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"Si la democracia no sirve, mucha gente va a tirar a la mierda la democracia"
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ENTREVISTA CON DIEGO FONSECA

"Si la democracia no sirve, mucha gente va a tirar a la mierda la democracia"

El periodista y escritor argentino ha publicado un inventario del populismo en el que destila la esencia del fenómeno independientemente de su manifestación ideológica

Foto: Diego Fonseca en una entrevista en Ciudad de México. (EFE/Sáshenka Gutiérrez)
Diego Fonseca en una entrevista en Ciudad de México. (EFE/Sáshenka Gutiérrez)
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Diego Fonseca (Argentina, 1970) se pasa la vida viajando entre Estados Unidos, España y América Latina. Ha sido editor de 'América Economía' y 'Etiqueta Negra'. Ha escrito una quincena de libros y cientos de columnas para 'The New York Times', 'Gatopardo', 'El País', 'Esquire' y 'Reforma'. Su último ensayo ('Amado Líder', HarperCollins) lo lleva arrastrando cinco años y es un inventario detallado de los populismos contemporáneos. Trata de destilar lo que tienen en común líderes tan aparentemente distintos como Jair Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador, Donald Trump o Hugo Chávez. Hablamos por Zoom durante un par de horas, a la sombra de la guerra de Ucrania, la aplastante reelección de Viktor Orbán y unas elecciones francesas en las que Marine Le Pen pisa los talones a Emmanuel Macron.

PREGUNTA. Tu libro hace un recorrido por todos los populismos, pero arranca necesariamente en tu infancia. Con una escena del peronismo. Todas estas cosas que nos preocupan ahora tanto en Europa y Estados Unidos no son nuevas para un argentino. ¿Por qué en los últimos años América Latina ha sido la gran fábrica del populismo mundial? ¿Qué lecciones nos traes del futuro?

RESPUESTA. La primera lección de América Latina es no confiar nunca en un único individuo. La sociedad civil debería de tener capacidades de contrapeso más allá de los partidos políticos. El riesgo se reduce cuanto más peso de la ciudadanía haya en la política, cuanta más gente participe de la discusión y de la movilización colectiva. La segunda lección es que en aquellas sociedades donde hay una percepción de desigualdad significativa hay mucho más margen para el populismo. La tercera lección es el peligro que supone la ruptura entre los canales de representación y la ciudadanía. Los problemas empiezan cuando tú sientes que los políticos profesionales tienen un discurso que no llega a la sociedad. Ya sea porque es un discurso hiperespecializado, porque atiende a la necesidad burocrática del Estado, o porque se transforman en profesionales de su propia existencia, en una élite que medra en la política y medra de la ciudadanía... El populismo encaja muy bien en esos escenarios, resolviendo esa distancia discursiva. Baja la calidad del debate público y reduce todo a un nivel de entendimiento muy básico. Al mismo tiempo, toma elementos de la vida cotidiana y los transforma en política.

P. Esto también encaja en el retrato latinoamericano. Aquellos países donde hay más distancia entre la élite y la población es donde más prédica suele tener el populismo.

R. Se empieza por crear la sensación de que hay una amenaza existencial. Todo proyecto populista requiere instalar la idea de que aquello que somos está en riesgo. La propia idea de nación está en riesgo. El problema puede identificarse dentro del propio país, en aquellos que nos traicionan, en los entreguistas. O fuera del país, ya sea el capital financiero globalizado o en los inmigrantes. En ese amplio arco, los populismos se mueven de izquierda a derecha. La derecha puede avivar el temor a la implantación de los agentes del comunismo. Y la izquierda puede avivar el temor a las élites. Lo que necesitas siempre es generar miedo. El miedo es un gran engrudo, un enorme pegamento de cohesión social. La idea de que aquello que somos puede ser destruido es muy potente. El último elemento sustancial es la idea de futuro, que nunca está vinculada al progreso, sino a una mirada hacia atrás, a la búsqueda de aquel momento sublime en el que nosotros éramos un gran país que debe ser recuperado. Nuestro futuro está en el pasado, lo cual es un contrasentido absoluto.

