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"La gran estafa de los teleoperadores": el trabajo basura que todos amaban
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"La gran estafa de los teleoperadores": el trabajo basura que todos amaban

El aquelarre laboral escondía un lucrativo negocio de recaudación de fondos por teléfono

Foto: Fotograma de 'La gran estafa de los teleoperadores'.
Fotograma de 'La gran estafa de los teleoperadores'.

Para ser teleoperador te piden título universitario. Esto se hace para que las personas sin formación alguna no pierdan su oportunidad de llegar a ministros. Para ser ministro no te piden ni saber inglés. En España (o, al menos, en mi tiempo), trabajar haciendo llamadas aleatorias que molesten a ciudadanos a cualquier hora del día era la salida alimenticia de todos los que pensaron que pasar por la universidad era una salida alimenticia. Hay, en los call center, mucho escritor frustrado, mucho fotógrafo promisorio, hasta algún presentador ocasional de televisión. Lo mejor de España está en un call center; o, al menos, lo mejor de la España que fracasa.

En Estados Unidos parece que es al revés. Para ser teleoperador sólo tienes que situarte un milímetro a la derecha de la delincuencia, un paso por detrás de la drogadicción, un segundo antes del suicidio. La gran estafa de los teleoperadores (HBO) va de gente que nos hace el favor de trabajar en lugar de allanar nuestro domicilio.

placeholder Cartel de 'La gran estafa de los teleoperadores'.
Cartel de 'La gran estafa de los teleoperadores'.

Es una serie brutal, cutrísima, tristísima. Tiene, como adjetivos, tres episodios. Lo brutal se concentra en el primero. El espacio laboral, como dicen los sindicalistas, es el de una empresa puntera en el telemárketing. Su modelo de negocio es que gente que nadie quiere contratar (ex convictos, drogadictos y ex drogadictos, camellos…) se pase ocho horas haciendo llamadas para pedir dinero en nombre de alguna organización sin ánimo de lucro cuyo titular los americanos lleven en el corazón. O sea, básicamente se pide dinero para la policía. Hay muchos americanos que aman a la policía, y eso que no la fundó Franco.

Entonces un drogadicto te pide dinero para la policía y a la policía le llega un 10% (o nada, según vamos averiguando). Las viejecitas dan un año 30 dólares, y al año siguiente (hay un registro minucioso de su generosidad), se consigue que den 45. A algunos delincuentes les entra la risa floja al verse financiando asociaciones policiales (“Llamaba en nombre de la policía colocado hasta las cejas”.). En el trabajo se puede fumar porros y vender papelinas. Lo peor de cada casa (“basura blanca”, mayormente) consigue hacer rico a lo peor de cada mansión. Estamos a principios del siglo XXI y entonces el telemárketing era como ahora Puigdemont: nadie sabe hasta dónde puede llegar esta gente.

El mejor trabajo de mi vida

Así contada, la serie sería un poco como cualquier cosa. Pero su gracia definitiva está en la identidad de los creadores: los propios teleoperadores. Por fin el comunismo llega a HBO, amigos.

Entre hombres desdentados y con cortes de pelo de 4 dólares, y mujeres de lo mismo, y gente toda fea y arrabalera, un joven se decide a grabar el día a día de la oficina. Por eso, de los porros en el lugar de trabajo, de la cocaína y del aquelarre generalizado hay pruebas fehacientes. Años después, nuestro hombre, Sam Lipman-Stern, toma toda esa pacotilla audiovisual y la convierte en los cimientos de una delirante investigación. Los call center caritativos son un timo, y América tiene que saberlo, y sobre todo HBO. Lo curioso es que el documental no consigue en ningún momento que la “gran estafa” nos importe lo más mínimo.

Al final la serie trata de lo que la vida hace con la gente que no tiene ninguna oportunidad. Destruirla minuciosamente

Porque el gran interés de la serie es otro: la ternura que desprende ver a dos inútiles haciendo algo con su vida, algo que creen digno de Michael Moore (citado exactamente en ese sentido en el primer capítulo) o de Woodward y Bernstein, el Watergate de los call centers. Lipman-Stern se une a su amigo Pat Pespas (“leyenda del telemárketing”) y empiezan a llamar a gente por teléfono, y esa es su gran investigación. Normalmente hecha desde un McDonalds.

placeholder Los dos amigos de la serie.
Los dos amigos de la serie.

La cosa abarca desde 2002 a 2020, tiempo suficiente para que la relación de los dos amigos suba y baje, y la vida salve a Lipman-Stern (no en vano, está haciendo un documental para HBO) y condene a Pespas. Porque al final la serie trata de lo que la vida hace con la gente que no tiene ninguna oportunidad. Destruirla minuciosamente.

Todos estos desgraciados, delincuentes, deformes y solterones recuerdan con cariño el peor trabajo del mundo, su época juvenil ganándose la vida en las trincheras del timo moderno. Amaron su trabajo basura y no querrían ningún otro, dicen expresamente en varios momentos. La gran estafa de los teleoperadores es un documento casi anómalo donde por fin vemos gente pobre, y podemos llegar a intuir cómo seríamos nosotros si nos quitaran tanta buena suerte.

Para ser teleoperador te piden título universitario. Esto se hace para que las personas sin formación alguna no pierdan su oportunidad de llegar a ministros. Para ser ministro no te piden ni saber inglés. En España (o, al menos, en mi tiempo), trabajar haciendo llamadas aleatorias que molesten a ciudadanos a cualquier hora del día era la salida alimenticia de todos los que pensaron que pasar por la universidad era una salida alimenticia. Hay, en los call center, mucho escritor frustrado, mucho fotógrafo promisorio, hasta algún presentador ocasional de televisión. Lo mejor de España está en un call center; o, al menos, lo mejor de la España que fracasa.

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