La 'airbnbización' del fútbol y Valencia: el día que los equipos dejaron de ser de las ciudades
Igual que 'Airbnb' acaba generando barrios sin vecinos, los clubes en manos de magnates acaban desligándose del territorio. Extracto del libro 'Club a la fuga', por su autor Vicent Molins
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El sincretismo entre ciudades y clubes se puede contemplar como un ejercicio de placas tectónicas que se mueven en completo silencio, mientras sobre su corteza tiene lugar el furor de los aquelarres once contra once. Es el enfrentamiento entre los diarios deportivos y los registros sísmicos. Evidentemente, ganan los primeros. En cambio, en esa trastienda que es el contexto, las condiciones sobre las que los clubes se desempeñan han sufrido intensas transformaciones en tan solo década y media. Muchas de ellas idénticas a las que han tenido que digerir las ciudades. El idilio ha acabado.
En 2004 el Valencia se convirtió -estadísticamente- en el mejor club del mundo. Salió a celebrarlo a la plaza central de su ciudad con la alcaldesa, el propietario y la plantilla agitando desde el balcón municipal la bola dorada que acreditaba su honor. Las coordenadas que envolvían a aquel grupo nada tienen que ver con las de ahora. En ese 2004 estaba a punto de abrirse sobre el suelo una sima que echaría al traste el 'statu quo' con el que los clubes estaban apacentados. Esa grieta originaría grandes vencedores. También colosales derrotas.
Nunca como hasta ahora las ciudades fueron tan poco decisivas para las sociedades deportivas
En perspectiva, podría parecer que la expedición al completo se tiró desde el balcón. Pero la explicación es algo más compleja. Va más allá del fenómeno local. Aunque la mayoría de veces los murciélagos han sido carne de meme, como si su caso fuera una excepcionalidad mediterránea. Es más bien el resultado de un proceso que en paralelo a la revolución digital prescinde de la dependencia del factor físico, no requiere de una ubicación concreta para extraer su sustento.
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Desde ese planteamiento, una deducción: el vínculo umbilical entre club de fútbol y ciudad está precarizado y se ha roto en unas cuantas demarcaciones principales. Los clubes acumulan tanta energía lograda más allá de sus lindes que han decidido prescindir de sus entornos municipales. Otros, aunque la necesitan, la han omitido de sus propuestas de valor porque los intereses de los propietarios son ajenos o contrapuestos a la realidad local. La ciudad, en uno y otro caso, pasa de sujeto a objeto.
Al igual que plataformas como 'airbnb' acaban generando barrios sin vecinos, cerrando comercios y vida asociativa y deviniendo en decorados de carton piedra, los equipos de fútbol en manos de grandes magnates o de grupos empresariales mastodónticos, acaban desligándose del territorio que les acoge.
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En ese proceso de desvinculación, muchas enseñas tradicionales del fútbol europeo se han quedado en un limbo, a medias, como si tuvieran billete para coger el tren ultrasónico hacia el futuro pero hubiesen llegado tarde a la estación. En los vagones de los que sí se han subido, hay lugar para dos categorías improvisadas: a este lado, los clubes multinacionales, dopados económicamente por sus propietarios o inmersos por pedigrí en dinámicas mundiales; al otro, clubes discretos que han basado su estrategia en el conocimiento, el ingenio y la planificación. Por poner un cuño a sus billetes: los clubes alfa y los clubes 'smart'.
El Valencia se convierte en una buena representación de este fenómeno global porque se trata -como en aquellos audaces pronósticos sobre el sistema financiero- de un cuerpo demasiado grande para caer. El tercer club de España en la clasificación histórica (hasta que, con Simeone, el Atlético le pasa por delante a todo trapo), con una implantación masiva en uno de los territorios más poblados del país, repleto de simbología icónica (¡Mestalla! ¡Kempes! ¡el murciélago! ¡el Amunt!). Qué ocurre, en cambio, cuando poco a poco el tamaño se reduce precisamente porque el club, como es el caso, colapsa y se evade del entorno cercano. Entonces deja de ser tan difícil su caída.
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Tomemos el tranvía hasta la temporada 2004/2005, cuando el Valencia todavía pertenecía a la veintena de los elegidos. Era el que hacía 19 entre los pastosos del reino de los ingresos, en una clasificación que cerraba la Lazio. Por entonces, el Manchester City apenas ingresaba cuatro millones más que los murciélagos (84,6 millones). No había ni rastro del PSG en un listado que lideraba el Real Madrid seguido por el Manchester United y el AC Milan. Avancemos hacia una nueva estación: 2011/2012. Por entonces el Milan comenzaba a despeñarse, el Valencia salía de los veinte primeros y el Manchester City ya le sacaba una distancia en ingresos de 175 millones. En el curso de esas cinco temporadas, las diferencias entre City y Valencia habían experimentado un incremento ¡de un 4.275%! Antes de que cayera el meteorito, las condiciones ambientales ya comenzaban a hacer imposible competir de la misma manera que hasta entonces. En la temporada 2019/2020 el Valencia ingresaba 172,1 millones, el Manchester City 549,2.