Foto: Imagen de inicio de campaña de Vox Asturias en Covadonga.

P. Esto permea en todo el mundo. Hay pequeñas repúblicas en el Mar Negro o los Balcanes convencidas de que fueron una potencia. Me recuerda a esa canción de Molotov que añora los tiempos en los que México fue una gran potencia mundial. Al escucharla, uno se pregunta: ¿pero cuándo fue México una gran potencial mundial?

R. La idea es que en algún momento estuviste viviendo en un país soñado y en algún momento en ese país de ensoñación también fuimos todo lo que deberíamos ser. La idea de una sociedad justa, la idea de una sociedad de iguales, la idea de una sociedad que se reconoce a sí misma como parte de la misma tribu, como parte de la misma nación. Lo vais a ver con el caso de Vox. Hay una recuperación de lo español que es muy ambigua, pero que toma algunos elementos de la enseñanza institucionalizada. La idea de la monarquía, la idea del Rey como figura fuerte, la idea de una cierta España, la idea de la Reconquista de aquellos agresores externos... Son ideas muy fuertes en el imaginario colectivo. Esos siglos de presencia musulmana en España que han terminado produciendo una enorme construcción cultural sincrética pero que el nacionalismo intenta presentar como hechos negativos en su totalidad.

placeholder Diego Fonseca, en una foto de archivo. (EFE/Sáshenka Gutiérrez)
Diego Fonseca, en una foto de archivo. (EFE/Sáshenka Gutiérrez)

P. La mirada obsesiva al pasado está presente en casi todas las ideologías destructivas. Ocurre también con el fundamentalismo islámico y es algo que converge hasta chocar frontalmente con las posiciones nacionalistas europeas que dicen hacerle frente.

R. Hace mucho tiempo, en los años 90, un viejo profesor de universidad me decía que los dos grandes obstáculos para la globalización iban a ser los nacionalismos y los fanatismos religiosos. Y es que tienen un punto de conexión. Los populismos son religiones políticas, por un lado. Los nacionalismos, tanto como los fanatismos religiosos, se reconocen subjetivamente. La nación es un concepto subjetivo, del mismo modo que la creencia en un ser superior es absolutamente subjetiva, no hay razón detrás de eso. El pasado como promesa de recuperar un momento idealizado, una especie de nirvana nacional, un paraíso que existió. En el pasado había seguridad y controlábamos el espacio de las cosas. Y hoy el mundo se ha vuelto un lugar muy peligroso para lo que somos. Ese es el mensaje. Lo decía mucho Trump y opera tanto para los islamismos que creen ver en Occidente al verdugo de su propia religión como para los fundamentalismos cristianos que también ven eso en el cosmopolitismo, en las minorías, etcétera. Y en los nacionalismos, que ven en la globalización un enorme peligro para la esencia de lo que fuimos, para el ser nacional que ellos ven de una manera pétrea e inamovible.

Foto: Manifestación en Washington tras la muerte de George Floyd. (Reuters) Opinión

P. China lleva años haciendo algo curioso al respecto. Están levantando monumentos presuntamente históricos y algunos directamente se los inventan, o los versionan para encajar mitos antiguos y agendas políticas. Levantan torres, fortalezas y estatuas de personajes inventados. Todo ello tiene una función práctica, turística, pero sobre todo tienen un propósito de construcción nacional. Ahí está Shangri-La, una ciudad que solo existió en la imaginación de un novelista occidental y ahora hay viajes organizados a ese paraíso perdido.

