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Nunca pongas tu prestigio en manos de un fanático: el diletante que hizo nazi a Wagner
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Nunca pongas tu prestigio en manos de un fanático: el diletante que hizo nazi a Wagner

Vida y obra de un manipulador tan tétrico como brillante: Houston Stewart Chamberlain

Foto: Richard Wagner, fotografiado en 1875
Richard Wagner, fotografiado en 1875

Era un pobre hombre y siempre se dedicó a contemplar a sus mitos desde una ventana, como si desde esas alturas sintiera igualarse por breves instantes con sus objetos de culto. Las dos visiones epifánicas de Houston Stewart Chamberlain (Southsea, 1855- Bayreuth, 1927) ocurrieron en el mismo lugar. En 1882 contempló durante un cuarto de hora a Richard Wagner, su Dios, el hombre lumínico solo con su presencia entre rendidos admiradores a su genialidad. Cuatro décadas más tarde, concretamente el 30 de septiembre de 1923, observó la llegada al gran templo de un joven político aún virgen para la Historia. Faltaba un mes para su fallido golpe de estado, el célebre 'putsch' de la cervecería. Esa tarde Adolf Hitler se entrevistó con los supervivientes del clan y empezó a ganarse su apoyo.

Chamberlain falleció el 9 de enero de 1927 y fue enterrado con toda la pompa y boato propia del nazismo, aún una nada, con pocos fanáticos. Tal como describe Blas Matamoro en su brillante introducción de 'Wagner y mi camino hacia Bayreuth' (Fórcola) su cortejo fúnebre se acompañó de SA y estuvo engalanado con esvásticas, curioso homenaje para un filósofo de segunda sin instrucción militar alguna.

placeholder 'Wagner y mi camino hacia Bayrouth'.
'Wagner y mi camino hacia Bayrouth'.

El futuro Führer asistió a su incineración junto a Rudolf Hess y el zar Fernando I de Bulgaria, iniciándose de este modo la ruta hacia la apropiación del wagnerismo por parte del Nacionalsocialismo, algo anecdótico en esencia y fundamental tanto en estética como en estructura ideológica a partir de una tergiversación manifiesta de un credo con ciertas aristas pero sin toda la carga atribuida a posteriori, un fenómeno en cierto sentido similar al formulado con la filosofía de Friedrich Nietzsche, con su hermana en la vanguardia de la tergiversación para destrozar una estela con significados bien distintos a los transmitidos durante los doce años de dictadura.

El aire del siglo XIX

Nosotros, individuos inscritos en el volátil siglo XXI, tenemos ciertas dificultades para comprender el impacto de ciertos mitos a lo largo del Ochocientos, nombres perdurables con un impacto sensacional para la cultura al ir más allá de la misma. En el imaginario flota la hecatombe de 1883, con Édouard Manet, Karl Marx y Richard Wagner despidiéndose del mundo durante el transcurso de esos meses. Ahora queda precioso mencionar esta sacrosanta trilogía con suficiente envergadura como para sentar las premisas del mañana en sus respectivos campos, pero cuando acaecieron los hechos solo el compositor germánico tenía un lugar asegurado en el panteón de los inmortales, más aún tras morir en Venecia, como si así engrandeciera más si cabe su leyenda.

placeholder Giuseppe Verdi.
Giuseppe Verdi.

Wagner fue todo, y cada uno de sus pasos parecía contener el germen del Olimpo. Al igual que Giuseppe Verdi, su gran rival sobre el papel, navegó por el Romanticismo para trascenderlo y se erigió como un pilar clave para la unificación de su país. Alemania e Italia culminaron este proceso histórico casi en el mismo instante, durante el inicio de la década de los setenta, y la música aportó su granito de arena a la hora de activar el relato de un pasado glorioso a recuperar en el presente. Verdi desde lo melodioso mediterráneo, Wagner desde una potencia desenfrenada basada en un arte total único e incomparable, hasta el punto de superar las plateas tradicionales y reivindicar un escenario propio para poder mostrar al público tan ambiciosas creaciones.

Fue así como el marido de la hija de Liszt planeó y consiguió la construcción del Teatro del Festival de Bayreuth, imposible sin el apoyo financiero de Luis II de Baviera, quien durante su reinado se desvivió por ver cumplidos los sueños de su compositor favorito, quien así podía presumir y usar un complejo calculado al milímetro para la representación de sus maratonianas óperas. Se inauguró en 1876 con la primera exhibición completa de los cuatro libretos que componen el ciclo del 'Anillo del Nibelungo' y sabemos por su propia escritura del anhelo de Houston Stewart Chamberlain por asistir, opción negada por su progenitor, quien rechazó aportarle el dinero necesario para ello, para desconsuelo del joven instalado en la Casa Alemana de Interlaken, Suiza.

El Teatro del Festival de Bayreuth fue calculado al milímetro para la representación de las maratonianas óperas de Wagner

El joven apátrida había conocido la obra de su Sol, así lo definió a lo largo de sus múltiples prosas, un año antes gracias a Blumenfeld, un judío vienés entusiasmado, con matices, por la música del autor de 'Lohengrin'. Con la asunción de Wagner como faro se cerró el círculo de una trilogía de monstruos sacros, tablas para asirse contra viento y marea. En el primer escalafón de la misma figuraba Goethe y a continuación le seguía Shakespeare, concesión nacional de un renegado a su patria por circunstancias existenciales, nacido en la isla dominadora del mundo y emigrado con tan solo un año a Versalles para recalar en casa de su abuela y olvidar, cuando no podía recordarlo, el óbito de su madre.

