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Esos profesores que odian a sus alumnos (son minoría, pero nos encantan)
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Héctor G. Barnés

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Esos profesores que odian a sus alumnos (son minoría, pero nos encantan)

Nos encanta dar voz a los docentes desencantados, frustrados o quemados que piensan que la educación se ha echado a perder. Lo sé porque yo mismo lo he hecho: venden bien

Foto: Un aula de Guadalajara (México). (EFE/Francisco Guasco)
Un aula de Guadalajara (México). (EFE/Francisco Guasco)
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La publicación de Había del verbo a ver. Diario del instituto (Pepitas Editorial) de Ánjel María Hernández ha provocado un pequeño terremoto en el mundo educativo, especialmente después de la entrevista con el autor publicada en El Mundo. A un lado se han alineado los que coinciden con el profesor en su visión apocalíptica de la realidad educativa. Al otro, los que consideran que no se debería dar un altavoz a los profesionales que muestran tal desprecio hacia sus alumnos: "Hay personas que jamás tendrían que haber entrado en un aula como docentes".

"Veo estupidez allá donde mire. Ya no comprendo ni soporto nada de lo que hacen. No soporto tanta ignorancia. Casi cada uno de ellos simboliza la imbecilidad" es uno de los fragmentos del libro que más controversia han causado. Hernández fue profesor de un programa de refuerzo educativo en la Ribera de Navarra, una región con altos niveles de inmigración, cuyos estudiantes "procedían de familias muy pobres", como él mismo reconoce. Dejó la docencia el pasado año por la mezcla de desazón, miedo y frustración que le generaban sus alumnos.

Algunos se han sorprendido por la dureza de sus palabras teniendo en cuenta la situación de sus estudiantes. Otros las han aplaudido. La división en dos bandos ha vuelto a reproducir esa guerra entre "profesaurios" y "pedabobos" (recurriendo a los términos despectivos que cada uno emplea para caricaturizar al otro). Los profesaurios le han dado la razón al profesor al empatizar con las razones del docente para abandonar su trabajo, mientras que los pedabobos han celebrado que alguien así, incapaz de mostrar empatía hacia sus alumnos, haya abandonado la docencia.

En redes sociales, cada cual se ha alineado con el bando con el que uno esperaba que se alinease porque la historia del profesor riojano ha servido para reforzar el discurso de cada cual. Por un lado, aquellos catastrofistas educativos que consideran que la frustración y posterior abandono del docente son comprensibles, dado el estado de las cosas. Por otro, los que matizan dichas visiones para recordar que ni de lejos es la realidad educativa imperante, sino un testimonio extremo que no resulta representativo. El tema podría haber sido la utilización de dispositivos tecnológicos en el aula, la utilidad de las competencias educativas o la importancia de los clásicos en el currículo educativo que los bandos habrían sido conformados exactamente por las mismas personas.

En un mes admite que quiere dejar el trabajo. Eso sí es generación de cristal

En este caso simpatizo más con los compañeros "pedabobos". En primer lugar, porque resulta sorprendente que alguien que lamenta la falta de interés de los alumnos admita que en poco más de un mes ya tenía ganas de abandonar el trabajo. Eso sí que es generación de cristal. Es evidente, por lo que cuenta el profesor, que esos alumnos que le levantaban la mano a los profesores, compraban vibradores por internet para revenderlos en el instituto o se metían en peleas todos los fines de semana, pertenecían a entornos socioeconómicos muy desfavorecidos y poco representativos de la realidad educativa. Eran estudiantes que necesitaban su ayuda.

Sobre todo, me alineo con este bando porque sé que a las editoriales y los medios de comunicación nos encanta dar altavoz a los profesores más desencantados, porque siempre llaman mucho más la atención que aquellos que presentan una realidad más positiva o, simplemente, más matizada. Yo mismo lo he hecho en el pasado. Un buen ejemplo es la entrevista que realicé a Luisa Juataney, autora de Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor (Pasos Perdidos) y que se titulaba, muy significativamente, "Cómo la educación española se echó a perder, contado por una profesora veterana".

Fue uno de los artículos más leídos del año en todo el periódico. Como para no serlo. El apocalipsis educativo vende. En la entrevista, la profesora hablaba de la "depreciación de idea de autoridad" o de la "devaluación de la enseñanza" que provocó la LOGSE. No tengo ninguna duda de que lo que cuenta Juataney, una mujer inteligente y de una larga trayectoria, era sincero. Pero como ocurre con todos los libros basados en experiencias personales, parcial a su visión del mundo. La pregunta que me he hecho a lo largo de todos los años es si habría tenido tanto éxito o, siquiera, si la editorial se habría planteado editarlo si la visión que ofrecía de la educación española fuese más amable.

