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'Saint Omer': todas las mujeres somos unos monstruos
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'Saint Omer': todas las mujeres somos unos monstruos

La directora francesa de padres senegaleses Alice Diop se estrena en la ficción con un procesal inspirado en un caso real con el que ganó el Premio del Jurado en Venecia

Foto: Guslagie Malanda sostiene sobre su mirada y su voz gran parte del peso de la película. (Surtsey)
Guslagie Malanda sostiene sobre su mirada y su voz gran parte del peso de la película. (Surtsey)

En el espectacular —a pesar de su sencillez casi esquemática— debut en el largometraje de ficción de la documentalista francesa Alice Diop —muchos hablan de su ópera prima, pero ¿desde cuándo un documental no cuenta como película?—, la abogada de la protagonista, Laurence (Guslagie Malanda), una mujer acusada de haber dejado morir a su bebé ahogada en la playa, explica mirando a cámara, a nosotros, al público, qué son las "células quimera": durante el embarazo, todas las madres transmiten su código genético al feto; pero es menos conocido que los fetos también transmiten sus células a la madre. Madres e hijas que luego serán madres formando parte de una cadena ancestral de cócteles genéticos. Como las monstruosas quimeras de la mitología clásica, mujeres que heredan de su madre y de sus hijos, una herencia de virtudes, de errores, de creencias, de formas de amar y de ser amadas.

Saint Omer es una película libre y extraña en su huida de las convenciones. Con una mirada bressoniana basada en una planificación escueta y naturalista, pero llena de emoción, y unos diálogos realistas y sintéticos que reproducen una vista real a la que acudió Diop durante una semana en 2016, cuando estaba embarazada. Fabienne Kabou, la acusada, justificó su crimen por haber sido víctima de brujería, de mal de ojo, porque, según ella misma, no podía encontrar otra explicación. En el filme, el protagonismo se reparte entre el personaje de Laurence y el de Rama (Kayije Kagame), el alter ego de la propia directora, una joven francesa hija de padres senegaleses que prepara un libro sobre el mito de Medea y decide acudir al juicio donde, inesperadamente, se siente interpelada como mujer, como africana, como futura madre.

placeholder Kayije Kagame es Rama, el 'alter ego' de la directora. (Surtsey)
Kayije Kagame es Rama, el 'alter ego' de la directora. (Surtsey)

Recurriendo a un lenguaje casi documental, Diop presta atención a los detalles sutiles que contienen toda una historia detrás. La manera en la que la protagonista mira y escucha a su madre durante una comida familiar, la forma de recibir las caricias de su pareja, el temblor de manos de la expareja de la acusada; Diop no subraya y escucha, atiende a las reacciones. Los espectadores miramos siempre a través de los ojos de Rama y los silencios tienen el mismo peso que los testimonios. Y con apenas nada más que una pared de madera de fondo y la interpretación emocionante de Guslagie Malanda, Diop ha construido un procesal que no suelta la atención del espectador. "¿Por qué la mataste?", pregunta la jueza (Valérie Dréville). "No lo sé, espero que el juicio me ayude a saberlo", contesta.

A través de su declaración conocemos todos los matices que rodean el infanticidio. Porque la Justicia se dice inflexible, pero la vida está llena de apostillas. Una mujer no mata a su hija por una causa concreta. Lo hace por una cadena de causalidades que la llevan a realizar un acto antinatura. A lo largo del proceso, Diop apunta a la gran cantidad de prejuicios y de premisas que van moldeando la realidad de la inculpada y de los hechos. ¿Puede ser la Justicia justa y objetiva cuando sus integrantes no lo son? Porque lo primero que dan por hecho las autoridades cuando encuentran el cuerpo de la pequeña, es que se trata de una víctima del naufragio de una patera. Saint Omer se mueve entre la ambigüedad de los personajes para que el espectador concluya, como si fuese un miembro más del jurado, la responsabilidad —directa o indirecta— de todos los testigos en la muerte de la bebé

placeholder Alice Diop mantiene el plano de la protagonista durante gran parte del metraje. (Surtsey)
Alice Diop mantiene el plano de la protagonista durante gran parte del metraje. (Surtsey)

Y en Saint Omer se produce algo mágico. A pesar de limitarse a un número de planos y de espacios muy reducidos, la capacidad de la protagonista de condensar su vida en un relato, de analizar su propia existencia casi desde la distancia, de abrazar la tragedia a la que está condenada, a pesar de la asepsia del lenguaje jurídico y de la decoración del interior de cualquier edificio administrativo, a pesar de todo ello, la película se demuestra como un artefacto de empatía total. Hay una calidez en lástima de sí misma —y al mismo tiempo dignidad— de la protagonista, que obliga a pender de cada una de las palabras.

Se sorprenden en la prensa de que una criminal inmigrante senegalesa hable con tanta propiedad, que haya dedicado su tesis a Wittgestein, que haya estudiado siquiera. Juzgan a una mujer que, por negra y senegalesa, no responde al estereotipo que de ella nos hemos hecho los europeos. Juzgan sus relaciones de pareja, sus intenciones aviesas, su premeditación y predisposición para el crimen mucho antes de ser madre, siquiera, por mujer, por africana, por inmigrante. No entienden los jueces y los fiscales y los abogados que una mujer que estudia Filosofía pueda, por herencia cultural, creer también en la brujería, cuando en Europa seguimos consagrando iglesias a mayor gloria de Dios.

placeholder Otro momento de 'Saint Omer'.
Otro momento de 'Saint Omer'.

Y a medida que Laurence describe su biografía, absolutamente dentro de los parámetros de la normalidad —padres divorciados, relaciones amorosas desiguales, frustración y falta de autoestima—, Rama siente una conexión con la acusada que le hace temer sobre su propia maternidad. Porque las dos son mujeres jóvenes hijas de inmigrantes senegaleses. Las dos han estudiado y son brillantes, según su entorno. Las dos tienen parejas blancas. Las dos viven en una Francia que todavía debe dilucidar su identidad cultural, con una población migrante cada vez más instalada y arraigada. Rama se mira en Laurence como en un espejo. ¿La repetición de patrones puede llegar a ese grado de precisión?

Ganadora del Gran Premio del Jurado en Venecia —también del César a mejor ópera prima—, Saint Omer es un procedimental atípico, que se fija en aquello que hubiera pasado desapercibido a cualquier otra mirada. La identificación de Diop con sus personajes es total y la honestidad con la que desarrolla su historia —que no su discurso— también. Laurence, a la que de vuelta a Senegal apodan Oreo —negra por fuera y blanca por dentro— a causa de su perfecto francés y sus costumbres y educación occidentales, es culpable para ellos, sobre todo, de haberse creído por un momento francesa. Al igual que Rama. Al igual que Diop. Al igual que tantas y tantas mujeres como ellas.

En el espectacular —a pesar de su sencillez casi esquemática— debut en el largometraje de ficción de la documentalista francesa Alice Diop —muchos hablan de su ópera prima, pero ¿desde cuándo un documental no cuenta como película?—, la abogada de la protagonista, Laurence (Guslagie Malanda), una mujer acusada de haber dejado morir a su bebé ahogada en la playa, explica mirando a cámara, a nosotros, al público, qué son las "células quimera": durante el embarazo, todas las madres transmiten su código genético al feto; pero es menos conocido que los fetos también transmiten sus células a la madre. Madres e hijas que luego serán madres formando parte de una cadena ancestral de cócteles genéticos. Como las monstruosas quimeras de la mitología clásica, mujeres que heredan de su madre y de sus hijos, una herencia de virtudes, de errores, de creencias, de formas de amar y de ser amadas.

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