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No os metáis con Ana Obregón: nos dice una gran verdad sobre nuestra sociedad
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No os metáis con Ana Obregón: nos dice una gran verdad sobre nuestra sociedad

Los juicios morales sobre la decisión de una mujer popular han sido frecuentes, a favor y en contra, en las últimas fechas. Sin embargo, el problema que señala va mucho más allá de la ética

Foto: Ana Obregón. (EFE/Miguel Oses)
Ana Obregón. (EFE/Miguel Oses)
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Es curioso cómo afeamos las conductas individuales mientras disculpamos de continuo las estructurales. Es una actitud típica de sociedades en decadencia, encantadas de juzgar a los demás, dadas al cotilleo y a utilizar el moralismo para criticar, hacer burla e inventar chistes. Parece que nos encantan estos temas, ya que sirven para mirar por encima del hombro a los demás y sentirnos superiores. Sin embargo, si se eleva la mirada, y de lo que se trata es de abordar causas y consecuencias para poner límites a esas conductas que nos parecen reprochables, ya no nos hace tanta gracia. Nos parece aburrido, e incluso perturbador porque puede ser un ataque a la libertad individual.

En fin, esa atribución de responsabilidad individual a las condiciones estructurales ha sido y es típica de nuestras sociedades en los más diversos campos: si había crisis financiera, siempre aparecía algún Madoff o algún Lehman Brothers a los que señalar como causantes; si las hipotecas no se podían devolver, siempre encontrábamos a algún albañil que había comprado teles de plasma y coches caros, y que no podía hacer frente a los préstamos porque había vivido por encima de sus posibilidades. Todo estaba bien, solo había actores individuales que se habían comportado mal.

Es una forma de esconder los males comunes que tiene mucho que ver con Ana Obregón. Más allá de los términos morales, esta mujer ha decidido tener un hijo/nieto por gestación subrogada porque puede. Y en dos sentidos: porque posee el dinero necesario y porque existen condiciones estructurales que se lo permiten. Y es un asunto relevante políticamente, mucho más que ético, porque esta ha sido y es la base del funcionamiento de nuestra sociedad durante las últimas décadas.

Siempre hay un lugar

Hablamos de nosotros mismos y de nuestro sistema, y lo hemos escuchado mucho últimamente. Como si fuera un orden basado en reglas, en valores y en instituciones sólidas, pero la realidad dista mucho de eso. Lo que llamamos globalización tenía agujeros, estructuralmente diseñados, que posibilitaban que quienes tenían el dinero y el poder suficientes pudieran evadir las normas fácilmente y sin consecuencias. Más que una sociedad global, era una sociedad de la excepción: las leyes funcionaban para casi todo el mundo, salvo para aquellos que poseían la influencia y el capital suficientes.

Si en tu país las normas impiden pagar salarios de miseria, siempre puedes llevar las fábricas a otros cuyas retribuciones son ínfimas

Ha operado en todos los terrenos, lo de Obregón es un ejemplo más. Si en tu país no puedes alquilar mujeres para que gesten niños que luego te venden, siempre hay otro que lo permite. Si en tu país las relaciones sexuales con adolescentes están prohibidas, siempre habrá algún estado al que te puedas desplazar y en el que se hace la vista gorda (turismo sexual, lo llaman). Si en tu país las normas impiden pagar salarios de miseria, siempre puedes llevar las fábricas a otros cuyas retribuciones son ínfimas; si tu país tiene condiciones de producción que impiden niveles elevados de contaminación, siempre puedes trasladar los centros a estados que pasan por alto esas normas; si tu país obliga a pagar impuestos, siempre puedes llevar el capital a otros territorios donde apenas te los cobrarán; si tu país castiga legalmente determinadas conductas, siempre podrás acudir a otro que te ampare e impida la extradición. Y así sucesivamente: si obtienes dinero por medios ilícitos, siempre podrás llevarlo a otro que lo blanqueará y te permitirá adquirir bienes donde sea, porque ese capital ha sido introducido en el circuito legal de un modo que resulta casi imposible de rastrear.

Todo esto, por supuesto, tiene condiciones de posibilidad. Es algo que no todo el mundo puede hacer, solo una parte de la sociedad. Por eso el mundo global ha sido y es una arquitectura de excepciones. Dado que no existe un poder centralizado mundial que permita someter a las mismas normas a todos los participantes, los agujeros se multiplican, y el poder real ha funcionado mediante la utilización de esas brechas, legalmente establecidas la gran mayoría de las ocasiones.

El problema es otro: hemos criado una sociedad de poderosos que piensan que, si pueden, por qué no lo van a hacer

Por eso llama la atención que, cuando estos problemas se manifiestan, se insista en la necesidad de regulación. Un buen ejemplo es la gestación subrogada: quizá, si tuviéramos unas normas adecuadas, podrían impedirse conductas poco éticas. Pero no es cierto, la regulación ya está ahí, y es la que permite que las personas con dinero e influencia puedan saltarse las normas comunes; es eso lo que debería cambiar cualquier regulación.

Además, siempre era posible encontrar, y ha sucedido con enorme frecuencia, expertos, especialistas y analistas que justificaban el orden presente a partir de que era más eficiente, de que impulsaba una sociedad mejor, una economía más vibrante e interrelaciones territoriales mucho más pacíficas. Estas explicaciones aparecían incluso cuando las disfunciones resultaban evidentes: recuerdo cómo, en el cambio de siglo, un entonces diputado socialista me explicaba que acabar con el trabajo infantil en países poco desarrollados creaba un problema mayor que permitirlo, porque muchas familias dependían para vivir de lo que los niños ingresaban con esos empleos en condiciones deleznables. En fin, quizá, si no se hubiera permitido el trabajo infantil, los ocupados serían los padres y no los niños.

Los niños malcriados

De modo que, cuando se afea a Ana Obregón que se deje llevar por sus impulsos y haga algo que parece poco adecuado, debemos entender que resulta en cierta manera natural que ocurra. Podemos entender que una persona quiera llenar el vacío que le dejó perder un hijo a una edad temprana, o que quiera suplir su soledad con una nueva ilusión, o que quiera cumplir el deseo que le expresó el fallecido. Podemos entender sus motivaciones e incluso disculparlas, porque somos comprensivos con el dolor y los anhelos íntimos, e incluso podemos pensar que ha habido una mujer que ha estado dispuesta a cumplir su deseo a cambio de un precio, y lo ha hecho de forma legal.

Pero el problema es otro: hemos criado una sociedad de poderosos que piensan que, si pueden, por qué no lo van a hacer. Que están en su derecho y que, si el mundo les ofrece esas posibilidades, lo suyo es aprovecharlas. Que las normas comunes son para los perdedores, que quienes son verdaderamente grandes lo son porque se las saltan. Que, si su yo interior les pide satisfacer sus deseos, lo normal es cumplirlos, máxime cuando las condiciones estructurales se lo autorizan. Pero eso no es una sociedad: es una guardería llena de niños malcriados.

Es curioso cómo afeamos las conductas individuales mientras disculpamos de continuo las estructurales. Es una actitud típica de sociedades en decadencia, encantadas de juzgar a los demás, dadas al cotilleo y a utilizar el moralismo para criticar, hacer burla e inventar chistes. Parece que nos encantan estos temas, ya que sirven para mirar por encima del hombro a los demás y sentirnos superiores. Sin embargo, si se eleva la mirada, y de lo que se trata es de abordar causas y consecuencias para poner límites a esas conductas que nos parecen reprochables, ya no nos hace tanta gracia. Nos parece aburrido, e incluso perturbador porque puede ser un ataque a la libertad individual.

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