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Espai Verd, el edificio bioclimático de Valencia que adelantó el futuro
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Espai Verd, el edificio bioclimático de Valencia que adelantó el futuro

Un experimento de 108 viviendas agazapado entre la huerta y el norte de la ciudad se ha convertido en edificio de culto. Con décadas de antelación, planteó las soluciones de las que ahora se habla

Foto: Vista del edificio Espai Verd. (Cedida)
Vista del edificio Espai Verd. (Cedida)

Cuando comenzó a popularizarse la arquitectura bioclimática, Espai Verd ya estaba allí. Cuando se puso de moda trazar los últimos equipamientos tecnológicos por la estructura de los edificios, Espai Verd ya lo había contemplado. Cuando escuchamos —como una turra insistente— a los urbanitas querer irse al campo, Espai Verd ya había integrado las dos dimensiones. Lo advertiría Monterroso: cuando despertó, el Espai Verd todavía estaba allí.

placeholder Vista del edificio desde el jardín. (Cedida)
Vista del edificio desde el jardín. (Cedida)

En su estructura aterrazada en la entrada norte de Valencia, su silueta repleta de capas hace girar la vista. Un ecosistema nuevo parece haberse colado en la franja límite entre la ciudad y la huerta. Acaso un nuevo hábitat surgido de una civilización avanzada. De más cerca, con el zoom puesto, el edificio proyecta cierta sensación de fortaleza infranqueable, aunque con capacidad para camuflarse entre los jardines colindantes. Si se rasca en su piel se detecta que está formado de infinidad de láminas y se estructura como una enorme matrioska argumental: su capa bioclimática; su capa cooperativista; su capa utópica; su capa mística.

Cuando hace cerca de cuarenta años su artífice, el arquitecto Antonio Cortés Ferrando, imaginó su gran obra, seguía la estela de un precedente medio insólito parido en 1967 en la Exposición Universal de Montreal. Allí el arquitecto Moshe Safdie desveló sus intenciones para crear Hábitat’67, una edificación en hormigón que flotaba a partir de la superposición de bloques, ensamblados, como en una cadena industrial. Aunque apenas tenía experiencia previa, Safdie logró crear todo un clásico de la cultura habitacional gracias a su visión, levantando un sistema que aprovechara las aguas sucias, recolectara las lluvias, moldeara los picos de temperatura. Su propuesta nació castrada —pudieron construirse muchos menos apartamentos de los previstos—, pero fue una lección para la historia.

Foto: Promoción de VPO en Alcañiz rehabilitada con estándar Passivhaus.

Cortés Ferrando tomó buena nota y vio en el espacio fronterizo entre Alboraia y Valencia el encaje perfecto para el principal propósito de su vida. Si hubiera que resumir el alma de Espai Verd, sería idéntica a la de su creador, al punto que supura con parecidos fines místicos: una capilla en el corazón del complejo residencial busca ser amalgama religiosa, de igual manera con la que Antonio Cortés modula sus relaciones sociales, guiado por la obsesión ante el Grial.

Desde finales de los setenta se puso a procesar la combinación entre un gran jardín y viviendas que superaran la estrechez de miras del desarrollismo. Frente a los cuchitriles descastados, apartamentos con cuatro dormitorios, inmensos jardines individuales, ventilaciones naturales y una densa cobertura que refrescara en los veranos inclementes y diera luz natural abundante.

Foto: Vista del Jardín del Túria. (EFE/Manuel Burque)

A diferencia de Hábitat’67, Cortés sí pudo hacer posible gran parte de sus pretensiones. El modelo cooperativo sustentó el reto de crear 108 viviendas sin que el experimento colapsara en su primera financiación. El arquitecto se armó a partir de su estudio, CSPT, y propuso a sus ‘socios’ un modelo revolucionario, una especie de búnker con el que afrontar el futuro. Ahora que el futuro ya caducó, los intrépidos tripulantes de Espai Verd se apuntan el tanto de su apuesta: su propiedad es una de las más cotizadas de la ciudad, el modelo que defiende se ha impuesto como un ideal y el sistema circulatorio del edificio sigue funcionando tal y como se imaginó.

El respaldo tecnológico fue clave desde el despuntar ochentero: el Programa de Cálculo Experto fijó las condiciones para que la carga elevada de la estructura pudiera soportarse estructuralmente a partir de una retícula cuadrada. Una suerte de equipamiento domótico anticipó con un par de décadas la necesidad de nuestras casas de ser la extensión de la oficina: preveía su propio sistema de residuos, su banda ancha con década de adelanto y cada casa contaba con un estudio para el teletrabajo.

placeholder Vista del edificio Espai Verd. (Cedida)
Vista del edificio Espai Verd. (Cedida)

En 2018, el periodista australiano de la revista Monocle, Liam Aldous, visitó el espacio. Además de quedarse prendado por el carisma extravagante de Cortés, definió la voz del edificio como un relato difícil de creer: "su historia salvaje no es ficción ni una fantasía descabellada (...) un episodio improbable del poder de la arquitectura para remodelar la realidad". Puede que esa sea una de las claves: Espai Verd no fantasea, aborda la realidad con una estrategia fría pero enormemente ambiciosa.

Su ubicación, en esos lindes donde todo era huerta, pero al mismo tiempo ciudad, resultó la bisagra adecuada: venía a conectar dos mundos de difícil comprensión. Aunque con un daño colateral: su carácter colosal hace que el edificio no acabe de integrarse en ninguno de los dos contextos; ni es ciudad ni es huerta, es un fenómeno de consumo propio.

Foto: Imagen de archivo de una falla instalada en el barrio de Ruzafa. (EFE/Manuel Bruque)

Conecta asimismo con viejos ideales como los de ciudad jardín. Si en el inicio de la avenida Blasco Ibáñez apenas fue posible desenvolver un paseo ajardinado —que ha quedado reducido a unas motas—, Espai Verd tira de ese hilo para remontar la vegetación por lo alto. Su frondosidad contrasta con el escaso fuste bioclimático de las edificaciones de su tiempo. Lleva a preguntarse cómo sería la ciudad si el listón se hubiera colocado a la altura del empeño de Cortés Ferrando.

Su deje brutalista, con el metabolismo del Bofill de los 60-70, toda una exhibición de hormigón, ha contribuido en los últimos años al culto al edificio. Mientras a sus faldas, como mirando a un acantilado, juegan los futbolistas del Sporting de Benimaclet ataviados de camisetas verdes, en lo alto Espai Verd parece saber que, cuarenta años después, ha ganado el partido. Todos quieren ser como él.

Cuando comenzó a popularizarse la arquitectura bioclimática, Espai Verd ya estaba allí. Cuando se puso de moda trazar los últimos equipamientos tecnológicos por la estructura de los edificios, Espai Verd ya lo había contemplado. Cuando escuchamos —como una turra insistente— a los urbanitas querer irse al campo, Espai Verd ya había integrado las dos dimensiones. Lo advertiría Monterroso: cuando despertó, el Espai Verd todavía estaba allí.

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