se (des)encuentran. Esta es la historia de cómo una joya de la excepción urbanística de la Valencia del franquismo ha terminado en refriega vecinal.