El peligro de los apátridas

El converso suele ser el mayor fanático. Manuel Vázquez Montalbán hablaba, comparándose, del mal de Kafka, perdido por ser un judío en Praga y redactar sus libros en alemán cuando el checo constituía un vínculo de unión nacional. En el caso de nuestro protagonista damos con un renegado del Reino Unido a disgusto en Francia y sin lazos familiares de calado para generar algo similar a una nostalgia del hogar perdido y quizá por eso se abrazó con fervor superlativo a la causa teutona desde los catorce años, cuando un curso de alemán le abrió los ojos hasta revolucionar su rumbo y dar con la forja de la identidad requerida para navegar con una meta en el horizonte.

Su amor por lo germánico se alió con cierto espíritu de un tiempo donde los judíos comenzaban a sufrir el rechazo de aquellas comunidades donde habían sido acogidos durante siglos con apenas muestras de malestar en la convivencia. A los pogromos antisemitas en Rusia se unió la ira francesa en busca de un chivo expiatorio con el caso Dreyfus y la elección en Viena de Karl Lueger, cuyas antipatías para con el pueblo hebreo supusieron durante un breve periodo su veto como alcalde de la capital austríaca por decisión del mismísimo Francisco José II.

El ensayo de Chamberlain, publicado en 1899, suele citarse como una de las fuentes primordiales del nazismo

Chamberlain contribuyó a esta odiosa panoplia con 'Los orígenes del siglo XIX', amalgama de teorías entre Kant, Nordau, Lombroso, Gobineau y Darwin para reivindicar su amadísimo pangermanismo. El ensayo, publicado en 1899, suele citarse como una de las fuentes primordiales del nazismo, pero lo más probable es que sus gerifaltes apenas leyeran síntesis de mercadillos ante lo voluminoso de tantas diletantes diatribas, privilegiando sobremanera las relaciones del exaltado marido de Eva Wagner, la benjamina del clan de clanes.

El matrimonio se celebró en 1908, un cuarto de siglo después del funeral del patriarca, y la fecha solo muestra la obcecación en unirse a toda costa con esa energía primordial, manoseada con maestría por Cósima Wagner, quien desde su viudedad hizo y deshizo a su antojo en el festival mientras prohibía la participación de judíos y propagaba sin pudor algunos pensamientos atribuidos a su marido para así cuajar una visión antisemita a veces justificada por la edición en 1850 de 'El judaísmo en la música', más bien un ataque contra Mendelsshon, coartador del progreso de la música alemana por la popularidad de su estilo conservador.

Cósima incluso acusó a Richard Strauss, a posteriori blanqueado por los nazis, de sabotear la fama como director de orquesta de su hijo Siegfried, nacido con la desgracia de ser el único hijo del genio, con el consecuente desequilibrio para su singladura, remediada en apariencia mediante el enlace nupcial con Winifred Williams, otra inglesa en la corte del astro rey ausente en lo físico y omnipresente como una divinidad amenazante al marcar las cartas de la baraja pese a no poder trucarlas, encargándose de ello los vivos.

La wagnerización del nazismo

En 1915 Chamberlain publicó 'Cosmovisión aria', donde veía la Primera Guerra Mundial como una empresa de liberación de la tierra alemana invadida por los judíos, algo absurdo con los datos disponibles, pues cien mil hebreos formaron en las tropas del Káiser. Al año siguiente el panfletista padeció una enfermedad nerviosa, quedándose paulatinamente paralizado y sin voz, sirviéndose de un dictáfono para plasmar sus palabras al papel. Mientras tanto Winifred había intimado con los Bechstein, pioneros en el núcleo protector de Hitler, quien aprovechó la ceguera de Cósima para agasajarla con homenajes imposibles de responder en la mente de esa mujer aficionada en su crepúsculo a charlar con Liszt y Wagner en la oscuridad de su alcoba.

El círculo de Bayreuth, retratado a la perfección en 'El clan Wagner', de Jonathan Carr (Turner), influyó en el nazismo solo hasta cierto punto pese a toda su armazón racista de la peor calaña. En realidad, como apuntábamos en los primeros párrafos de este artículo, fue más bien fagocitado hasta devenir un mero instrumento más en el batiburrillo válido para hilvanar lo pretérito con las prácticas desarrolladas durante la pesadilla hitleriana, intensivas hasta desdibujar los orígenes y dilapidar el prestigio de un genio con demasiados prismas en su haber, los mismos que aún hoy en día encienden el debate sobre su verdadera naturaleza.

Era un pobre hombre y siempre se dedicó a contemplar a sus mitos desde una ventana, como si desde esas alturas sintiera igualarse por breves instantes con sus objetos de culto. Las dos visiones epifánicas de Houston Stewart Chamberlain (Southsea, 1855- Bayreuth, 1927) ocurrieron en el mismo lugar. En 1882 contempló durante un cuarto de hora a Richard Wagner, su Dios, el hombre lumínico solo con su presencia entre rendidos admiradores a su genialidad. Cuatro décadas más tarde, concretamente el 30 de septiembre de 1923, observó la llegada al gran templo de un joven político aún virgen para la Historia. Faltaba un mes para su fallido golpe de estado, el célebre 'putsch' de la cervecería. Esa tarde Adolf Hitler se entrevistó con los supervivientes del clan y empezó a ganarse su apoyo.

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