Lo que ocurre cuando te pasas media vida vagando por la ciudad más brutal de Europa
Una cita falsamente atribuida a Le Corbusier dice que Belgrado es "la ciudad más fea en el lugar más bonito". El autor tumba el tópico desde las tripas de la capital con más carácter de Europa
Miguel Roán (Vigo, 1981) pasó tantos años deambulando por Belgrado (Serbia) que acabó haciéndose amigo de un anciano ermitaño que vive en una isla del río Sava, en una cabaña de madera. A esto le dedica un capítulo entero en su último libro (Belgrado brut, crónica íntima de la ciudad blanca). Es un texto extraño e intrigante, a medias entre un diario personal, un tratado urbanístico, una oda al brutalismo y la historia de una ciudad. Una lectura poliédrica y un poco atormentada, ilustrada con sus propios dibujos, que tiene el mérito de parecerse mucho a la ciudad que retrata. Después de más de veinte años dedicado al tema, el autor se ha convertido en una de las voces más respetadas en español para hablar de los Balcanes. Responde a las preguntas por videoconferencia, desde una ciudad de Alemania.
PREGUNTA. Se ha puesto de moda hablar y escribir de la identidad de las ciudades. Es un buen reclamo turístico y algunas de estas identidades acaban siendo muy forzadas. No es el caso de Belgrado, que tiene un carácter fortísimo. Creo que ese es uno de los temas de tu libro.
RESPUESTA. Casi siempre se habla de Belgrado como un punto intermedio entre el este y el oeste, como un elemento de transición entre Viena y Estambul. Pero precisamente por esa indeterminación histórica mantiene una identidad tan firme, que no está vinculada a ningún elemento cultural ni nacional, sino que tiene que ver con su aislamiento, incluso geográfico. A pesar de estar en el continente europeo, pertenecen también al espacio eslavo, al mundo oriental, desde el mundo anatólico hasta Asia. Y luego está la identidad de ciudad bombardeada. Ha vivido cuatro bombardeos que la destruyeron completamente: dos en la Primera Guerra Mundial, dos en la Segunda Guerra Mundial. Y otro bombardeo en los años 90 que reavivó el trauma.
P. En el último bombardeo la destrucción fue mucho más leve.
R. No fue derruida por las bombas, pero destruyó el alma de la ciudad. El bombardeo de la OTAN acabó con la tradición multiétnica por herencia otomana. Y acabó con una ciudad que había sido capital del mundo no alineado durante la Yugoslavia socialista. De repente volvió a su identidad de resistencia, una identidad de soledad, que no es comparable a ninguna otra ciudad europea.
P. Pero hay más rasgos de carácter en Belgrado, ¿no?
R. Yo en realidad quería contar tres ciudades. Quería contar esa sociedad descompuesta, dislocada en diferentes periodos civilizatorios. Pero también quería contar el Belgrado en remontada, ese concepto de la nueva Berlín que resurge del aislamiento otra vez y que tiene unas dinámicas culturales interesantísimas: centros culturales, salas de concierto, etcétera, además de su conexión con las principales universidades del mundo gracias a la diáspora. Y finalmente, el Belgrado ortodoxo que deja atrás la herencia otomana multiétnica, y la herencia comunista no alineada, y crea una ciudad de serbios ortodoxos que levantan enormes iglesias como el templo de San Sava.
P. En el libro explicas que, durante muchos siglos, los serbios eran una minoría en la ciudad. Hablas del culto a la carne de cerdo de los serbios campesinos que llegaban a Belgrado, algo muy característico de las sociedades que han convivido o tenido frontera con el mundo musulmán. Algo que permanece.
