La edad de oro del barrio valenciano de Russafa: del gueto a la gentrificación
De vergel musulmán a ensanche burgués, de gueto a barrio de moda… Sus vaivenes han definido la Valencia de la última década
Si Russafa pudiera dividirse por estratos, sería la prueba de que con los barrios sucede como con las vidas de las personas: los acontecimientos nuevos no se reemplazan suprimiendo los anteriores, sino que se solapan adicionalmente, capa a capa. Por eso, Russafa, convertida desde hace aproximadamente una década en epítome de la Valencia contemporánea, es la concatenación de una historia agitada donde sus episodios se han sucedido con brusquedad.
Russafa, articulada umbilicalmente al centro de la ciudad por su paseo homónimo, blindada por el Ensanche que actúa de distrito matriz, fue un jirón independiente que servía de hogar de los príncipes musulmanes por la fertilidad de sus jardines. Fue el campamento último desde el que Jaume I abordó el desembarco en Valencia. Y fue perdiendo sus tierras desde el siglo XIX al ritmo con el que la ciudad comenzaba a mordisquearla hasta que no hubiera trecho de separación.
En esa tensión entre campo y urbe, Cayetano Ripoll se convirtió en una de las figuras carismáticas, atravesando por los caminos de acequia para dar clases. El profesor deísta, con Dios y contra los dogmas de la Iglesia, fue apresado en uno de esos tránsitos, por hereje. En julio de 1824, con un cadalso engalanado con llamas y caras de demonios, la Inquisición se lo anotó como la última víctima de su historia.
El capitalismo de arroz y naranja domesticó Russafa, señoreada como escenario de una burguesía necesitada de nuevos acomodos que los domingos marchaba de paseo a la playa de Nazaret. Las arenas de Nazaret desaparecieron, sacrificadas por el desarrollismo portuario. Russafa, paulatinamente, fue colapsando y su uso se restringió al del patio trasero de Valencia. La pérdida de atractivo tumbó los precios inmobiliarios y en consecuencia ensombreció sus calles. Una aproximación al gueto que en los ochenta y noventa iría acompañada de una coletilla familiar: “mejor no pasar por Russafa".
Afters y locales como el Silencio, Cambalache, Comedia, Chandelier, Pastel, Pequeño Diablo, Dalton o Embrujo auparon el secreto canalla de sus calles (repletas de referencias a destinos cálidos: Dénia, Cuba, Cádiz, Sevilla, Buenos Aires, Puerto Rico…) y coparon las páginas de sucesos. El asentamiento de la población magrebí y china fue la percha oportunista para que la Falange y España 2000 echaran la alfombra roja de sus soflamas racistas. “Por una Ruzafa limpia. No a la droga. No a la delincuencia. No a la inmigración ilegal”, clamaron al comenzar el siglo XXI. En 2002 una procesión de antorchas culminó con el destrozo de escaparates y coches.
Siguiendo con las fases canónicas de la evolución urbana, Russafa sería el puntal valenciano de un fenómeno que prometía grandes dosis de mambo: la gentrificación. El “desplazamiento de vecinos empobrecidos por otros de nivel social y económico más alto”, según la definición tradicional, coincidiría con un nuevo marco: Valencia necesitaba redefinirse y completar su oferta turística en plena escalada de reclamos, pero también habilitar a una clase urbana recién estrenada. Bajos para creativos, nuevas apuestas en hostelería y comercios diferenciales que se fueron retroalimentando por un aliciente doble: precios económicos en pleno centro de la ciudad y una sensación compartida de que estaba naciendo una experiencia colectiva. Cuando titular con hipster todavía no sonaba como escuchar a tu padre conjugar el verbo molar, Russafa se alzó con el título de capital hipster.
Desde entonces, la consolidación del núcleo urbano —que unos cuantos siglos antes fue vergel musulmán— ha venido acompañada de la tensión entre el reconocimiento interno y los choques entre hosteleros y Ayuntamiento a propósito de la saturación acústica. Una cierta discusión sobre si el ‘modelo Russafa’ es un buen caso de revitalización o, por el contrario, una muestra de exceso que se fue de las manos.