R. Me viene a la mente la referencia de Umberto Eco a la artificiosidad de los museos. Esta idea de sacar de contexto objetos e historias y exhibirlos en otro lugar para contar un relato. Lo mismo sucede con los nacionalismos. Hay una reconstrucción del pasado según un punto de vista determinado. Lo interesante de la reinvención es que tiene una propiedad actual. La gente que vea esos monumentos va a saber que son también de Xi Jinping. Siempre hay una apropiación para contar la historia. Y ese intento de apropiación implica la mitificación, ya no únicamente del pasado, sino también del individuo que lo recupera. Perón en Argentina..., los Kirchner en Argentina..., AMLO transformándose... Antes de formar gobierno ya dictaminó que llegaba la cuarta transformación de México. ¡Se puso en el panteón histórico de los mexicanos antes de que la historia le juzgue! Bukele con su reinvención de El Salvador, el nacionalismo chino con la reinvención del pasado, etcétera.

P. Hay un debate mucho más pequeñito que ha prendido aquí en España. Un frente nostálgico que añora la vida de hace unas décadas. No sé si lo has seguido y no sé qué piensas.

R. Lo he visto. Mira, hay algo que es siempre atractivo en el pasado y es que todos lo terminamos por referir a los años de nuestra infancia. Es muy confortable la infancia porque uno no tenía responsabilidades y vivía protegido y cuidado y, por ende, todo el proceso de nuestro recuerdo implica cierta idealización y recorte. Si uno se pone a vivir en aquel pasado, descubrirá que no era tan bello como se suponía. Sí es cierto, en cualquier caso, que a nuestros padres les costaba menos acceder a cierto tipo de cosas, pero también tenían menos acceso a un montón de desarrollos y de innovaciones que tenemos el día de hoy.

P. ¿Está justificada entonces la nostalgia?

R. Es cierto que a mis hijos o a tus hijos les va a costar mucho más que a nosotros obtener lo que hemos conseguido. Una vivienda, por ejemplo, o una jubilación, que es un severo problema para nuestra generación y todavía más para las generaciones que vengan. Pero yo tengo problemas con ese proceso de idealización del pasado porque trae un riesgo de liquidación y a la vez de destrucción del desarrollo. ¿Por qué digo esto? Porque para decrecer, para retirarse a una vida más sencilla, uno tiene también que renunciar a producir. Primero tiene que poder permitírselo y además va a tener un impacto. No es practicable. Le puede funcionar bien a alguien, pero es como ser un hippie en los años 60. Si toda la sociedad de los Estados Unidos en los años 60 hubiera abandonado la producción o el modelo industrialista del 'fordismo', habrían generado un colapso económico y una enorme presión medioambiental. Resuelve ese dilema.

Foto: Casetes de la colección personal del autor compiladas para las vacaciones de verano del año 2000. (Héctor G. Barnés)

P. Dices que la rabia que lleva a una persona de Caracas a votar por Hugo Chávez para tumbar el sistema no es tan diferente a la que lleva a una persona de Iowa a votar por Trump. Lo resumes con la siguiente frase: "Siempre se trata de herir al 'establishment' votando a personajes impensados".

R. Si existe un Amado Líder, un líder populista, es porque todo lo anterior fracasó. Porque la distancia entre la sociedad y aquellos que dicen representarla es tan grande que ese espacio ha sido ocupado por alguien que fue capaz de captar la frustración existente. En el momento de la decisión da igual que esto sea bueno o malo. Si han llegado al punto en el que están dispuestos a votar a un Amado Líder, da igual que con ello se ponga en riesgo la democracia o la estabilidad económica, social, política... Ocurre simplemente porque la gente se hartó. Mi libro es una llamada de atención, no tanto de los riesgos de Amado Líder, que son reales, sino a aquellos que forman parte de la política institucional, a la sociedad civil, a las organizaciones y a los ciudadanos. Si nosotros no hacemos algo, estos tipos van a hacer algo en lugar de nosotros.