R. Con la desaparición del Imperio Otomano, no ha habido ningún Estado que se haya consolidado en Serbia, ni el monárquico, ni el socialista… ninguno. Por eso, la sociedad serbia siempre se ha reunido en torno a una tradición, a leyendas y mitos. Como no hubo una revolución industrial equiparable al resto de sociedades europeas, se han mantenido referencias costumbristas y ligadas al campo, en lugar de imitar a otros países. Durante la época comunista se produjo una tensión muy fuerte entre la cultura urbana y la cultura rural. El mundo de los campesinos, el de las tradiciones, era denigrado. Tito los llamaba "pequeños capitalistas". Pero luego fueron ellos quienes mantuvieron la estabilidad y la supervivencia económica durante la transición en los años 90. Como otros campesinos, son desconfiados con las inercias políticas y las modas y permanece una cultura popular en torno a la carne de cerdo, a la rakija (licor), el haivar (crema de pimientos), a la celebración de la Slava… Se ha convertido en un elemento de cohesión nacional y en una forma de reivindicar su manera de vivir frente al poder, un poder que ha sido siempre un motivo de conflicto más que de servicio público. Si te fijas, uno de los espantajos que se utilizan para oponerse a la entrada en la UE es que la regulación europea no va a permitir que la gente acumule pimientos en casa para hacer haivar casero y venderlo, o que se prohíban los alambiques para destilar rakjia en el jardín de casa.
P. Hay lugares en el mundo en los que no pasa nada impactante durante siglos, mientras que en Belgrado la historia está acelerada: guerras, revoluciones, magnicidios, remontadas, crisis…
R. Yo creo que hay un malentendido con esto. Piensa que empieza a haber un conocimiento de los Balcanes en la época moderna, con la decadencia otomana, y sobre todo a partir de los viajes de periodistas y escritores como Lord Byron o Rebecca West. En realidad, ha habido épocas de estabilidad durante el Imperio Otomano, casi cuatro siglos de tranquilidad cuando el resto del mundo era un lugar convulso. Eso fue antes de que se pusiese de moda el exotismo balcánico en Occidente.
P. De acuerdo, pero a partir de ese punto...
R. A partir del siglo XIX se produce un conflicto cada 40 o 50 años. Revoluciones nacionales, revoluciones campesinas, el Congreso de Berlín acaba con las fronteras nacionales, luego las guerras balcánicas, luego la primera guerra mundial… Suele ser un comentario muy típico de los abuelos, que les dicen a sus hijos que se preparen porque lo normal es vivir uno o dos grandes conflictos a lo largo de una vida. Por ejemplo, la abuela de un conocido llegó a tener ocho pasaportes diferentes: el del Imperio austro-húngaro, el del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, la Yugoslavia monárquica, el Estado independiente de Croacia, la Yugoslavia de Tito, la ley de ciudadanía de la República Srpska, el de Bosnia y Herzegovina y el de la República de Serbia.
P. Y esto influye en su manera de entender el mundo.
R. Hay una cierta estabilidad desde hace casi 30 años, pero si lees los tabloides y la prensa local, todos los días parece que va a estallar la Tercera Guerra Mundial y eso somete a la sociedad a un estado de psicosis. La clase política instrumentaliza ese miedo a la inestabilidad, esa nube sobre la cabeza, como se dice en Belgrado. A nivel político es muy complicado proyectarse en el futuro en este clima. Cuando tienes una tradición de derrotas políticas, de desastres, es muy difícil utilizar la esperanza como un mecanismo de adhesión.
P. Ese fatalismo empapa todo.
R. Existe ese fatalismo estoico que a veces lo impregna todo, incluidas las relaciones humanas. La intelectualidad local utiliza mucho ese pesimismo existencial, que se basa en la experiencia del pasado. De hecho, el pesimismo se interpreta como una forma de inteligencia, porque el optimismo es inocente, ignorante… Es muy difícil que calen los discursos optimistas y las buenas intenciones, como la entrada en la Unión Europea. Hay una desconfianza a cualquier promesa de futuro esperanzador. Y es muy difícil que penetre en la sociedad.
P. Cuando Belgrado fue la capital de la tercera vía, aquella sí fue una época de optimismo. Tú le dedicas un capítulo entero.
R. Frente a la visión de los Balcanes como un lugar anclado en el pasado, durante aquellos años fueron vanguardia. Hay que reconocer el mérito de lo que pasó después de 1945, cuando la sociedad yugoslava tenía unos niveles de analfabetismo muy elevados y era eminentemente una sociedad rural. En apenas unos años, los que van desde 1945 a 1952, se puso al nivel de las grandes capitales europeas, por ejemplo a nivel arquitectónico. Se acogió a todos estos arquitectos que habían estudiado con Le Corbusier en París y se les dio la libertad para desarrollar un proyecto de ciudad moderna. Y al margen de las discrepancias políticas sobre la figura de Tito, hay que reconocerle el enorme valor que tuvo distanciándose de la URSS, diciéndole que no a Stalin, y estableciendo su propia vía geopolítica independiente también del Reino Unido, Francia y Estados Unidos.