La triste respuesta a la que he llegado es que no, que ni ese libro habría llegado a mis manos ni yo habría publicado la entrevista. Tuvo tanto éxito porque hay un amplio sector de la sociedad que está deseando que le digan que sus hijos, o más bien, los hijos de los demás, son idiotas. Que la educación española es una basura, que cualquier tiempo pasado fue mejor y que las ideas progresistas "pedabobas", que desprecian el conocimiento y quieren que los niños se pongan a jugar todo el día con sus móviles, han arrasado con todo lo que funcionaba. Tenemos la fea tendencia de dar siempre voz a los discursos más radicales y obviar los más ponderados, que son la amplia mayoría.

Esta clase de libros y entrevistas generan tanto interés porque proporcionan una sensación de "catástrofe social", el término que utiliza el siempre certero experto educativo Carlos Magro, que sintoniza con cierta visión política conservadora. Sin plantearlo de manera abierta, estos testimonios en apariencia inocentes sobre la realidad educativa refuerzan una visión del mundo nostálgica y retrógrada en la cual todos los cambios educativos (y sociales) que se han producido han ido a peor.

Otra expresión más de esta nostalgia intelectual que sugiere que antes todos éramos muy listos y ahora, muy tontos. Al centrarse en la responsabilidad individual de los alumnos, se ignoran las causas sociales que explican esa aparente devaluación educativa.

Dónde vamos a ir a parar

Que determinadas reformas educativas no hayan funcionado como se esperaba puede ser verdad, pero estas manifestaciones son enmiendas a la totalidad que en realidad sirven para que todos se laven las manos. Es que son cada vez peores, es que no hay quien les aguante, es que a dónde vamos a llegar. Los profesores frustrados señalan a sus antecesores o a los padres, los padres a los profesores y la tecnología, y mientras tanto, las causas estructurales como el descenso en inversión económica que pueden explicar haber llegado hasta este punto siguen en pie.

El de la devaluación educativa es un discurso que he escuchado con frecuencia entre los profesores, a veces más por simple imitación que por verdadero convencimiento. Como uno de esos lugares comunes que se comentan durante la comida, hace que todo el mundo asienta y se pasa a otra cosa. Muchos de los profesores que se quejan en realidad no piensan mal de sus alumnos. Al final, pasa lo que pasa en todos los empleos: que se patalea un poco con los compañeros pero al final vuelves cada lunes al trabajo.

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Yo, por mi parte, soy de la opinión de que el ser humano no cambia tanto de una generación a otra. Es decir, que lo que diferencia a padres e hijos no es ningún gen misterioso que convierta a sus descendientes de repente en vagos irrecuperables, sino las condiciones en las que se han criado y que, mira por dónde, no son responsabilidad suya sino de sus mayores, es decir, de sus padres y sus profesores. Se apunta al niño cuando las causas hay que buscarlas en otro lugar.

Durante mucho tiempo defendí que no se escuchaba lo suficiente a los profesores, y de hecho publiqué un libro en el que les intentaba dar voz porque sentía que no era así. A medida que han pasado los años me he dado cuenta de que en realidad a los que no se escucha es a los principales afectados por los problemas educativos, los alumnos, que además son caricaturizados, ridiculizados o vilipendiados por aquellos que deberían ayudarlos sin que puedan ejercer su derecho a réplica. Es mucho más fácil defender que los chavales son tontos, porque no van a quejarse, que reconocer que si de lo que se trata es de reducir la realidad a una cuestión de disciplina individual, a lo mejor los tontos son sus profesores o sus padres.

La publicación de Había del verbo a ver. Diario del instituto (Pepitas Editorial) de Ánjel María Hernández ha provocado un pequeño terremoto en el mundo educativo, especialmente después de la entrevista con el autor publicada en El Mundo. A un lado se han alineado los que coinciden con el profesor en su visión apocalíptica de la realidad educativa. Al otro, los que consideran que no se debería dar un altavoz a los profesionales que muestran tal desprecio hacia sus alumnos: "Hay personas que jamás tendrían que haber entrado en un aula como docentes".

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