P. ¿Cómo funciona ese proceso?

R. Cuando la gente está absolutamente cabreada, puede llegar a destruirlo todo. No les importa la democracia porque han decidido que la democracia no les da las respuestas que esperaban. Necesitamos reformar eso. Hay que reformar la comunicación entre el ciudadano medio y sus representantes, así como los modos de gestión de la representación... Las redes sociales han descentrado el espacio de los medios, quitándonos la curaduría y la organización de la agenda de lo publicable. No los necesitan, pero es que ni siquiera necesitan un partido si el líder puede hablar directamente sin necesidad de estar metiéndose en una asamblea a negociar para que después escale su discurso a través de un aparato. Tenemos que aprender que se necesitan mecanismos mucho más veloces de transmisión de las ideas y de diálogo con la gente. De lo contrario, si generas hastío, lo primero que vas a tener es apatía. Y cuando la apatía se transforma en enojo, porque las cosas no se resuelven… Si la democracia no sirve, mucha gente va a tirar a la mierda la democracia.

Foto: William Cárdenas, abogado de la diáspora venezolana. (EC)

P. Ese reciente informe de 'The Economist' donde España ha dejado de ser considerada una democracia plena advierte de que la guerra se está perdiendo en casi todo el mundo.

R. En América Latina ha sucedido sin duda. El Latinobarómetro señaló hace un tiempo que ya hay un cuarto de la población dispuesta a tolerar la existencia de un hombre fuerte que pueda violar la ley si eso resolvía al menos dos factores: inseguridad y corrupción. Pongámosle un tercero, que puede ser la percepción de desigualdad económica. Lo que pasa es que la gente necesita resultados, los políticos necesitan traer resultados. Pero es muy difícil dar resultados en el corto plazo. Todo político inteligente y tradicional va a entender que no puede hacer promesas a corto plazo, que los cambios importantes toman tiempo. Pero la sociedad está demandando satisfacciones cada vez más inmediatas. Vivimos una cultura de satisfacción inmediata. Entonces aparecen estos líderes que tienen discursos de realismo mágico. Se vuelve tentador porque algunos personajes tienen la capacidad de demostrar que ellos sí son ejecutivos. Trump tenía esa idea. Había construido el personaje de ser un sujeto capaz de negociar como ninguno y mostrarse ejecutivo y eficiente. Y otros tienen la vocación de igualar autoridad con autoritarismo. En ocasiones, en situaciones de incertidumbre y crisis como la actual, las sociedades se infantilizan y buscan que un papá que venga a resolverlas.

Foto: Congreso de los Diputados. (EFE/Javier Lizón) Opinión

P. En tu libro hablas de una conversación que tuviste con Martín Caparrós. Él te pregunta que qué coño son los populismos. Te dice que ahora parece que todos los políticos son populistas y que dónde está la frontera.

R. La primera definición es que el populismo es muy difícil de definir. Es muy amplio, es un fenómeno extremadamente ancho. Martín lo marca diciendo que es tan amplio que sirve para todo y, por lo tanto, no sirve para nada. No hay modo de reconocer un solo factor único que lo defina. El populismo está definido desde la democracia liberal y representativa porque lo que propone, precisamente, es organizar los mecanismos de representación de otro modo. En muchos casos esto pasa por saltarse los mecanismos de representación para que haya una sumatoria del poder público en manos de un individuo eficiente, digamos Hugo Chávez. Sigue habiendo formas aparentemente democráticas siempre que se domine el espacio de representación, por ejemplo, mediante congresos, referéndums o asambleas nacionales. En tercer lugar, el populismo realiza modificaciones legales para hacer que las cosas funcionen formalmente: adapta las Constituciones para evitar contrapesos y barreras bajo el pretexto de que no se puede arreglar el país sin tener todo el poder.

Foto: Martín Caparrós posa durante una entrevista en Madrid. (EFE)

P. Otra constante en casi todos los procesos es que llega un punto en el que la opinión pública queda blindada ante los escándalos y los excesos del Amado Líder. El "grab them by the pussy" de Trump, o el momento en el que los casos de corrupción dejan de tener significado en España.