P. Es un episodio casi olvidado que cobra actualidad hoy con los cambios geopolíticos en ciernes.
R. Tito invitó a todos los embajadores yugoslavos a explorar alianzas con países que en aquella época eran muy débiles porque acababan de ser descolonizados. Se inventó una alternativa al mundo bipolar de la época y le dio una gran capital, convirtiendo Belgrado en un centro geopolítico del mundo. Y lo hizo sobre una ciudad que había sido destruida casi totalmente años antes y con una sociedad que estuvo entre las más castigadas de Europa en las dos grandes guerras. Belgrado era la primera ciudad que visitaban los líderes y jefes de Estado africanos y asiáticos. Y era la primera ciudad comunista que visitaron celebridades como los astronautas que viajaron a la luna. Hubo proyectos arquitectónicos, educativos y empresariales que conectaban Belgrado con las zonas más remotas del mundo. Hay que recordar que, antes de llegar a esa actitud de desconfianza frente a los grandes bloques, los Balcanes habían sufrido los efectos catastróficos de varias guerras que no eran propias, sino que estaban relacionadas con los intereses de las potencias centrales, guerras financiadas desde fuera.
"Los Balcanes habían sufrido los efectos de varias guerras que no eran propias, sino que estaban relacionadas con los intereses de otros"
P. Un hilo conductor del libro es la arquitectura y el urbanismo. Las referencias al brutalismo están ya en el título. Es otro tema que está de moda: urbanismo como forma de hacer política. ¿Qué lecciones al respecto nos ofrece Belgrado?
R. Toda la historia convulsa de la ciudad está marcada en su urbanismo y su arquitectura. Cada periodo supone un cambio y eso hace que la trayectoria de Belgrado sea la de una ciudad incompleta. La élite austrohúngara intentó ordenar Belgrado como París o como Barcelona, y para ello tuvo que tirar abajo una ciudad hecha de calles estrechas y abigarradas, una ciudad otomana, para hacer una capital monumental de grandes avenidas. Al pasar de mano en mano, cada gobierno trajo su propia idea. Arrasó y reconstruyó. Y luego los bombardeos volvieron a limpiar el lienzo. Por eso digo que es una ciudad incompleta, que tiene esa fama de ciudad extraña con edificios otomanos, vieneses, bizantinos, art decó, brutalistas, avant garde... Al final se produce una descomposición urbanística que a simple vista no es atractiva a los ojos, porque la estética demanda una cierta homogeneidad, un criterio…
P. No sé si es atractiva a los ojos, pero ese desorden es fascinante.
R. Claro, claro. A mí me atrae mucho porque es un reflejo de la realidad social y de la realidad humana. No somos sujetos planos, tenemos contradicciones, dobleces, etapas, dependemos de nuestro contexto, de la coyuntura, vamos cambiando y creando nuestro carácter con retales de lo que nos va ocurriendo. Esa autenticidad de Belgrado a la hora de expresarse como una ciudad descompuesta a mí me atrae mucho. Tiene un elemento genuino y auténtico que vale la pena reivindicar.
P. Hay quien ha vivido los últimos años de Belgrado como una involución. La modernización del país se frenó y se volvió la mirada al nacionalismo. Tú lo explicas hablando del punk y del turbo-folk.
R. El punk siempre fue un movimiento minoritario, pero precisamente por eso refleja muy bien lo que era Yugoslavia. Poco antes de la guerra, apenas un cinco por ciento de la población se declaraba yugoslava. Ese vínculo, que sigue existiendo hoy en día, se da solo entre las capitales de las diferentes repúblicas. Igual que el punk. Se retroalimenta de Zagreb a Sarajevo, a Belgrado, entre las capitales que representaban lo que era la vertebración del estado yugoslavo, de los hijos de parejas del aparato militar, de los matrimonios mixtos. Los que escuchaban punk. Esa fue la primera generación yugoslava. Pero construir un estado lleva mucho, mucho tiempo. Crear una identidad lleva mucho, mucho tiempo. Además, Tito cometió el error de vincular el estado yugoslavo a la ideología socialista, en lugar de inventar una identidad nacional yugoslava. Una vez muerto el socialismo, se muere el estado. Y el punk yugoslavo se murió también.
