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Un meme de Viktor Orbán para entender por qué el 'Qatargate' es tan dañino para Bruselas
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La manzana podrida de la Eurocámara

Un meme de Viktor Orbán para entender por qué el 'Qatargate' es tan dañino para Bruselas

Las instituciones europeas reciben su legitimidad popular en gran parte por ser una fuente de confianza para los ciudadanos europeos, por eso el ‘Qatargate’ hace tanto daño

Foto: La presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola, durante la sesión de este martes. (EFE/Julien Warnand)
La presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola, durante la sesión de este martes. (EFE/Julien Warnand)

En el debate nacional, estamos muy acostumbrados a la palabra corrupción. Forma parte del abecedario del día a día de la política y se utiliza con cierta ligereza. Pero no ocurre lo mismo en Bruselas. Una acusación de corrupción es seria y pocas veces se formula. Pero estos días el escándalo del Qatargate, una investigación de la Justicia belga por una posible red de sobornos por parte del país del Golfo a una serie de eurodiputados y antiguos miembros de la Eurocámara para que defendieran sus intereses, ha provocado un terremoto en la capital comunitaria.

¿Por qué una acusación de corrupción es tan grave en esta ciudad? Porque la legitimidad de las instituciones europeas se basa, en gran parte, en la confianza que muchos ciudadanos europeos tienen en ellas. Hay pocas cosas que quiebren más esa confianza que la corrupción, en gran parte porque muchos votantes consideran las instituciones europeas una garantía ante la posible corrupción de sus sistemas nacionales. Pero va más allá de eso: su reputación es fundamental para desarrollar su trabajo. Y lo demuestra algo que ocurrió poco después de que se conociera el inicio del escándalo, que por ahora se ha saldado con una veintena de registros, la incautación de más de un millón de euros en metálico y la imputación de cuatro personas, entre ellas, la antigua vicepresidenta de la Eurocámara Eva Kaili, que fue cesada por el pleno días después de conocerse su detención.

Todo queda resumido en un tuit que colgó el primer ministro húngaro, Viktor Orbán. “¡Buenos días al Parlamento Europeo!”, escribió el líder de Hungría, incluyendo un meme en el que un grupo de hombres se retuercen de risa bajo un texto que reza así: “Y entonces nos dijeron... ¡Que el Parlamento Europeo estaba seriamente preocupado por la corrupción en Hungría!”. Porque Orbán ha sido el objetivo del Parlamento Europeo durante mucho tiempo, una institución que lo ha acusado de corrupción y de convertir su país en una “autocracia electoral”. El primer ministro, a su vez, ha cuestionado la legitimidad democrática de la Eurocámara.

Las acusaciones realizadas por el Parlamento Europeo hacia el Gobierno húngaro eran reales. El país se desliza desde hace una década por una deriva autoritaria; Orbán ha utilizado fondos europeos con impunidad para tejer una red clientelar a su alrededor y beneficiar a sus familiares y amigos; ha atacado la independencia judicial y ha desmantelado las medidas contra la corrupción; ha facilitado la compra y desaparición de medios de comunicación críticos, y ha puesto a la sociedad civil húngara en una situación difícil.

Las instituciones europeas juegan un papel clave a la hora de evitar que esta deriva vaya a más, como demuestra que la presión del Parlamento Europeo haya servido para que la Comisión Europea y los Estados miembros se hayan decidido a congelar 6.300 millones de euros de fondos comunitarios a Budapest hasta que no avance en una serie de reformas y de mejoras en el Estado de derecho. Pero difícilmente puede la Eurocámara ejercer esa presión si tiene que encajar, con razón, burlas como la del primer ministro húngaro.

Foto: Viktor Orbán. (Reuters/Bernadett Szabo)

El euroescepticismo se ha transformado y ya no critica tanto la idea de una Unión Europea. Lo que dice es que la Unión es de los Estados miembros, y no de las instituciones más federales, como la Comisión Europea y el Parlamento Europeo. La línea argumental es que Bruselas es un “nido de burócratas corruptos”, y el problema es, por lo tanto, la élite que dirige la Unión. Es un discurso que refleja por ejemplo los argumentos de la derecha populista estadounidense contra Washington. La UE no es el problema: Bruselas lo es. Desde la perspectiva de estos críticos, el único órgano que debería ser relevante es el Consejo, donde se reúnen los representantes de los Estados miembros.