¿Adónde nos encaminamos, al fin definitivo de los clubes-ciudad?
En 2014, como parte de un proceso acelerado en multitud de mercados, Peter Lim se quedó con el Valencia. Su presencia tiene el aspecto de un simulacro donde parece que se ostenta un club de fútbol: lucirlo durante un momento como un estandarte, un 'check' más en la lista de deseos. En la economía de la plataforma que define la última década, el club asciende a la nube dispersa donde será tratado como una pieza impersonal; en consecuencia, abandona su territorio dejando un vacío. Como la casa de 'Up', elevada al cielo. La impericia, el ego o la mala elección de directores explica parte de la trayectoria errática de Lim en el Valencia. En la tramoya, lo demás: cómo funciona el modelo. Y el modelo, ya lo hemos estado viendo, conecta con una cultura de negocios donde el beneficio no está en lo que parece, sino en los mecanismos que llevan hasta lo que se aparenta. En el extremo, aquellas bicis flamantes e innovadoras que debían revolucionar la movilidad de un puñado de ciudades españolas, pero cuya compañía hizo un ‘si te he visto no me acuerdo’ dejando colgados a miles de usuarios. No eran las bicis, sino los réditos expansivos de hacer creer que la empresa escalaba imparablemente llegando a una ciudad tras otra.
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En esos caminos en paralelo entre ciudades y clubes, tomé tres fechas capitales que correspondían a tres décadas consecutivas. 1994, 2004 y 2014 son los años encadenados que enmarcan tres focos de cambio. El paso desde el emplazamiento hasta la circulación. No es un horizonte por llegar, es ya una constatación a cada paso. En el ultramarinos del barrio ahora hay una máquina de vending. Nuestro club de siempre ahora es un ente apartado y para fidelizar con él hay que tomar un vuelo de larga distancia. El fondo de inversión que estos años se quedaba con los pisos destinados a vivienda social, ahora también toma a los equipos de fútbol, desencajados de sus elites habituales. ¿Adónde nos encaminamos entonces? ¿A una competición cuyas cartas las repartan fondos adictos a la expansión?, ¿al fin definitivo de los clubes-ciudad? Saliendo por el camino de enmedio, lo más probable es que los próximos años estén marcados por una tensión severa entre fuerzas. El propósito de una Superliga, o la apuesta doméstica por respirar de la bombona de oxígeno de un fondo privado, son las mismas dolencias de un tira y afloja agravado por la desesperación de los poderes clásicos. Y ya se sabe: nuestras aves rapaces, ubicadas en remoto, acostumbran a alimentarse de las presas debilitadas. Un escenario perfecto para inclinar la balanza a su favor.
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Al Valencia el cambio de su estado físico, su cambio de geografías, podría haberle salido bien. Podría haberle correspondido un inversor responsable capaz de cumplir con lo prometido. Pero lo lógico es que saliera mal. Su operación de venta ante mercados extranjeros era de alto riesgo porque se exponía a la virulencia de una economía extractiva. La inmunodeficiencia de su sistema local tras un reguero de dislates, dejó desguarnecidas las defensas del club, a merced de inversiones vampíricas. La agresividad del cambio, en un escenario donde por primera vez en cien años las instituciones clásicas ven como sus coordenadas ya no guardan simetría con su ciudad, provoca un desconcierto intenso. Un sentimiento de frustración y desengaño. Con poderes remotos y alienantes, los clubes se convierten en herramientas financieras, tienden a aislarse porque entienden el arraigo urbano como un limitante para el crecimiento de la cuenta privada de resultados. En ese trance las comunidades se difuminan para ser sustituidas por aficionados diseñados genéticamente en el laboratorio de los fans. Desencadena una profecía autocumplida por la cual los hinchas temerosos de que el club se les haya escapado de sus manos acaban corroborando la impresión. Las comunidades que en el inicio del proceso estaban alicaídas, frágiles, pasan a comprobar cómo han sido víctimas de un reemplazo, una gentrificación en las gradas que les ha apartado de la centralidad de sus equipos. Una fantasía donde todo parece transcurrir igual, el estadio en apariencia está en el mismo sitio y los once juegan donde antes; solo una ilusión óptica.
*Extracto del libro
Hay un hilo que conecta lo que le ocurre al equipo de la esquina con la conversión de viviendas en