¿Hay que estar borracho para entender a Hegel?
Eduardo Infante y Cristina Macía estudian en 'Gastrosofía' la relación de la comida, el vino, el pensamiento y la religión, incluyendo las recetas favoritas de Aristóteles, Maimónides y Marx
La vigencia del ramadán y del periodo de cuaresma representa un buen argumento para estudiar las complejas relaciones de la religión y la gastronomía, aunque las restricciones hacia el yantar y el beber ya formaban parte de las preocupaciones de los filósofos presocráticos. Incluido Pitágoras, cuya sensibilidad hacia las cuestiones matemáticas y metafísicas —derivadas las unas de las otras— no contradicen la beligerancia con que el sabio de Samos renegaba de los placeres del cuerpo y del paladar.
Es el capítulo inaugural de
Recetario quiere decir que la 'Gastrosofía' tanto expone la dialéctica de los pensadores más hedonistas y más sobrios como aloja los menús que mejor los identifican, desde el revuelto de trigueros y erizos de mar que podría comerse Aristóteles hasta la sopa de pollo de Maimónides: un pensador judío, y cordobés y universal, que advirtió en la comida todas las cualidades terapéuticas y saludables que hoy aconsejaría un nutricionista, incluidos el rechazo a las harinas refinadas y el 'aleph' de la dieta equilibrada.
Tiene sentido insistir en el adjetivo, 'equilibrada', porque el ensayo de 'Gastrosofía' empieza con la lujuria de Rabelais, pero se recrea con los pensadores que atribuyeron a la comida el mejor espesor cultural y el mayor desafío a la contención y a la mesura. La mesa predispone la liturgia y la civilización, hasta el extremo de que Leonardo da Vinci inventó las servilletas y el tenedor para inculcar o predisponer el sentido de la “experiencia”.
Veladas epicúreas
No se trata de alimentarse ni de saciarse al estilo de Pantagruel, sino de llevar al extremo el acontecimiento sensorial y sinestésico. Infante y Macía ponen el ejemplo de Kant. Nadie más sobrio ni desapegado de los placeres extremos. Ni más allegado, en cambio, al rito de la buena mesa. Por la calidad de la vajilla y la finura del mantel. Y por el esmero con que organizaba la lista de invitados y los platos que definían el menú. “Un buen almuerzo en grata compañía reconcilia el bienestar físico y el moral”, decía el filósofo de Königsberg en el contexto de las veladas “epicúreas”.
Epicúreas no quiere decir que las comidas frugales de Kant degeneraran en bacanales hiperbólicas. De hecho, el tratado de 'Gastrosofía' redime la palabra y la obra de Epicuro de la campaña de desprestigio con que lo degradaron los estoicos y los cristianos. No tenía el hombre mayor ambición que convertir su jardín en un oasis de tolerancia. Y no aspiraba a otros placeres gastronómicos distintos al queso fresco. “Más que el precursor de los banquetes romanos, deberíamos ver a Epicuro como el santo patrón de los alimentos bio y orgánicos”, escriben Macía e Infante.
Más que el precursor de los banquetes romanos, deberíamos ver a Epicuro como el santo patrón de los alimentos bio
La extrapolación resulta tan atractiva como convertir a Marx en el primer “antatemista” de la comida basura, enfatizando incluso la ferocidad con que el capitalismo tiraniza la precariedad de los ingenuos consumidores.
“El sistema no solo produce basura, sino también al consumidor basura”, puede leerse en 'Gastrosofía'. “Como es la producción la que determina el consumo, es lógico encontrar en nuestros mercados bienes que no satisfacen a ninguna necesidad previa, ya que es la necesidad la que se crea artificialmente (…). La comida, bajo las condiciones capitalistas de producción, se convierte en espacio de alienación. El proletariado de hoy no tiene tiempo. Por eso no come, sino que se limita a engullir un alimento que no promueve su salud, ni la conservación del ambiente ni la justicia social”.
El pasaje en clave marxista que escriben Macía e Infante no contradice que Engels celebrara sus 70 años con 12 docenas de ostras y 16 botellas de champán. Haz lo que digo y no lo que hago, sugería Descartes en alusión a la flaqueza de su espíritu. Y a las contradicciones de un racionalismo que no le impedían abandonarse a los excesos etílicos.
La gula
Fue Cristo quien convirtió el agua en vino. Y fueron los monjes medievales quienes abusaron de la eucaristía lejos de los altares, de tal manera que los hábitos incorregibles del clero terminaron perjudicando las costumbres de la feligresía. San Agustín exploró todos los límites del hedonismo antes de proscribirlo. Y Tomás de Aquino acusó con vehemencia a los pecadores de la gula, pero sus obligaciones con el aristotelismo le avinieron a condescender con la gastronomía de la mesura, del justo medio.
Sabía de lo que hablaba el alumno de Platón. No ya por el refinamiento de su paladar, por el dominio de sus instintos, sino porque la erudición polifacética alcanzó a definir la escala de los ocho sabores: el dulce, el untuoso, el picante, el áspero, el ácido, el salado y el amargo.
La lista aparece donde tenía que hacerlo, o sea, en el segundo libro de 'Acerca del alma', pues no se explica la civilización humana sin el conocimiento de los sentidos. Y sin la hegemonía del gusto en cabeza de todos ellos, así es que renunciar a él tanto equivale a quedarse ciego como cuestiona el dogmatismo de Pitágoras y la copa que el filósofo inventó.
Aparece descrita y definida entre las estupendas ilustraciones de 'Gastrosofía'. Y funcionaba con un mecanismo de sifón de acuerdo con el cual la copa de vino se vacía cada vez que se pretende rebosar.
No hay manera de emborracharse con semejantes complicaciones. Ni, por tanto, de comprender el idealismo germánico. Eduardo Infante y Cristina Macía sostienen que la única manera de aprehender y aprender a Hegel consiste en someterse a los efectos del alcohol.
La vigencia del ramadán y del periodo de cuaresma representa un buen argumento para estudiar las complejas relaciones de la religión y la gastronomía, aunque las restricciones hacia el yantar y el beber ya formaban parte de las preocupaciones de los filósofos presocráticos. Incluido Pitágoras, cuya sensibilidad hacia las cuestiones matemáticas y metafísicas —derivadas las unas de las otras— no contradicen la beligerancia con que el sabio de Samos renegaba de los placeres del cuerpo y del paladar.