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'Mantícora': monstruos con rostro humano en la película más perturbadora del año
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'Mantícora': monstruos con rostro humano en la película más perturbadora del año

Tras 'Magical Girl' y 'Quién te cantará', Carlos Vermut firma su película más espartana, un drama terrorífico en el que ahonda en la gestión de los deseos inconfesables

Foto: Zoe Stein es Diana, la entregada protagonista de 'Mantícora', de Carlos Vermut. (BTEAM Pictures)
Zoe Stein es Diana, la entregada protagonista de 'Mantícora', de Carlos Vermut. (BTEAM Pictures)

Muchos de quien nos leen confesarían antes las claves de su cuenta bancaria que su historial de pornografía. Muchos de quienes escriben, también. La diferencia entre el ser humano y el animal radica en ese proceso civilizatorio que ha convertido en anomalía y no en norma que dos personas, por ejemplo, se asesinen a machetazos. Sin moral ni leyes ni señales de prohibido, lo único que quedaría sería el derecho del instinto. Lo que te pida el cuerpo. La dictadura de la hormona y la pulsión. Pero no, somos sociedades ordenadas, regladas, pulcras. Damos los buenos días en el rellano, cedemos la prioridad a los discapacitados en el transporte público y tachamos la casilla de Iglesia o fines sociales en la declaración de Hacienda. Nos damos golpes de pecho con la última injusticia vociferada en los medios. Nos relacionamos con amigos de toda la vida o con conocidos funcionales. Mantenemos un equilibrio de normalidad gris e inofensiva. Somos avatares tridimensionales que se moldean a semejanza de la imagen que, creemos, los demás esperan de nosotros. Y, debajo, una versión sin filtrar, animal, incivilizada. Una versión que lame pies, lame suelas de zapato o lame tornillos. Y más allá.

Es en este terreno pantanoso donde se mueve la última película de Carlos Vermut, Mantícora, una película lúcida e incómoda, sin duda el título más incómodo y retorcido del último año de cine español. Especialista en las oscuridades de la psique, en esas tragedias retorcidas, de personajes arrastrados por una naturaleza fuera de la convención, de gente sometida a actuar en una especie de farsa perpetua, Vermut es un director que sobrevive, al igual que sus protagonistas, a contracorriente. Ninguna de sus películas responde a ninguna supuesta necesidad social concreta. Al contrario. Intentan comprender al diferente, al lisiado emocional, al paria. Se recrean en las paradojas de la normatividad. Y en Mantícora llega muy lejos en una carrera (casi) en solitario en la que no importa si hay alguien arriba para aplaudir. Aunque, de momento, ha pasado por Toronto y por Tokio, demostrando que hay vida en el cine de autor español más allá de la taquilla.

placeholder Nacho Sánchez es Julián en un papel que merece el Goya. (BTeam)
Nacho Sánchez es Julián en un papel que merece el Goya. (BTeam)

Vermut ha tenido que despojarse de todo accesorio. El interés del público y de la industria han cambiado radicalmente desde su encumbramiento con Magical Girl (2014) y Quién te cantará (2018). Y ahí es dónde empuja la pulsión, la necesidad. De sacar adelante una película, aunque él mismo fuese el único espectador. Destilar hasta que quede lo estrictamente necesario: una historia y dos personajes. Y aun así, aunque el sonido y los espacios queden a veces desnudos en Mantícora, el abrazo envolvente de Vermut acaba asfixiando, poco a poco. Sin apenas elementos ni golpes de efecto, construye una atmósfera inquietante desde el costumbrismo, basada en las ambigüedades y en los juegos de apariencias.

En Mantícora conocemos a Julián (Nacho Sánchez), un tipo introvertido, bastante gris, que trabaja como diseñador en una empresa de videojuegos. Su especialidad: el diseño de monstruos en tres dimensiones. Tiene un buen sueldo, vive de alquiler en un piso amplio en el centro de Madrid. No es una persona extremadamente sociable, pero tampoco un sociópata. No tiene novia ni novio ni nada que se le parezca. Probablemente, haya tenido relaciones esporádicas, no demasiado satisfactorias. Un tipo anodino, que nunca se lleva las miradas en las fiestas, esa persona que siempre escucha las conversaciones, pero nunca toma la iniciativa, que solo contesta cuando le preguntan, que raramente mira a los ojos, que es educada pero distante.

