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Marion Cotillard incendia el Real con una polémica Juana de Arco
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Hasta el 17 de junio

Marion Cotillard incendia el Real con una polémica Juana de Arco

La obra de Honegger reparte ovaciones a la actriz francesa, el coro y la dirección musical de Mena, pero reacciona con una fuerte división de opiniones a la radical, fálica e imponente puesta en escena de Álex Ollé

Foto: La actriz francesa Marion Cotillard. (EFE/Teatro Real/Javier del Real)
La actriz francesa Marion Cotillard. (EFE/Teatro Real/Javier del Real)

Estaba entre lo previsible la reacción contestataria de los espectadores, más todavía en las noches de estreno. Que describen a un aforo más conservador. Y cuya incredulidad empezó a manifestarse cuando los principales artífices del espectáculo comparecieron desnudos de cintura para abajo. O sea, exhibían con descaro los atributos sexuales. Les colgaban.

Y no había manera de confundirlos con prótesis fálicas si no se disponía de una localidad en las primeras filas o de unos prismáticos. Solo así quedaba más o menos claro que los cantantes y los actores no mostraban sus verdaderos genitales, de tal manera que la atmósfera de la sala se resentía de la mojigatería y de las pulsiones inquisitoriales. Se miraban entre sí algunos aficionados. Otros carraspeaban o se restregaban los ojos.

Foto: El clavecinista y fortepianista Yago Mahúgo.

No digamos cuando sobrevino la escena del juicio a la herejía de Juana de Arco. El libreto original de Paul Claudel convierte en magistrados del proceso a un cerdo (Porcus) y a un asno. No solo para retratar la sordidez y la brutalidad de la justicia ciega, sino para consentirle a Álex Ollé un cuadro escénico cuya iconoclastia parecía evocar las escenas más estrafalarias e irreverentes de los cuadros de El Bosco. Criaturas antropomórficas. Sátiros. Tribunos salvajes. Y humanos restringidos al ladrido del impulso sexual.

placeholder 'Juana de Arco en la hoguera', en el Teatro Real. (Oper Frankfurt/Barbara Aumüller)
'Juana de Arco en la hoguera', en el Teatro Real. (Oper Frankfurt/Barbara Aumüller)

Es la 'razón' que explica el recurso de los actores y cantantes desnudos. A Juana de Arco se la juzga de cintura para abajo. Se la condena desde el salvajismo, el atavismo. Y se la conduce a la hoguera por el dictamen de las leyes fálicas. Una crónica anticivilizadora y brutal que convierte a coristas y figurantes en la casta más desgraciada de 'Mad Max'. Y que traslada a la escena toda la violencia que contiene la música de Honegger y toda la dramaturgia distópica de Álex Ollé (Fura Dels Baus), cuya Juana de Arco es una mártir contra el fanatismo, la venganza tribal, la intolerancia eclesiástica, el populismo justiciero, el despotismo y el antifeminismo.

En el nombre de la civilización, de la urbanidad, los únicos protagonistas completamente vestidos son Sébastien Dutrieux (padre Dominique) y Marion Cotillard, cuya camiseta de tirantes blanca lleva inscrita el estigma de la letra escarlata: 'Pute' (puta), puede leerse en francés, cuando la trama del oratorio enfatiza toda la histeria y la sangre del proceso. Cotillard se desempeña casi toda la obra 'colgada' en una columna. No canta más allá de unos compases. Y ejerce un magnetismo angustioso, valiéndose de su carisma, de su personalidad y de su fabulosa economía de movimientos.

El texto de Claudel —fallido, divagatorio y hasta ñoño— elude una transcripción de los hechos históricos. De hecho, Honegger compuso la 'ópera' en los prolegómenos de la II Guerra Mundial —la obra se dio a conocer escénicamente 1942— y predispuso un fresco 'stravinskiano' que evoca el arcaísmo de 'Edipo rey' y que le permite conjugar con audacia el eco eclesiástico, la música pastoril del XVII, los remotos antifonarios, el cabaret de entreguerras, las originalidades instrumentales —el ondas Martenot, dos pianos, una nutrida percusión— y los brochazos expresionistas. Sabe manejar todas estas dificultades el maestro Juanjo Mena, cuyo brillante debut en el Teatro Real —mucho tiempo se ha tardado en contratarlo— no consistió solo en otorgar coherencia al retablo de 'Juana de Arco en la hoguera', sino en sugestionar a los espectadores con una cantata vaporosa de Claude Debussy, 'La Damoiselle élue' (La doncella bienaventurada).

Foto: 'Siberia'. (Teatro Real)

La obra fue estrenada medio siglo antes que el oratorio de Arthur Honegger y funciona como un prólogo de signo premonitorio. El espesor de las brumas convoca el humo de la hoguera, pero también representa la expectativa de la resurrección o de la redención, con la hermosura de un lenguaje musical que denota el influjo wagneriano, que acusa el espíritu del simbolismo y que permite al propio Claude Debussy enfatizar la sensualidad y el misterio.

placeholder 'Juana de Arco en la hoguera', en el Teatro Real. (Oper Frankfurt/Barbara Aumüller)
'Juana de Arco en la hoguera', en el Teatro Real. (Oper Frankfurt/Barbara Aumüller)

Juanjo Mena concibe una lectura magistral, clarividente. Y maneja entre los dedos la sensibilidad de un coro expuesto a un desafío particularmente comprometido. Por la sutileza de 'La Damoiselle élue'. Y por todos los recursos escénicos y vocales que reclama la montaña rusa de 'Juana de Arco'. El imponente coro del Real fue el magma del acontecimiento, el sujeto dramático, igual que sucedió con los Pequeños Cantores de la Joven Orquesta de la Comunidad de Madrid. Tiene sentido congratularse con los respectivos maestros —Andrés Máspero y Ana González—, enfatizar un esfuerzo musical y teatral que hizo retumbar los cimientos de la sala.

Foto: Uno de los ensayos de 'Las bodas de Fígaro' previo al estreno. (EFE/Teatro Real)
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Honegger decidió bautizar su 'Juana de Arco' como un oratorio, aunque no sea un oratorio. Pretendía así diferenciarla de una ópera. Y demostrar que el género operístico se había extinguido en las hogueras de entreguerras. Sostenía el compositor suizo que había que asumir la hegemonía del cine.

Por eso aceptó también que la protagonista fuera una actriz. Y no cualquier actriz, sino Ida Rubinstein, diva iconoclasta, mujer feroz y artífice de un híbrido artístico que terminaría estrenándose en España en 1954.

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Tiene sentido evocar el año y el teatro (Liceu) porque la producción escénica la dirigió Roberto Rossellini. Y porque el papel de la mártir correspondió a… Ingrid Bergman. Era la manera de significar la importancia de la actriz. O de predisponer la expectación que ha suscitado ahora Marion Cotillard.

Los clamores plebiscitaron su actuación, igual que sucedió con los cantantes alistado —en especial Charles Workman, Elena Copons, Enkelejda Shkosa, Silvia Schwartz—, pero no puede decirse lo mismo respecto al jaleo que atrajo la aparición de Álex Ollé, aplaudido por algunos, conducido a la hoguera por otros y artífice de una alegoría radical que contrapone la anestesia de los cielos al pavor cavernario de la tierra.

Estaba entre lo previsible la reacción contestataria de los espectadores, más todavía en las noches de estreno. Que describen a un aforo más conservador. Y cuya incredulidad empezó a manifestarse cuando los principales artífices del espectáculo comparecieron desnudos de cintura para abajo. O sea, exhibían con descaro los atributos sexuales. Les colgaban.

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