Es noticia
'1968': los sueños rotos de la revolución que acabó en un supermercado
  1. Cultura
Novedad

'1968': los sueños rotos de la revolución que acabó en un supermercado

Bruno Estrada publica '1968. El año de las revoluciones rotas' en el que explica que lo que pasó aquel año no fue un fenómeno local, sino que hubo condiciones para un mundo nuevo

Foto: Mayo del 68 en París. (EFE/Archivo)
Mayo del 68 en París. (EFE/Archivo)

Revisar la historia tiene mala fama. En particular, para una parte de la izquierda. A Eduard Bernstein, uno de los padres de la socialdemocracia, nunca se le perdonó la impertinencia que tuvo al refutar algunas de las tesis fundamentales de Marx. Y aunque el político alemán siempre lo hizo desde el análisis científico y desde posiciones progresistas, su nombre siempre aparecerá como el mayor revisionista de la historia. Probablemente, porque es más fácil interpretar el pasado a la luz de verdades inmóviles, construidas en piedra, que hacer un ejercicio de autodestrucción, que es realidad lo que se hace cuando, 40 o 50 años después de un acontecimiento, uno revisa su pasado, que no es lo mismo que el pasado, aunque a veces se confunda. Esta es la diferencia entre un historiador profesional y quien no lo es.

El economista Bruno Estrada lo ha hecho, pero no para refutar a nadie sobre lo que sucedió en un año tan emblemático como lo fue 1968, para eso están los historiadores, sino para dibujar de forma secuencial —como si se tratara de un plano largo traído del lenguaje cinematográfico— los múltiples paralelismos de aquel año, que, sin duda, tuvo algo de iniciático en el sentido más literal del término.

placeholder 1968. El año de las revoluciones rotas.
1968. El año de las revoluciones rotas.

Iniciático en lo político por la aparición de un nuevo sujeto social: los jóvenes que no habían combatido en la II Guerra Mundial; iniciático en lo económico porque supuso el principio del fin del orden creado en Bretton Woods, e iniciático hasta en lo científico merced al impulso definitivo a la carrera espacial y a la consciencia (tras la crisis de los misiles) de que ya había suficientes armas atómicas como para destruir el planeta un millón de veces. Y, sobre todo, iniciático en lo cultural debido a la eclosión de lo que Lenin hubiera llamado con cierto desprecio pequeña burguesía contrarrevolucionaria por su comportamiento exhibicionista y hasta libertario, y que en el fondo explica en alguna medida la revolución conservadora de los años 80. Reagan y Thatcher no se explican sin el desmoronamiento de algunas verdades grabadas en bronce que se fundieron en 1968, el año en que empezó a morir el siglo XX.

Lo que ha hecho Estrada en 1968, el año de las revoluciones rotas (Libros de la Catarata) es construir un puzle para luego unir las piezas, lo cual tiene una ventaja. El gran angular permite entender que lo que pasó aquel año no fue un fenómeno local, independientemente de que los hechos sucedieran en París, Praga, Vietnam, Moscú o la California de los hippies y de la marihuana, sino que existían condiciones objetivas para que emergiera un nuevo mundo completamente distinto al que surgió después de 1945. Daniel Bernabé, el prologuista, lo llama el año del cambio. Pero no se refiere a ese concepto tan manoseado de los políticos que consiste en hablar del cambio como si se tratara de una marca comercial. Por el contrario, lo que rezuma el libro es el cambio de verdad, sin tapujos.

En 1968 existían condiciones objetivas para que emergiera un nuevo mundo completamente distinto al que surgió después de 1945

En 1968, estamos ante el cambio no cosmético. Tan de verdad que sus protagonistas no son solo los presidentes de EEUU, Francia o Checoslovaquia, sino personajes de carne y hueso —muchos de ellos todavía viven— que en el libro de Estrada son novelados. No puede ser de otra forma teniendo en cuenta que las revoluciones de 1968, no hubo solo una, sino que fueron múltiples, son hijas de las contradicciones que comenzaban a emerger en un mundo que ya no tenía nada que ver con el anterior. Y la mejor manera de hacerlo es tener una visión global y no sesgada de aquel portentoso año. Pero con la pulcritud de un cirujano cuando disecciona una parte de la anatomía humana.

El plano largo que propone Bruno Estrada es extraordinariamente coral. Desfilan personajes como el periodista Julian Pettifer, una de las leyendas del periodismo de guerra, el checo Milan Kundera, la activista estadounidense Jo Freeman, la sindicalista Dolores Huerta, Adam Michnik y hasta el magnate de la prensa Cecil King, inspirador de un fantasmagórico golpe de estado contra Harold Wilson en la Inglaterra de los años 60; además de las nomenclaturas de China, la URSS, y, por supuesto, de EEUU, donde los Kennedy son la expresión icónica de que algo estaba cambiando, y cuya contraparte es un atribulado Alexander Dubcek aplastado en su Praga por el politburó soviético. Los Kennedy murieron asesinados y el secretario general de los comunistas checos acabó apartado de su cargo y enviado al ostracismo. No hay dudas de que el autor tiene motivos para subtitular el libro el año de las revoluciones rotas. No, no había playa bajo los adoquines de París.

placeholder Los tanques soviéticos aplastan la Primavera de Praga en 1968. (EFE/Archivo)
Los tanques soviéticos aplastan la Primavera de Praga en 1968. (EFE/Archivo)

El extraordinario relato de Estrada nada tiene que ver con un orden preestablecido, ni con una descripción cronometrada y pormenorizada, como si se tratara de un guion pautado. Muy al contrario, lo que pretende es construir un caleidoscopio. Es decir, utilizar la magia que inspiran esos intrigantes tubos cilíndricos que color a color, pieza a pieza, no dicen nada, pero que al ayudarse de espejos que se miran entre sí convierten la realidad en una fantasía. Y 1968 es precisamente eso. Un formidable pabellón de espejos en el que los personajes se entremezclan, hacen las mismas cosas, se miran unos a otros, pero no se hablan porque no se conocen ni siquiera están físicamente cerca. Tampoco lo necesitan. Hanói o Saigón llegaron a estar más cerca de París o Praga de lo que en realidad creemos.

Revisar la historia tiene mala fama. En particular, para una parte de la izquierda. A Eduard Bernstein, uno de los padres de la socialdemocracia, nunca se le perdonó la impertinencia que tuvo al refutar algunas de las tesis fundamentales de Marx. Y aunque el político alemán siempre lo hizo desde el análisis científico y desde posiciones progresistas, su nombre siempre aparecerá como el mayor revisionista de la historia. Probablemente, porque es más fácil interpretar el pasado a la luz de verdades inmóviles, construidas en piedra, que hacer un ejercicio de autodestrucción, que es realidad lo que se hace cuando, 40 o 50 años después de un acontecimiento, uno revisa su pasado, que no es lo mismo que el pasado, aunque a veces se confunda. Esta es la diferencia entre un historiador profesional y quien no lo es.

El redactor recomienda