'Peter Grimes' o la poética de la sordidez
La directora Deborah Warner, el maestro Ivor Bolton y el tenor Allan Clayton sacuden el Real con un deslumbrante y desolador montaje de la ópera de Britten
La disciplina de las mascarillas ha tenido sus efectos secundarios positivos. Ha malogrado, por ejemplo, el aparato social de los estrenos. O los ha convertido en un baile de máscaras. Los 'paparazzi' no aciertan del todo a reconocer a los famosos, por mucho que los famosos se esmeren en diferenciarse del anonimato normativo que les confiere la disciplina del embozo.
Efectos secundarios positivos. Y hasta ventajas teatrales cuando se trata de caracterizar a la turba. Sucedió este lunes en el Teatro Real con el estreno de 'Peter Grimes', entre otras razones porque el montaje deslumbrante de Deborah Warner aprovecha el 'uniforme' de las mascarillas para borrar el rostro de los coristas. Y para convertirlos en la abstracción del pueblo justiciero, cotilla y alcoholizado. Es la masa frente al apestado, la gentuza contra un pescador condenado al suicidio entre las habladurías y las dudas. Al marinero Peter Grimes se le ha ahogado un aprendiz en circunstancias accidentales, así que la muerte de un segundo muchacho que trabaja a sus órdenes y que él mismo adopta termina precipitando el sacrificio de la turba. Se trata de repudiar al intruso, de ajusticiarlo, haciéndole expiar la rudeza y las incomprensiones.
La historia deslumbró a Benjamin Britten (1913-1976) cuando tuvo noticia de un poema dramático de Crabbe George (1810) que indagaba en la desdicha arcaica de Grimes. Después intervino el instinto teatral de Montagu Slater, cuyo libreto no recreaba tanto la desgracia de un marinero en la miseria de un villorrio de Suffolk como trasladaba una lacerante reflexión sobre la persecución del chivo expiatorio. Y sobre la crueldad con que las masas purgan al 'extranjero' y se constituyen en tribunales paralelos, esgrimiendo un crucifijo o una botella de ron.
Tiene sentido que la historia sacudiera las orillas de la Revolución Industrial. Y que Britten y Montagu ambientaran la ópera a principios del XIX, pero las coordenadas espacio-temporales pueden ubicarse en 2021 sin el peligro de incurrir en arbitrariedades dramatúrgicas.
Es un rasgo contemporáneo la relación asimétrica de los fuertes contra el débil. Y lo son la angustia proletaria, la frustración social, la hipocresía, el recurso anestésico del alcohol en un pub de mala muerte. Deborah Warner acierta a ponernos delante un fresco devastador de nuestro tiempo. No solo con las intenciones estéticas o pedagógicas que podrían encontrarse en una película 'anticapi' de Ken Loach, sino recurriendo a una poética del feísmo que engendra escenas de enorme belleza en medio de la desolación y de la ferocidad humana.
Un buen ejemplo consiste en el cuarteto de voces femeninas que sacude de emociones el segundo acto. Un himno matriarcal que aspira a serenar en vano la violencia ebria de los varones. Y que proporciona al espectáculo todo el lirismo que Britten acertó a cultivar en una partitura ecléctica, caleidoscópica y provista de un instinto teatral que ha sobrevivido al tiempo y al oleaje.
El monólogo de Allan Clayton en el tercer acto forma parte de uno de los hitos de la temporada y de la década
Nadie mejor que el tenor Allan Clayton para indagar en la complejidad psicológica, musical y vocal de Peter Grimes. Nadie mejor que el maestro Ivor Bolton para mediar entre el foso y la escena provisto de una clarividencia y de una sensibilidad extraordinarias. No es que el director británico interpretara la partitura. La escrutaba. E indagaba en todos sus misterios y sus certidumbres. Sentíamos el instinto de Puccini, la angustia alienante de 'Wozzeck', la agilidad de un musical de Broadway y toda la riqueza posimpresionista de los interludios.
Bolton navegaba con los músicos como si estuvieran en el vientre de un galeón. Le aclamaron con justicia. Y se premiaron las cualidades de un reparto coral sin menoscabo de la gigantesca interpretación de Allan Clayton. Su monólogo del tercer acto forma parte de los hitos de la temporada y de la década. Se diría que Britten había escrito el personaje a su medida. Y que la degradación del personaje solo tiene sentido en el cuerpo y en la voz del tenor inglés. No digamos cuando amortaja al niño entre las redes del pescador. Y cuando el réquiem musical de Britten incorpora a la escena un dolor y un estupor más profundos que el océano.
No es habitual que haya tantos clamores ni entusiasmos en una noche de estreno, menos aún cuando la euforia se deriva de un montaje sórdido, desolador y vanguardista. Ni siquiera el mar es el mar en la concepción despiadada de Warner. Es un mar metálico, muerto, inasequible a las plegarias de los protagonistas, una cortina de alquitrán, un cementerio marino donde expira Peter Grimes en nombre de todos los marineros sin patria, sin tierra, sin esperanza.
La disciplina de las mascarillas ha tenido sus efectos secundarios positivos. Ha malogrado, por ejemplo, el aparato social de los estrenos. O los ha convertido en un baile de máscaras. Los 'paparazzi' no aciertan del todo a reconocer a los famosos, por mucho que los famosos se esmeren en diferenciarse del anonimato normativo que les confiere la disciplina del embozo.