P. Y se impone el turbo-folk, la música nacionalista por excelencia. La que escuchaban los mafiosos y los criminales de guerra.
R. Una vez que se descompone el estado, desaparece la conexión entre las capitales, y cada capital se convierte en el centro de un nacionalismo diferente. La dinámica urbana y cosmopolita que representaba el punk era también muy clasista, eso también hay que decirlo. Yo sobre el tema del nacionalismo hago una doble lectura. El nacionalismo amenazante, el nacionalismo agresivo, el nacionalismo supremacista, etcétera. Todo eso es verdad. Pero el nacionalismo también es un elemento de cohesión que reúne a la sociedad en torno a valores. Ante el desorden, el caos y el anarquismo de la fragmentación de Yugoslavia, aparece el nacionalismo. Y su música no puede ser el punk de una pequeña élite urbana conectada al exterior, sino el turbo-folk. Folclore con bases electrónicas. El equivalente a Azúcar Moreno.
P. Belgrado es una ciudad en la que los edificios más modernos son las iglesias, mientras que los edificios civiles se caen a pedazos a menudo. El mundo al revés.
R. Mucha gente de mi generación empezó a bautizarse con 18 años. Fue una moda. Y ahora hay un poder político nacionalista que invierte mucho dinero en promocionar la cultura y la religión ortodoxa. Dinero en templos, monasterios, en renovar edificios que tienen una historia muy breve. Mientras, todo ese mundo arqueológico inconmensurable, que tendría gran valor turístico y patrimonial, está abandonado. Yacimientos romanos, otomanos, etcétera…
P. El estigma de la guerra no se acaba nunca. Es lo primero que le viene a la cabeza a casi cualquier extranjero cuando escucha hablar de Belgrado.
R. Belgrado acarrea con una doble leyenda negra. Primero, la leyenda negra vinculada a los Balcanes. Se utiliza ya como adjetivo, balcanizar, para hablar de cualquier estallido. Es una carga muy pesada, que lleva gestándose dos o tres siglos. Pero luego hay otra leyenda negra, la provocada por la demonización del pueblo serbio que se produjo durante la intervención de la OTAN. Esa propaganda, esa campaña de deshumanización del pueblo serbio, se escuchaba también en Serbia. Y eso tuvo un impacto, claro. Destrozó la autoestima nacional. En apenas una década pasaron de ser líderes de poder blando durante la Guerra Fría, ciudadanos que tenían el pasaporte rojo que les permitía viajar al este y al oeste, unas condiciones de vida muy superiores a las de cualquier país del este europeo. Pasaron de eso… a convertirse en una sociedad con muy mala reputación. Desmontar todo eso no es sencillo, sobre todo porque no hay una gran capacidad de resarcirse, de exportar su propio relato al mundo. Pero también creo que está mejorando un poco.
P. Utilizas en el libro una historia que a mi me impactó mucho: la construcción del Belgrade Waterfront, un complejo urbanístico de lujo frente al río Sava, que se hizo sobre los terrenos de gente que fue desalojada a medianoche por mafiosos que tiraron sus casas. Nadie salió en su defensa y la prensa evitó el tema. Es un ejemplo de lo que pasa cuando colapsa el Estado de derecho.
R. A mí también me parece una historia que refleja cuestiones principales del Belgrado actual. Cada generación política ha tenido su propio concepto de la ciudad y, en esta época, lo moderno es replicar los skyline de Doha, de Singapur, etcétera. Ciudades con rascacielos de cristal. Ciudades con brillantina. Ciudades basadas en el consumismo, construidas como una maqueta. Así que han levantado unas torres enormes delante del río Sava con precios prohibitivos que casi nadie se puede permitir. Hay que reconocer que es coherente con la descomposición arquitectónica de la ciudad de la que hablábamos. Cada poder político añade su capa y, en esta etapa, tocan rascacielos.
