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Muere Fernando Sánchez Dragó, el espectáculo de la libertad
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A LOS 86 AÑOS

Muere Fernando Sánchez Dragó, el espectáculo de la libertad

Hacer lo que le diera la gana fue la enseña de un hombre culto y generoso, inclinado por defecto hacia el escándalo y el estrambote

Foto: Fernando Sánchez Dragó en una corrida de la Feria del Milagro, en Illescas. (EFE/Ismael Herrero)
Fernando Sánchez Dragó en una corrida de la Feria del Milagro, en Illescas. (EFE/Ismael Herrero)

Nos caía bien Fernando Sánchez Dragó porque, pensara lo que pensara de las cosas, lo hacía siempre con ganas de vivir. Fue un escritor que odiaba la tele y vivió décadas de presentar programas en la tele. Se casó incontables veces y exhibió casi como rutina su vida sexual y sus porros diarios y sus ideas salvajes, también frecuentes. Cada uno iba conociendo a Dragó según la generación a la que perteneciera. Para los más mayores, era el autor de Gárgoris y Habidis (1978); para mi generación, el presentador de Negro sobre blanco (1997-2004) en La 2. Y para los más jóvenes, ese viejo de VOX que saca gatos en YouTube y japonesas de paseo.

Traté a Dragó varias veces por su culpa: me invitaba a sus programas de libros. La generosidad de sus espacios televisivos era admirable. Era la generosidad del que lee los libros que le llegan, y decide de pronto dar voz a un autor nuevo. Dragó leía como leen los que aman los libros: con fe, con esperanza, con caridad. Detestaba la obra de Javier Marías, pero le gustó mucho Los enamoramientos. Dense cuenta de lo que es leerse una detrás de otra todas las larguísimas novelas nuevas de Javier Marías hasta que, por fin, te gusta una.

En su programa en Telemadrid, pasó algo que siempre he recordado. En sus programas pasaban muchas cosas (eran en falso directo), pero esta que no olvido sucedió en los pasillos, de camino al plató. Yo iba detrás de él. De pronto, nos adelantó una presentadora. Dragó se volvió y me dijo: "Mira qué piernas". Yo ni me había fijado. Yo tenía unos treinta años y él, como setenta. Me pareció muy sano que, a esa edad, Dragó no pensara en el programa que iba a grabar en unos minutos, sino en unas piernas bonitas.

En ese mismo programa, Dragó se ofreció a llevarme a mi casa. Él vivía, es conocido, por Malasaña, y yo residía entonces en Chueca. Conducía un Jaguar. De camino a Madrid, me contó cosas, no paró de hablar, ahora mismo yo no paro de recordar lo que me dijo hace como veinte años. "El PSOE es el gran problema de España", por ejemplo. O ésta, que me impresionó: "Yo sólo soy escritor. Renunciaría a todo en mi vida, incluso a mis hijos, pero nunca a mis libros". Dragó era inteligentísimo, culto hasta el límite de este vicio, escritor por encima de todo, pero en la vida pública era, sí, un payaso con buena retórica. Lo hacía, presumo (lo ha dicho él mismo), para guarecerse. Cuanto más se exponía, más seguro estaba de que su identidad real no pudiera ser atacada.

El Jaguar avanzaba hacia Madrid. Y empecé a sentirme mal. Yo era joven y estúpido, y me sentía mal porque la gente me iba a ver en el coche de Dragó, cuando callejeara por Malasaña. Dragó ya era un tipo indeseable, marcado, cancelado. Yo no dejaba de pensar en encuentros desafortunados donde un amigo, otro escritor, uno cualquiera de mi edad me viera circular en el coche de Dragó o bajarme del coche de Dragó. Me agarré del asa superior de la puerta para taparme la cara. Hundía la cabeza ya en Malasaña para hacerme invisible. Dragó iba despotricando del barrio, de su suciedad y de su gente. Por entonces, según me contó, acudía todos los domingos al mercado de San Miguel a tomar "champán y ostras", y salía de casa mirando mucho detrás de cada esquina, porque algunos grupos de jóvenes le insultaban y amenazaban. "Cuando van de uno en uno, son inofensivos", sentenció.

Me bajé del coche a toda prisa y me despedí instantáneamente. Me arrepiento mucho de haberme sentido avergonzado de que Dragó me llevara en coche a Madrid. Sólo era un hombre que te leía.

Foto: Fernando Sánchez Dragó posa para EC el pasado marzo. (Alejandro Martínez Vélez)

La valoración que podemos hacer de su obra no le gustaría demasiado. Realmente no fue un gran escritor. Lo primero que leí suyo, en los años 90, fue El camino del corazón, novela espiritual que tenía la gracia de empezar y acabar con la misma frase. Dragó había viajado mucho, traía conceptos de Japón o La India, trazados culturales muy pintones, pero que tampoco superaban el umbral del exotismo literario. Poco a poco, encerrado en la caja tonta, se fue decantando por contar su vida sin filtros de ficción, y escribió algún ensayo. En Y si habla mal de España, es español, se notaba que escribía a toda prisa, descargando ideas y palabras, pero sin armar los libros desde fuera, con estructura y estrategia. Lo mismo podía decirse de sus columnas: era un decir precipitado, casi la inercia de una inteligencia y una cultura enormes, que van dejando rastro casi sin darse cuenta.

Era molestar lo que estimulaba su discurso, y ahora mismo lo más molesto que podía hacerse era dejarse ver en un mitin de Abascal

Yo creo que Dragó siempre fue el mismo. Podría decirse que en los últimos años, con su adscripción a VOX, dio un giro a su ideología o a su modo de vivir, pero lo cierto es que Dragó siempre estuvo donde más molestara. Era molestar lo que estimulaba su discurso, y ahora mismo lo más molesto que podía hacerse era dejarse ver en un mitin de Abascal. Dragó, para los que entendemos su moral artística, nunca podía hacer algo mal, equivocado o alarmante. Estaba perdonado, porque su concurso social era performativo, como si cobrara entradas por dar que hablar, remover conciencias o merecer ataques. Era, realmente, anarquía con todas las consecuencias. Y la anarquía siempre es bonita de ver.

Su muerte, en fin, deja un vacío en el espectáculo intelectual, en el necesario show de la controversia. No hay tanta gente capaz de decir durante toda la vida lo que conviene callar.

Nos caía bien Fernando Sánchez Dragó porque, pensara lo que pensara de las cosas, lo hacía siempre con ganas de vivir. Fue un escritor que odiaba la tele y vivió décadas de presentar programas en la tele. Se casó incontables veces y exhibió casi como rutina su vida sexual y sus porros diarios y sus ideas salvajes, también frecuentes. Cada uno iba conociendo a Dragó según la generación a la que perteneciera. Para los más mayores, era el autor de Gárgoris y Habidis (1978); para mi generación, el presentador de Negro sobre blanco (1997-2004) en La 2. Y para los más jóvenes, ese viejo de VOX que saca gatos en YouTube y japonesas de paseo.

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