Esa es la razón por la que el Qatargate hace tanto daño. En Bruselas, son conscientes de que ese marco, el de ser un nido de “burócratas corruptos”, es el que se utiliza contra las instituciones europeas. Y saben que aunque sea falso, aunque haya políticos, diplomáticos y técnicos que trabajan día y noche para sacar adelante legislación relevante, que se esfuerzan al máximo por hacer lo correcto, una sola manzana podrida contagiará rápidamente al resto de la cesta ante los ojos de la misma opinión pública de la que deriva su legitimidad.

¿Cómo ha ocurrido esto?

La gran pregunta que algunos se hacen es, ¿cómo ha podido pasar? En el último pleno del Parlamento Europeo del año, la primera ocasión en la que se ha reunido tras conocerse el escándalo, las autocríticas han sido controladas. Incluso Roberta Metsola, presidenta de la Eurocámara, ha presentado la institución como una víctima de la trama. Pero la clave es que es víctima y cómplice al mismo tiempo. Sí, es víctima porque un país tercero ha regado de dinero a miembros para desviar el debate interno. Pero también es cómplice, porque en gran medida su inacción lo ha permitido.

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Y la explicación la dio este lunes Alexander de Croo, primer ministro belga. “La Justicia belga está haciendo lo que, a primera vista, el Parlamento Europeo no ha hecho”, señaló De Croo al ser preguntado por el escándalo. “El Parlamento Europeo tiene muchos medios para regularse. Pero resulta que en gran medida es un sistema de autocontrol basado en esfuerzos voluntarios, que claramente no ha sido suficiente”, añadió el primer ministro belga.

Esa es parte de la culpa de la Eurocámara. Durante años, la institución, en concreto, su poderosísimo secretario general, Klaus Welle, se ha negado a reforzar los controles. Ante las peticiones de mayor escrutinio sobre los eurodiputados, que de hecho han realizado los propios miembros de la Cámara, y también un mayor control sobre el uso que hacen de sus dietas, la respuesta de la secretaría general siempre ha sido la misma: controlar a tantos miembros de la Cámara llevaría a un incremento sustancial del gasto de la institución. Pero mientras que se afirmaba esto, Welle ha llevado a cabo un programa de compra de distintos edificios para el Parlamento Europeo sin que muchos dentro de la institución entiendan bien para qué.

Pero, además, existe otro debate en la capital comunitaria: las puertas giratorias entre las instituciones europeas y las empresas privadas, especialmente en el caso de los altos funcionarios, son demasiado comunes. En algunas ocasiones, los mismos que han investigado a una cierta compañía estando en la Comisión Europea pasan a trabajar en sus servicios jurídicos con toda la información que se llevan del Ejecutivo comunitario.

Foto: Sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo. (EFE/Julien Warnand)

Eso genera la sensación de que nada de lo que pasa en Bruselas importa realmente fuera. No existe una fuerte opinión pública que fiscalice lo que ocurre aquí, los medios de comunicación no tienen suficiente músculo para controlar todos los frentes y, en gran medida, comportamientos legales, pero poco éticos, vuelan por debajo del radar, generando la sensación de normalidad. Hay un espacio gris entre las instituciones y otro tipo de organizaciones que viven en el ecosistema comunitario. Es en ese espacio gris en el que se produce una normalización de prácticas, en ocasiones no muy éticas, que facilitan que acaben ocurriendo escándalos como el Qatargate.

No se trata de algo único de Bruselas. Ese espacio gris entre instituciones y los órganos que gravitan alrededor de ellas existe también en la política nacional. Pero para mantener su legitimidad, las instituciones europeas no se pueden permitir pasos en falso, errores o prácticas dudosas. El Qatargate está haciendo tanto daño porque va al corazón de la legitimidad de las instituciones europeas, la confianza de los ciudadanos, y porque permite a aquellos que apuestan por una “Europa de las naciones” apuntarse un tanto muy importante.

En el debate nacional, estamos muy acostumbrados a la palabra corrupción. Forma parte del abecedario del día a día de la política y se utiliza con cierta ligereza. Pero no ocurre lo mismo en Bruselas. Una acusación de corrupción es seria y pocas veces se formula. Pero estos días el escándalo del Qatargate, una investigación de la Justicia belga por una posible red de sobornos por parte del país del Golfo a una serie de eurodiputados y antiguos miembros de la Eurocámara para que defendieran sus intereses, ha provocado un terremoto en la capital comunitaria.

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