P. Pero también es un reflejo de la degradación de la vida política.
R. Resume la forma de entender el poder surgida tras el derrocamiento de Milosevic, e intensificada con la llegada de Aleksandar Vučić en 2014. Se convierte en el líder indiscutido, con una gran acumulación de poder. Controla la política, las instituciones y los medios de comunicación. Captura todo el estado. Eso permite que ocurran estas escenas que resultan incomprensibles en un estado de derecho: que un grupo de hooligans entren en un barrio con bulldozer a media noche, destruyan una calle entera y expulsen a los propietarios. Que las casas desaparezcan del catastro de la propiedad y que no haya ningún tipo de responsabilidad, ni política, ni legal, por esta barbaridad. Las instituciones se lavan las manos y los medios lo ignoran. Es un reflejo muy clarividente de lo que significa esa acumulación de poder.
"Ciudades basadas en el consumismo, construidas como una maqueta. Así se han levantado unas torres delante del río Sava"
P. Belgrado está recibiendo a miles de rusos que están abandonando el país por la guerra. Es una ciudad en la que se sienten bien y su llegada ha disparado el precio de los alquileres, doblándolos en algunos casos.
R. No se sabe la cifra exacta de cuántos han llegado porque no necesitan visado. Pasa algo parecido con los cubanos. Pero a nivel local han generado un enorme impacto. Es la primera vez, desde los bombardeos de la OTAN, que Belgrado vuelve a convertirse en una ciudad receptora. Siempre ha sido una ciudad hospitalaria, de convivencia interétnica, pero hacía 30 años es una ciudad predominantemente serbia. Así que, con la llegada de los rusos, estamos en una situación de incertidumbre en la que la sociedad no sabe todavía muy bien cómo comportarse.
P. Los lazos de Serbia con Rusia son estrechos. Hasta sus banderas se parecen mucho.
R. Además Serbia recibió en el pasado a muchos rusos que huyeron de la Revolución de Octubre. Hay una familiaridad en lo que está pasando ahora. Belgrado es tres veces rusófila. Las familias rusas que llegaron el siglo pasado trajeron la literatura, el ballet, la música y otras costumbres que permanecen en la élite intelectual. También hay rusofilia hoy por identificación con un país que sufre el mismo estigma que sufrieron ellos en los años 90: los embargos, la sensación de ser paria... Todo eso crea una vinculación emotiva. Y el tercer vínculo es el de la iglesia ortodoxa. Así que creo que se normalizará la presencia de rusos en Belgrado.
P. ¿Y crees que esa rusofilia marca la posición política del gobierno serbio en la guerra de Ucrania?
R. Serbia no reconoce las sanciones contra Rusia. Pero adopta una posición ambivalente para mantener su autonomía política. Se suele decir que se sienta en dos sillas al mismo tiempo. Lo que pasa es que esas sillas se mueven y Serbia lo intenta rentabilizar. Quiere vínculos comerciales y políticos con la Unión Europea, pero al mismo tiempo no quiere un conflicto con Rusia, entre otras cosas por su dependencia energética. Con todo, el actor clave para Serbia es China, que es un gran inversor, sobre todo en infraestructuras. Una ventaja es que China no discrimina entre miembros o no miembros de la UE. Trata igual a Serbia que a Hungría. Y a pesar de todo lo anterior, Serbia tiene una relación más intensa con la OTAN que con la llamada Hermandad Eslava. El embajador estadounidense en Belgrado elogió el otro día el gobierno de Vučić porque garantiza la estabilidad en la zona.
Miguel Roán (Vigo, 1981) pasó tantos años deambulando por Belgrado (Serbia) que acabó haciéndose amigo de un anciano ermitaño que vive en una isla del río Sava, en una cabaña de madera. A esto le dedica un capítulo entero en su último libro (Belgrado brut, crónica íntima de la ciudad blanca). Es un texto extraño e intrigante, a medias entre un diario personal, un tratado urbanístico, una oda al brutalismo y la historia de una ciudad. Una lectura poliédrica y un poco atormentada, ilustrada con sus propios dibujos, que tiene el mérito de parecerse mucho a la ciudad que retrata. Después de más de veinte años dedicado al tema, el autor se ha convertido en una de las voces más respetadas en español para hablar de los Balcanes. Responde a las preguntas por videoconferencia, desde una ciudad de Alemania.
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