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Ni tus hijos son tan tontos como crees ni tan listos como dicen
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'TRINCHERA CULTURAL'

Ni tus hijos son tan tontos como crees ni tan listos como dicen

'Profesaurios' contra 'pedabobos', la educación española se ha internado en una guerra en la que se caricaturiza al adversario y se pasa por alto todo lo que ambos tienen en común

Foto: Dos estudiantes haciéndose un test de coronavirus. (Reuters/Matthias Rietschel)
Dos estudiantes haciéndose un test de coronavirus. (Reuters/Matthias Rietschel)

Una de las ventajas de analizar la actualidad desde la barrera y con el palillo en la boca es que resulta muy cómodo, claro, pero también permite percibir determinados vicios antes de que los que incurren en ellos se den cuenta. Como periodista que de vez en cuando se zambulle en la realidad educativa, estoy empezando a percibir el estallido de una guerra hasta ahora más o menos sorda y que lleva en marcha décadas (tal vez 30 años, desde el nacimiento de la LOGSE) pero que quizá no había sido tan evidente como hoy. Una batalla que ya no se produce en los centros educativos, sino en la red, en los periódicos y en las librerías.

Esta guerra enfrenta dos formas paradigmáticas de ver la educación, cada una de las cuales se presenta como reactiva a la otra. Durante los últimos años ha cobrado cada vez más fuerza un discurso que lamenta la desaparición de los contenidos en las aulas en favor de las competencias, que asegura que se ha perdido la conocida como cultura del esfuerzo y que lamenta la deriva pedagogista de la educación española, al menos, desde la ESO. Es una visión que comparte gran parte de la sociedad, especialmente los sectores más conservadores, y que suscita gran interés, como sabemos los periodistas que hemos dado voz a estos discursos alguna vez.

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Frente a ella hay otro discurso que considera que esta visión es nostálgica, que idealiza un pasado que en realidad no fue exactamente así (ni, desde luego, tan positivo como parece presentarse) y que en su supuesta defensa de la igualdad social no hace más que reforzar los principios neoliberales. Que los profesaurios, como a veces los llaman, son inmovilistas, retrógrados y temen perder sus privilegios como docentes. Para quien quiera entender un poco más la situación, hace año y medio escribí un artículo al respecto.

No me escondo: yo me siento más cerca de estos últimos que de los primeros. Sin embargo, quizá a causa de ello, empiezo a preguntarme si este debate no está degenerando en una guerra de trincheras que pierde de vista las sutilidades de la realidad y que amenaza con enfrentar a dos bandos que probablemente tengan en común más de lo que piensan. Que es posible que, de sentarse cara a cara despojándose de sus retóricas, terminarían coincidiendo mucho más de lo que pensarían en sus diagnósticos.

Hay varias razones que me han llevado a planteármelo. Por un lado, la publicación de una tribuna en CTXT por parte del colectivo de docentes DIME (a algunos de los cuales siempre sigo con interés) que calificaba estos discursos como "rojipardos". Gran parte de lo que los firmantes señalaban en el texto lo he pensado yo también: que bajo el discurso conspirativo hay un alto grado de clasismo y elitismo, que incurren en el revisionismo histórico en su melancolía de la EGB o que bajo su discurso antineoliberal se afianzan en posiciones totalmente conservadoras, como si fuesen un quintacolumnismo neocón disfrazado de discurso igualitarista.

placeholder Un grupo de estudiantes viendo el Mundial de fútbol. (EFE/Santiago Carbone)
Un grupo de estudiantes viendo el Mundial de fútbol. (EFE/Santiago Carbone)

Por otro, recientes conversaciones con docentes de orígenes muy diversos y poco o nada sospechosos de inmovilismo, que planteaban diagnósticos semejantes a los de estos rojipardos, como la escasa preparación de los alumnos al llegar a la universidad o sus problemas actitudinales, me han llevado a plantearme si bajo todas esas acusaciones y discursos no hay un malestar innegable que corre el riesgo de ser ignorado. Si no se está caricaturizando lo que, más allá de nostalgias y retóricas particulares, que como siempre no dejan de ser una forma de entender la realidad y sobre todo de generar un discurso más o menos coherente ante una problemática compleja, no deja de ser razonable o, al menos, discutible.

Mi última epifanía se produjo al entrevistar al profesor de la Universidad de Valencia, Salvador Pons Bordería, que está liderando una campaña para que el Ministerio de Educación se replantee el borrador de la próxima EvAU. Aunque sus postulados, haciendo énfasis en el contenido y en la devaluación educativa, podría colocarle en el lado de los rojipardos, sus reivindicaciones son razonables examinadas al detalle. Como él mismo me comentó durante la entrevista, "parece que si estoy a favor de la LOMLOE soy de izquierdas y, si estoy en contra, soy de derechas". Una división que ya había enturbiado la política educativa pero que ahora amenaza con hacerlo en toda la educación.