placeholder Julián y Diana, los dos protagonistas de 'Mantícora'. (BTeam)
Julián y Diana, los dos protagonistas de 'Mantícora'. (BTeam)

Todo cambia en día en que un incendio rompe en el piso contiguo al de Julián. Como un héroe, rompe la puerta y rescata a su vecino, un niño pequeño que vive solo con su madre, que en ese momento se encontraba fuera. Y ese accidente cambia la vida del protagonista. Al mismo tiempo conoce en una fiesta a Diana (Zoe Stein, en su primer papel protagonista en un largometraje), una chica jovial que vive con su padre dependiente, al que tiene que cuidar. El roneo es como el de cualquier pareja de jóvenes malasañeros: unas copas en una fiesta, un acercamiento en un after, un paseo por el empedrado desierto del centro, unas latas de los chinos en un poyete y el amanecer.

Julián y Diana se acercan poco a poco, sin forzarlo, se sienten a gusto el uno con el otro. Follan una primera vez, que siempre suele ser un fiasco de cuerpos que no se acoplan ni se sinceran. Y Julián ve en Diana una salida a una vida normal, a un amor convencional con alguien que te tolera y al que toleras sin estridencias. Alguien que participe en tu farsa y que te haga creer que, en realidad, es verdad. Así eres tú. Normal. Así es ella. Normal. Dos enamorados normales con una vida normal. Normal, normal, normal.

placeholder Julián diseña monstruos para videojuegos. (BTeam)
Julián diseña monstruos para videojuegos. (BTeam)

Para hablar de Mantícora hay que hacerlo en código. Porque cualquier concreción rompe la magia y la sutileza con la que Vermut la ha concebido. La mantícora es, según la mitología persa, una quimera con rostro humano "devoradora de personas". Un monstruo bajo la apariencia de un hombre. Criaturas similares a las que diseña Julián. Y a través de toda esta simbología, Carlos Vermut cuestiona si los pensamientos, si las ideas, pueden ser castigadas. Si la sociedad puede controlar lo que está en la cabeza de cada uno. Si la represión puede reconducir la naturaleza. Si todos somos conscientes, por mucho que lo neguemos, de las oscuridades que hay dentro de nosotros. También refleja la soledad del tarado, del que no encaja, del que vive interpretando un papel que no es el suyo. Y de la complejidad de los deseos, que a veces siquiera nosotros mismos entendemos.

Mantícora es el trabajo más inquietante de la filmografía de Carlos Vermut; sorprende que haya conseguido cinco nominaciones a los Goya. Y se agradece que las haya recibido. Eso significa que el cine español está vivo y admite disidencias y anatemas. Además, el director consigue, a pesar de las limitaciones presupuestarias, envolver la historia de una especie de halo irreal dentro del costumbrismo, gracias al trabajo de luz de Alana Mejía González y a la música de Alberto Torres. Y mientras, la interpretación increíble de Nacho Sánchez, inmenso en su absoluta normalidad, en la expresión de su mirada y en la ternura profunda que inyecta a un personaje complejísimo en cada gesto. Mantícora es la confirmación de un director con una voz y una sensibilidad particularísima y nacida del estómago, una búsqueda en las profundidades viscosas del alma. Una de las mejores películas en un año lleno de mejores películas.

Muchos de quien nos leen confesarían antes las claves de su cuenta bancaria que su historial de pornografía. Muchos de quienes escriben, también. La diferencia entre el ser humano y el animal radica en ese proceso civilizatorio que ha convertido en anomalía y no en norma que dos personas, por ejemplo, se asesinen a machetazos. Sin moral ni leyes ni señales de prohibido, lo único que quedaría sería el derecho del instinto. Lo que te pida el cuerpo. La dictadura de la hormona y la pulsión. Pero no, somos sociedades ordenadas, regladas, pulcras. Damos los buenos días en el rellano, cedemos la prioridad a los discapacitados en el transporte público y tachamos la casilla de Iglesia o fines sociales en la declaración de Hacienda. Nos damos golpes de pecho con la última injusticia vociferada en los medios. Nos relacionamos con amigos de toda la vida o con conocidos funcionales. Mantenemos un equilibrio de normalidad gris e inofensiva. Somos avatares tridimensionales que se moldean a semejanza de la imagen que, creemos, los demás esperan de nosotros. Y, debajo, una versión sin filtrar, animal, incivilizada. Una versión que lame pies, lame suelas de zapato o lame tornillos. Y más allá.

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