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La pandemia de la sociedad es… la soledad
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La pandemia de la sociedad es… la soledad

Un ensayo expone la paradoja de cuánto proliferan las personas involuntariamente solas —y frecuentemente enfermas— en la era de la hipercomunicación y del narcisismo

Foto: Foto: EFE/Cabalar.
Foto: EFE/Cabalar.

De entre todas las categorías solitarias, ninguna merece más admiración que la enjundia de los estilitas. Por su grado de extraneidad al mundo. Y por el empaque reivindicativo hacia la posteridad. Alzarse en una columna. E instalarse allí sin tentaciones, privilegiando la relación vertical con Dios. Igual que Trajano en Roma, pero no como estatuas, sino como humanos en estado místico de contemplación.

No es que los estilitas vivieran solos, lo hacían en la mejor de las compañías. Los acompañaba la luz divina. Y la propia iluminación cenital los sustraía a las contingencias mundanas. Ningún estilita hubo más famoso que Simón —inventor del cilicio y 'recordman' de la vida en columna con una marca de 37 años— aunque el inventario exige mención especial a Lucas el taumaturgo, Niceta de Preslav, Alipio de Adrianápolis y Teódulo de Edesa.

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La soledad. Tiene sentido hablar de ella tomando como punto de partida un ensayo que ha publicado Alianza, que se titula precisamente 'Biografía de la soledad' y cuya autoría corresponde a la escritora galesa Fay Bound Alberti. Es ella quien reflexiona sobre la soledad, sobre la “solitud”, no desde la perspectiva metafísica ni voluntaria, sino desde la degradación impuesta por las condiciones de una sociedad a la vez insolidaria e individualista.

Un problema nuclear en Occidente que tanto refleja el abandono de nuestros mayores como implica un problema sociocultural y económico. Porque la soledad es muy cara para los estados prósperos a cuenta de la predisposición de la enfermedad de quienes la sufren.

Apuntan las estadísticas británicas que las personas involuntariamente solas reúnen una esperanza de vida un 30% inferior a las acompañadas. También se hospitalizan con más frecuencia y recurren en mayor medida a la medicación. Caros, pero al menos mueren pronto, podría decirse entre el sarcasmo y el cinismo de las autoridades competentes.

placeholder Cubierta de 'Una biografía de la soledad'. (Alianza)
Cubierta de 'Una biografía de la soledad'. (Alianza)

Y es verdad que Reino Unido fundó el Ministerio de la Soledad en 2018 en un ejercicio de realidad o de realismo, pero el problema sacude a todos los países desarrollados. Pongamos por caso la sociedad española. “Aquí” viven solas casi cinco millones de personas. O sea, que aproximadamente el 10% de los hogares se definen en la estadística de un solo habitante.

El libro de Fay Bound Alberti indaga en las razones. Empezando por el “neoliberalismo despiadado” de Margaret Thatcher, aunque ubica el nacimiento patológico de la soledad hacia el año 1800, cuando los primeros síntomas de la Revolución Industrial y el éxodo del campo a las ciudades predispuso la paradoja de la saturación y las almas solitarias.

Puede decirse lo mismo de nuestra revolución tecnológica. Y de otra paradoja aún más sintomática. Estar solos horas y horas delante del ordenador conectados al mundo, pero al mismo tiempo aislados y expuestos al síndrome del individualismo, hipnotizados en la pantalla. Se observa a las personas solas con recelo y hasta con estigmas. Y cuesta trabajo aludir al problema sin plantearse otras cuestiones concomitantes como la longevidad. Vivimos demasiados años. O como la viudedad.

Se observa a las personas solas con recelo y hasta estigmas. Y cuesta trabajo aludir al problema sin plantearse otras cuestiones como la longevidad

Hemos encontrado en las mascotas el placebo de la compañía. Y se han resentido nuestras sociedades de la carencia de los proyectos comunitarios, en el sentido más complejo de la vida en comunidad. Y no ayuda a corregir el problema el trastorno del coronavirus, más todavía cuando las recomendaciones sanitarias consistían en ponerse una mascarilla y vivir alejados del prójimo.

La derecha ha matado a Dios y la izquierda ha matado la patria. No lo dice Fay Bound. Lo escribía nuestro colega Víctor Lapuente en un reciente ensayo —'Decálogo del buen ciudadano'— que aludía a la desestructuración de las sociedades no ya por culpa de la soledad, sino por la propagación del narcisismo y por haber sacrificado las metas trascendentes.

Foto: Algunos mayores beneficiados  del programa 'Contigo' de Getafe. (Ayuntamiento de Getafe)

La inestabilidad de la célula familiar se inscribe en la misma patología. La fragilidad de los lazos conyugales, por ejemplo. Y las consecuencias de un descreimiento que convierte a los ciudadanos en huérfanos de Dios. No es tiempo para emular a los estilitas. Subirse a la columna con el cielo encapotado más bien parece una incitación al suicidio. Y no haremos aquí esta clase de apologías.

Pero sí haremos un elogio radical de la misantropía. Una soledad voluntaria. Y un recelo hacia la sociedad no ya perfectamente justificado y justificable, sino ilustrativo de las mejores tradiciones —e imposturas— culturales.

Me acuerdo de Salinger o de Thomas Pynchon, enjaulados en sus búnkeres particulares. Y de tantos otros creadores huraños que se relacionaron con la sociedad no relacionándose con ella. Emily Dickinson únicamente se trataba con el prójimo si les separaba una cortina.

Vivimos solos en compañía de mucha gente, concluye el ensayo de Fay Bound. Una conducta —una patología social— que se ha radicalizado

A Beethoven y Goya los aislaron la sordera y la locura, aunque conviene adoptar ciertas precauciones respecto al cliché del artista incomprendido que aprovecha la soledad y la misantropía para construir su obra. Mi caso predilecto es el de Thomas Bernhard. Un feroz misántropo, cuando no un sociópata. Y un tipo que sótano, de garaje, de cueva mental que no hubiera escrito una línea si la sociedad y la soledad no le hubieran dado los argumentos principales de su fertilidad literaria y hasta libresca.

Vivimos solos en compañía de mucha gente, concluye el ensayo de Fay Bound. Una conducta —una patología social— que se ha radicalizado. Y cuyos síntomas ya aparecían en el estribillo de 'Eleonor Rigby'.

La canción de los Beatles aludía a la soledad de una mujer como símbolo premonitorio de la epidemia que ha sobrevenido en nuestro tiempo y que ha extinguido a las columnas y a los estilitas. Habiendo matado a Dios, son los humanos quienes se endiosan en columnas de arcilla.

De entre todas las categorías solitarias, ninguna merece más admiración que la enjundia de los estilitas. Por su grado de extraneidad al mundo. Y por el empaque reivindicativo hacia la posteridad. Alzarse en una columna. E instalarse allí sin tentaciones, privilegiando la relación vertical con Dios. Igual que Trajano en Roma, pero no como estatuas, sino como humanos en estado místico de contemplación.

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