En un debate es recomendable presuponer la mejor de las intenciones al adversario

Es verdad que gran parte de este discurso neorrancio educativo, al que yo me referí en parte cuando hablaba de la nostalgia intelectual, se ha basado en la caricaturización del pedagogismo o de toda visión progresista del aprendizaje. Ha terminado tomando el todo por la parte y acusando al contrario de querer destruir el ascensor social o de que los colegios se hayan convertido en parques de atracciones, una de las reducciones al absurdo más repetidas. Pero también que la respuesta no puede ser otra caricaturización que pase por alto los retos educativos actuales y que caiga en un triunfalismo optimista que no deje lugar a las críticas.

Dos bandos que son uno

No hay actitud más saludable en un debate que la de presuponer la mejor de las intenciones al adversario. Es lo que me propongo cuando leo a Andreu Navarra, autor de libros como Prohibido aprender o Devaluación continua; a Ani Pérez, autora de Las falsas alternativas: pedagogía libertaria y nueva educación o a Alberto Royo, con quienes no estoy de acuerdo la mayoría de ocasiones, pero que sé que lo que cuentan no lo cuentan de manera ociosa o movidos por intereses espurios. Sin compartir sus apreciaciones, algunas de sus argumentaciones no son banales, sino que incluso en el peor de los casos son intuiciones que apuntan a malestares educativos con los que muchos profesores conviven en su día a día.

placeholder Un grupo de niños con su profesora. (EFE/Mariscal)
Un grupo de niños con su profesora. (EFE/Mariscal)

No creo que los chavales de hoy estén tan mal preparados, que sean tan ignorantes y caprichosos como señalan los nostálgicos intelectuales, pero tampoco creo en el triunfalismo con que a veces los retratan desde la otra orilla, como si la reducción de los niveles de fracaso educativo fuese justificación para sentarse a disfrutar de las palmaditas en la espalda. Creo que, efectivamente, sí hay problemas de concentración, de abuso de pantallas, de reducción del tiempo de lectura, entre otras razones, porque son cosas que también están ocurriendo a los adultos; son retos que trascienden, al menos en su diagnóstico, lo político. Otra cuestión es que las soluciones pasen por lo político y ahí cada cual abogue por lo suyo.

Si alguien ajeno al mundo educativo entra en Twitter estos días, o se lee las acusaciones cruzadas entre unos y otros en blogs, probablemente no entienda nada, de igual manera que el recién llegado a una familia no conoce la acumulación de rencillas entre sus miembros que explotan en la cena de Navidad. Son mensajes llenos de sobreentendidos, referencias implícitas y simplificaciones que suelen pasar por alto la complejidad del pensamiento. Lo que suele ocurrir con el pensamiento de grupo es que una vez que se conforman distintos bandos es muy difícil salir de dinámicas en las cuales el adversario es ridiculizado y reducido a unos rasgos banales, mientras que los nuestros son los que siempre tienen la razón, toda la razón y nada más que la razón (y, además, los únicos que actúan de buena fe).

Los debates no son más que una excusa para reforzarnos frente el enemigo

Cuando comenté todo esto a una compañera me respondió que era muy fácil ser equidistante, y es posible, aunque también es verdad que desde la equidistancia se ven bien los sesgos ajenos, como ese reduccionismo creciente en los discursos educativos en los que es muy fácil prever qué y cómo va a opinar cada cual sobre cada tema. El maniqueísmo de los dos bandos es el siguiente paso en un debate viciado que tal vez dio el salto mediático con el Panfleto antipedagógico de Ricardo Moreno Castillo, el primer momento en el que se percibió lo rentable que resultaba convertir el debate educativo en confrontación y lo tranquilizador que es reducir el mundo a caricatura.

Uno de los grandes problemas de la política actual son los debates meta, en los cuales el asunto a debatir y sus sutilidades dan exactamente igual, porque en realidad no son más que una excusa para reforzar tus propias posiciones frente al enemigo. Al final, cuando las comunidades (como en este caso la educativa) se dividen en dos, forzando, aunque sea de forma implícita, a que todo el mundo tome partido, se olvidan los problemas para terminar discutiendo únicamente sobre uno mismo y los demás hasta llegar a ese punto en el que ya nadie recuerda por qué estábamos enfrentados.

Una de las ventajas de analizar la actualidad desde la barrera y con el palillo en la boca es que resulta muy cómodo, claro, pero también permite percibir determinados vicios antes de que los que incurren en ellos se den cuenta. Como periodista que de vez en cuando se zambulle en la realidad educativa, estoy empezando a percibir el estallido de una guerra hasta ahora más o menos sorda y que lleva en marcha décadas (tal vez 30 años, desde el nacimiento de la LOGSE) pero que quizá no había sido tan evidente como hoy. Una batalla que ya no se produce en los centros educativos, sino en la red, en los periódicos y en las librerías.

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