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Los orgullosos años veinte: la historia de la noche queer antes de que la historia acabara con ella
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Divertirse o morir

Los orgullosos años veinte: la historia de la noche queer antes de que la historia acabara con ella

"Solo míralas y trata de entender que van a esas fiestas con las luces bajas. Esas fiestas a las que solo pueden ir las mujeres", decía una canción popular que sonaba por las calles de Nueva York

Foto: Webster Hall, ubicado en Greenwich Village, fue sede de constantes Drag Balls durante la década de 1920. (Wikimedia)
Webster Hall, ubicado en Greenwich Village, fue sede de constantes Drag Balls durante la década de 1920. (Wikimedia)

A los felices años veinte tal vez haya que cambiarles el apodo: entre aquel esplendor de sus lentejuelas también hubo tragedia y terror, pero sobre todo un orgullo hipnótico de identidades. A través de las mismas lentejuelas, los armarios parecían haber quedado abiertos en las grandes ciudades de Europa y Estados Unidos. Lo combativo en torno a la existencia de gays, lesbianas, bisexuales, y personas trans o no binarias estaba aún en las tablas, en los escenarios donde todo era posible, escenarios que la noche vio desplegarse en su lenguaje. Sin la luz del día, pero con focos; sin leyes, pero con los aplausos hasta de los más inesperados. El telón, a menudo, separaba dos vidas en una, como un juego de sombras. En realidad, siempre era la misma vida, y hasta parecía divertido, hasta que llegaron los años treinta.

Dice Sofia Bergmann en The Game: "Es difícil creer que justo antes de que un hombre con un pequeño bigote arruinara toda la diversión, el Berlín de 1920 era un refugio queer. De hecho, la primera manifestación gay de la historia comenzó en Berlín en 1922, y el Reichstag casi despenalizó la homosexualidad en 1929. Justo antes de que Alemania se lanzara a una tormenta sociopolítica de terror y luego a la Segunda Guerra Mundial, la capital era un epicentro cultural para una comunidad queer próspera". No era difícil encontrarse con un espectáculo de la mismísima Marlene Dietrich o de Josephine Baker. No era difícil elegir el brillo y la extravagancia como símbolos de la autodeterminación. Hacerlo, de hecho, estaba de moda.

Foto: Fuente: Rare Books, Special Collections and Preservation Department (University of Rochester)

Y a través de la moda se desarrollaron miles y miles de personas que aún no tenían las palabras claras para decirse. La homosexualidad era ilegal, y lo siguió siendo ilegal hasta finales de la década de 1960. No quedaba otra: divertirse o morir. Bajo esa especie de eslogan mental emergieron pubs y salones por docenas, no solo en Berlín, sino también y simultáneamente en París, Londres o Nueva York.

De París a Nueva York

En la capital francesa, zonas como Montmartre o el Barrio Latino abrazaron a las lesbianas. "No hay una modernista o lesbiana famosa, y mucho menos una modernista lesbiana, que viviera en París en ese momento que no pasara por sus puertas", dicen del salón que la dramaturga, poeta y novelista estadounidense Natalie Clifford Barney abrió en 1909 en su casa del número 20 de la rue Jacob, con el único cometido de que las mujeres se lo pasaran bien.

Mientras tanto, en Nueva York se cantaba "Cuando ves a dos mujeres caminando de la mano. Solo míralas y trata de entender que van a esas fiestas con las luces bajas. Esas fiestas a las que solo pueden ir las mujeres". Como explica Natalia Zarrelli en Atlas Obscura, muchas letras del blues del momento hablaban de relaciones femeninas sin tapujos.

placeholder Natalie Clifford Barney. (Wikimedia)
Natalie Clifford Barney. (Wikimedia)

Allí existió al mismo tiempo el Hamilton Lodge, en Harlem, y el Webster Hall, sótanos donde otros universos eran posibles en forma de bailes y desfiles drag. Al cruzar sus puertas, "los hombres que esperaban para subir al escenario se ajustaban las medias y se retocaban el colorete. En mesas cercanas, mujeres sentadas juntas se aflojaban las corbatas", sostiene Zarrelli. Buena parte de la sociedad estadounidense normativa tampoco reconocía a las personas LGBTQ. Sin embargo, "les gustaban mucho sus fiestas" que no eran otras que lo que hoy conocemos como "ballrooms" y de las que ya hablamos en un artículo previo.

