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Principio y fin de LaLiga: un entramado neurótico construido contra las victorias del Madrid
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Ángel del Riego

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Principio y fin de LaLiga: un entramado neurótico construido contra las victorias del Madrid

El conjunto madridista no pudo pasar del empate en Nervión, en un partido donde el arbitraje dejó serias dudas, mientras el trasfondo del caso Negreira sigue coleando

Foto: Carvajal celebra su gol ante el Sevilla. (AFP)
Carvajal celebra su gol ante el Sevilla. (AFP)

Aquel Barcelona que comandaba Pep Guardiola parecía un ejército de inmaculados venidos del más allá. No les rozaban las cosas del mundo construyendo, como estaban, un círculo perfecto de fuego y de belleza, donde la violencia había sido expulsada del cuadro y la victoria era la hermana de la virtud. Un mandamiento moral que convertía a los rivales en espectadores con la sola obligación de aplaudir. Quien no lo hiciera era expulsado a la tierra donde viven los monstruos. Gente destartalada y que movía a compasión sin más interés que llegar a la victoria por los peores caminos.

Eso duró cuatro largos años, pero su resplandor sigue detrás de las montañas, ya no como una realidad, más bien como una utopía. Una tierra prometida que agotó sus recursos y fue enterrada por el heraldo del mal: Florentino Pérez, última mutación de esa España vestida de blanco cuyo único interés es hacer daño al paraíso de los hobbits que es la periferia del estado-nación antes conocido como España.

Foto: Ancelotti, muy enfadado con el colegiado en Sevilla. (AFP)

El Camp Nou era el recinto donde todo podía suceder cuando Messi, Xavi e Iniesta, los tres pequeños a los que se les adoctrinó en los secretos del fútbol, comenzaban a pasarse la pelota entre ellos como si la infancia fuera a durar eternamente.

Ahora, ese recinto está derruido. Y esa pureza de aquel Barça se asemeja a los palacios majestuosos a orillas de algún lago centro europeo. Esos donde posan mujeres reconstruidas minuciosamente cuya antigüedad debe ser datada con carbono 14. En el sótano de la magnífica fotografía que sale en las páginas centrales de la revista editada en París, se cometieron las peores atrocidades en aquellos años locos de la Guerra Mundial. Pero eso quedaba fuera de plano. Estaba en las conversaciones alteradas de los madridistas en 2010 que sospechaban de la extraña perfección de los artistas del Barcelona. De sus 5-0 continuados.

placeholder Sergio Ramos, hablando con Bellingham tras el partido. (AFP)
Sergio Ramos, hablando con Bellingham tras el partido. (AFP)

Hasta que llegó el asunto Negreira y puso luz en ese entramado neurótico que es la Liga española. Un juego de poderes con salones ultrasecretos construido contra las victorias del Madrid. La utopía guardolista ha mutado en distopía. Los ángeles eran guardianes de las tinieblas. Messi ha huido hace tiempo. Alves está en la cárcel. Xavi defendió sin miramientos una teocracia y como entrenador no tiene enigma ni brillo ni secreto. Y Laporta.

Laporta sigue siendo él mismo, aunque multiplicado por dos. Utiliza el lenguaje para dotar de munición a los que nacieron en el lado bueno de la historia. Antes era la meseta, luego fue el palco de Florentino y ahora es el madridismo sociológico. Mismas palabras para nombrar el origen de todo. Al Real Madrid. El ángel caído. El rival de siempre en un Clásico que, gracias al bueno de Joan, vuelve a tener un significado que va más allá del fútbol.

Ramos, un futbolista de otra era

En Europa, donde la luz es un artificio, la estructura ha sustituido al sentido. De ahí la paz —que llega justo hasta los lindes— y de ahí la ausencia, puesto que todo es un mirar por la ventana. Ramos es un jugador de otra época, de cuando las cosas existían de verdad, hijo de Sevilla, que no es exactamente Europa pero tampoco lo contrario. Se enfrentaba al Real Madrid y no había ni piedad ni perdón en su mirada. Es un jugador tan real que durante años el fútbol no se lo tomó en serio, como si fuera una amenaza imposible de suceder. Luego Ramos dominó como nunca un defensa ha dominado. Y su equipo, el Real, ganó como nunca un equipo había ganado.