Lucas Zaragosí, junto a su socio Adrián Salvador, al frente de la compañía de moda Siemprevivas, fueron dos de los primeros rostros en hacer de su ubicación en el barrio un puntal de su estrategia de marca. "Sigue manteniendo su esencia, que es lo que nos hizo instalarnos aquí", dice Zaragosí, desde la calle Pintor Salvador Abril, hoy sede de Estudio Savage. "Pero a la vez han ido abriendo nuevos restaurantes, nuevos estudios, nuevas galerías y un enorme parque que era muy deseado por los vecinos. Se está consolidando como un barrio creativo muy vinculado al diseño y a la artesanía y no solo como un barrio de ocio nocturno". Su mirada sobre el entorno cercano ha contribuido a articular la definición de Russafa. Haciendo una previsión de sus próximos pasos, apuntan: "Creemos que es importante que haya una convivencia real entre los vecinos, los turistas y los que trabajamos aquí y eso incluye un respeto por el espacio, una apuesta real por el consumo de barrio y una defensa de sus particularidades. Hay muchas calles similares en todas las ciudades del mundo con las mismas tiendas y franquicias y, sin embargo, estos barrios tienen una cultura y unas características sociales, culturales y estéticas que los hacen únicos y que construyen y definen la verdadera imagen de una ciudad".
El festival Russafa Escènica, hace doce años, formó parte del reverdecimiento cultural que hizo girar la mirada. Su director, Jerónimo Cornelles, recuerda así aquel contexto: "El barrio empezaba su proceso de gentrificación, aún era un lugar donde mayoritariamente vivían artistas, ya que los alquileres aún no se habían disparado. Culturalmente, solo estaba Russafart y acababa de abrir la Sala Russafa. Aun así, ya no el barrio, sino toda la ciudad, era un auténtico desierto".
En 2010, uno de los primeros comercios en irrumpir con nuevos códigos (y mucho color) fue Gnomo, dedicado a objetos de diseño. Esther Martín y Álvaro Zarzuela son sus responsables. "Quisimos crear un negocio local y vincularnos al entorno de nuestro barrio. Primero abrimos Gnomo y Russafa nos enamoró de tal manera que a los pocos meses nos vinimos a vivir. Y aquí seguimos 12 años después, con un negocio que sigue creciendo y criando a nuestro hijo en este barrio", cuentan desde la calle Cuba. "Cada vez somos más conscientes de la importancia de lo local y del valor del comercio de proximidad. Creemos que los pequeños comercios de barrio somos más que tiendas. Dinamizamos la vida social, generamos economía circular y aportamos identidad de barrio. Hemos ido creando una red de apoyo".
En esa amalgama pionera, Russafart lleva desde 2008 siendo la bienal artística que a lo largo de cuatro kilómetros cuadrados abre los talleres creativos del barrio. Arístides Rosell es su presidente. “Hay una densidad de talleres artísticos y artistas residentes única en España. Es un patrimonio colectivo y humano que debemos proteger, conservar y divulgar”, comenta.
La finalización del Parc Central hace unos meses abrochó de verde una de las peticiones más deseadas de los vecinos. Fue también el símbolo de una etapa de redefinición concluida. Acostumbrada a vaivenes intensos, el próximo ciclo de Russafa más bien pasa por la estabilidad de un modelo: cómo alinear la especialización creativa sin sacrificar su convivencia.
Si Russafa pudiera dividirse por estratos, sería la prueba de que con los barrios sucede como con las vidas de las personas: los acontecimientos nuevos no se reemplazan suprimiendo los anteriores, sino que se solapan adicionalmente, capa a capa. Por eso, Russafa, convertida desde hace aproximadamente una década en epítome de la Valencia contemporánea, es la concatenación de una historia agitada donde sus episodios se han sucedido con brusquedad.
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