Una representación truncada

Pero entonces, escribe el historiador George Chauncey en su libro Gay New York, "el estado construyó un armario en la década de 1930, y obligó a las personas homosexuales a esconderse en él". Los "ballrooms" continuaron, pero el ímpetu de grandes grupos de personas acudieran en masa a un lugar para ver actuaciones de drag desapareció, "llevándose consigo gran parte de la historia".

El cine mudo era la primera raíz del cine 'queer'; pero los asombrados por "tanta" libertad, hicieron uso de la jurisprudencia para bloquearla

Durante aquellas mismas décadas habían aparecido en el cine las primeras películas con una más o menos gran producción que incluían personajes y tramas homosexuales, atravesando el umbral de lo que supone la representación en sí misma. Desde Michael, de Carl Theodor Dryer (1924), Sex in Chains (Geschelecht in Fesseln), de Wilhelm Dieterle (1928) a la más conocida Pandora's Box, de GW Pabst (1929), el cine mudo se estaba construyendo también como las primeras raíces del cine queer. "Mirar las películas mudas del cine de Weimar de 1919 a 1930 es importante cuando se revisa la historia del cine y se reclama la identidad queer dentro de ella", señalan al respecto desde The Queer Queue. Desde Austria, por ejemplo, la directora teatral Leontine Sagan dirigió Mädchen in Uniform (1931), que supuso no solo la evidencia de que las mujeres también podían dirigir, o de que la homosexualidad debía trazarse con la cámara, sino la posibilidad de hablar de ello desde otros planos, como el de unas jóvenes alumnas: el tabú de la sexualidad también empezaba a desmontarse desde el lenguaje de la edad.

placeholder Entra principal de El dorado, uno de los grandes centros de la noche queer berlinesa durante la década de 1920. (Wikimedia)
Entra principal de El dorado, uno de los grandes centros de la noche queer berlinesa durante la década de 1920. (Wikimedia)

Era a este lado del charco donde los sujetos de la ficción, como reflejos de una sociedad real, tenían más vértices, y las cámaras muchos más ángulos para encontrarlos. Pero sería desde el otro lado desde donde el asunto volvería a truncarse. Los asombrados por "tanta" libertad, como explicamos en otro artículo, hicieron uso de la jurisprudencia para bloquearla. Y así, nació en 1930 el Código de producción de películas, más conocido como el Código Hays. ¿Su función? Coescrito por un sacerdote católico y el editor católico de Motion Picture Herald, un periódico comercial de la industria cinematográfica de la época, el Código Hays determinaba un molde del que las productoras no debían salirse si querían mostrar su película. Eso, por supuesto, devolvía a los márgenes a la comunidad LGTBIQ, tal vez como nunca antes.

En paralelo, el ascenso del fascismo en Europa supuso el paso hacia atrás definitivo. Con la llegada de Hitler al poder, no solo se persiguió violentamente a cualquiera que pudiera expresarse de una forma no normativa, sino que se cerraron los bares y espacios sociales, espacios seguros al fin y al cabo, donde tantas personas habían empezado a construir un futuro colectivo. También acabaron con las asociaciones de derechos humanos, publicaciones queer y centros de salud sexual mientras torturaban y asesinaban a activistas, artistas, políticos y figuras que apoyaban el movimiento. El resto... ya sí es historia.

A los felices años veinte tal vez haya que cambiarles el apodo: entre aquel esplendor de sus lentejuelas también hubo tragedia y terror, pero sobre todo un orgullo hipnótico de identidades. A través de las mismas lentejuelas, los armarios parecían haber quedado abiertos en las grandes ciudades de Europa y Estados Unidos. Lo combativo en torno a la existencia de gays, lesbianas, bisexuales, y personas trans o no binarias estaba aún en las tablas, en los escenarios donde todo era posible, escenarios que la noche vio desplegarse en su lenguaje. Sin la luz del día, pero con focos; sin leyes, pero con los aplausos hasta de los más inesperados. El telón, a menudo, separaba dos vidas en una, como un juego de sombras. En realidad, siempre era la misma vida, y hasta parecía divertido, hasta que llegaron los años treinta.

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