El Sevilla-Madrid fue furibundo desde el principio. Todos iban con el corazón en la boca y huían de la geometría como si allí habitara el demonio. Todos menos Bellingham, que ponía luz donde Vinícius solo encuentra escaleras que van a ninguna parte. En el centro está Tchouaméni, un gigante que se hace pequeño en las inmediaciones del área, como si le diera vergüenza destruir lo que otros han construido, como si no quisiera caer en ese estereotipo vergonzante del mediocentro africano demoledor de físico terrible. Sabemos que está ahí, pero no acabamos de notarlo, no tiene un rasgo definitorio como aquella diagonal trágica de Xabi Alonso con la cabeza levantada, o los molinillos de Redondo con la pelota entre sus piernas. O toda la obra de Casemiro, un actor de carácter que solo con su trote infundía pavor. Tchouaméni tiene a ratos gran claridad expositiva y, de vez en cuando, finura en el corte hacia adelante. Cuando se acula, pierde referencias y solo vale lo que ocupa su cuerpo. Se convierte en un hombre-masa. Aun así, cuando él y Valverde salieron del campo mediada la segunda parte, el Madrid perdió completamente el centro del campo y los contrarios empezaron a llegar a la portería de Kepa a saltos elípticos, como los malvados en las películas de acción.

placeholder Bellingham celebra su gol sin saber que estaba anulado. (AFP)
Bellingham celebra su gol sin saber que estaba anulado. (AFP)

El Sevilla estuvo toda la primera parte desabrigado con su juego clásico de ráfaga y compás, pero dejando atrás un mundo para ser colonizado por los madridistas. Y allá que se fueron Kroos, Vinícius y Bellingham, que presagiaban siempre el gol hasta que algo les mordía en el último plano para acabar boca abajo delante del portero ¿Qué será ese algo? ¿El árbitro, quizás?

Un deportista profesional que está las 24 horas pensando en su batalla, que absorbe por todos los poros lo que se dice de él y de su equipo en la prensa, ¿es capaz de dejar en el minuto de silencio todo lo ajeno al puro juego y centrarse en ese mundo volátil de 90 minutos? Quizá sí o quizá no. A Vinícius le está pesando ese santoral en el que se cayó al final de la temporada pasada y su juego que tiende al caos es ahora mucho más confuso y menos productivo. Y el resto del equipo jugó en Sevilla —un campo duro que solo se entrega si lo escalas por la vertiente inaccesible— con una mezcla extraña entre ansiedad y escepticismo.

Un extraño gol anulado

La normalidad duró hasta el primer gol anulado por un fuera de juego pitado por el antimadridismo sociológico. Después, el Real tuvo unos minutos donde Ramos impuso su día de la raza y solo Carvajal —bajo palos, una de sus especialidades— se interpuso entre el gol del Sevilla y nosotros. Y volvió a entrar en el partido (el Madrid), hasta el siguiente gol anulado, maravilla del esperpento en el que cabe recrearse: una jugada defensiva entre Rüdiger y Ocampos en la que no hay nada más allá de un golpe fortuito y el árbitro que dice "sigan, sigan". Y, efectivamente, el Madrid sigue y el público se enciende y los jugadores del Sevilla son conscientes de repente que todos los pasos están libres y el Real va a meter un gol tan claro como un Alcázar delineado contra el horizonte. E imploran al árbitro y el árbitro se da la vuelta y mira cómo el balón cruza el medio campo con todos los galgos madridistas corriendo corazón abajo y decide apiadarse del pobre, del indefenso, del bienaventurado y pita. Piii. Pita y nadie le oye, así que la jugada sigue y Bellingham marca extrañamente solo y lo celebra sin estar del todo convencido.

Claro, es que Bellingham no lo oyó por el estruendo y el árbitro había pitado hacía ya un rato, disculpan en la tele al madridista para que no le saquen la amarilla. Y el árbitro, que es buena gente, no se la saca. Las razones de porqué el árbitro se mete el silbato en la boca y sopla produciendo un ruido bastante estúpido nos son desconocidas. Las razones por las que en primera instancia el árbitro no pita y, cuando ve que la jugada se vuelve peligrosa, sí que lo hace, no nos son desconocidas en absoluto. Ni a nosotros, pobres mirones de un espectáculo con las cartas marcadas, ni a los jugadores del Madrid, que a partir de ahí decidieron ir por el camino de la representación.

Ese fue el final del partido. El resto, una comedia. Ramos, como el rey David, se tomó su papel muy en serio. En la parte madridista, solo Carvajal decidió elevarse sobre el esperpento para marcar un gol que fue puro coraje. Todo lo demás, idas y venidas, patadas y tanganas, un tejido que se deshace, el Madrid, y otro que es feliz en el estraperlo, el Sevilla. Y se acabó. No hay euforia ni desesperación en el Madrid en la semana del Clásico. Es un equipo que se siente a la vez fuerte y vulnerable. Unos jugadores que ya se han reconocido sobre el campo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, pero que están cansados de jugar en la superficie de un planeta prohibido para ellos. En la Liga del estado español.

Aquel Barcelona que comandaba Pep Guardiola parecía un ejército de inmaculados venidos del más allá. No les rozaban las cosas del mundo construyendo, como estaban, un círculo perfecto de fuego y de belleza, donde la violencia había sido expulsada del cuadro y la victoria era la hermana de la virtud. Un mandamiento moral que convertía a los rivales en espectadores con la sola obligación de aplaudir. Quien no lo hiciera era expulsado a la tierra donde viven los monstruos. Gente destartalada y que movía a compasión sin más interés que llegar a la victoria por los peores caminos.

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