R. Sí, pero eso solamente funciona con los individuos a los que se cede toda la confianza. Cuando eso sucede, hay un momento de suspensión de la credulidad que es casi un factor mágico. En realidad, es un fenómeno de alienación colectiva. ¿Cuánto dura eso? Hasta que la gente se cansa y empieza a descubrir que en realidad lo que tiene delante es un ídolo con pies de barro. Pero hasta que llega ese momento, se suspende el requisito de coherencia discursiva. El líder populista puede decir lo que quiera y se lo van a tolerar.

P. ¿Es un apoyo muy reactivo, no? Más en contra que a favor.

R. Es extremadamente reactivo. No hay modo de razonar con este tipo de procedimiento social. Eso lo ha visto la prensa en los Estados Unidos durante toda la campaña electoral y durante toda la gestión de Trump. Sistemáticamente, la prensa liberal de Estados Unidos señaló la corrupción, los desastres de Trump, los errores de Trump, las contradicciones de Trump... Pero luego obtuvo casi el 50% de los votos. Recuerda que lo votó más gente al concluir su primer mandato que lo que le había votado en su elección.

placeholder Foto: EFE/Sáshenka Gutiérrez.
Foto: EFE/Sáshenka Gutiérrez.

P. Incluso con el desastre que fue su gestión de la pandemia.

R. Esto lo que nos dice es que hay un montón de personas que están dispuestas a creérselo como si fuera una construcción místico-religiosa. Es un tótem mesiánico capaz de representar su voz. Ese es el punto central. El pueblo no se moviliza en sí mismo, sino que siempre, siempre lo hace a través del Amado Líder que asume la voz del pueblo. Él representa lo que necesitan o quieren escuchar. Estos fenómenos no son nuevos, son una psicosis colectiva. Estoy exagerando el término, pero sí hay un enorme factor de alienación voluntaria.

P. Hay un tipo de razonamiento que encaja cualquier teoría alternativa por disparatada que pueda sonar con tal de que desafíe el discurso oficial. Cuanto más se estandariza una idea, más virulenta es la reacción opuesta. Lo hemos visto con los antivacunas, con los pro-putinistas en Occidente, etcétera.

R. Yo cito en el libro algunos estudios al respecto. Uno de ellos sostiene que hay un porcentaje de la población, entre un cuarto y un tercio del total, que tiene tendencias autoritarias y que se siente atraída de manera natural por el populismo. Andrés Manuel López Obrador en México es otro buen ejemplo. Cuando te transformas en este sujeto, necesitas cambiar los parámetros que organizan la realidad, necesitas transformar el relato de la democracia representativa. Necesitas crear una realidad paralela para demostrar que este mundo no funciona, así que lo único que puedes hacer es destruirlo. No puedes reformarlo, hay que cambiarlo. Primero argumentas que lo que tenemos no nos sirve y después propones un modelo fantasioso. Un detalle interesante es que hay tanta inversión subjetiva en este proceso que, cuando pasa el tiempo, es muy difícil salirse, es muy difícil tener un apóstata de la creencia en el mundo populista. Es más, cuando el relato se empieza a derrumbar, se dobla la apuesta. Insisto en la idea de que estamos ante fenómenos que son religiones políticas. Cambia completamente la percepción de como está organizada o cómo debe de estar organizada la sociedad.

Foto: El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, durante la celebración del día de la independencia. (Getty/Héctor Vivas)

P. La periodista turca Ece Temelkuran habla mucho de esto, de su propia frustración al entender que de repente es una apestada y ya da igual lo que diga cuando combate al presidente Erdoğan. Nadie la va a creer por muchos argumentos racionales que exponga.

R. La idea de crear un ellos y un nosotros es sustancial para el populismo. Se produce una tribalización, un fenómeno identitario. Si no eres como nosotros, estás fuera. Y si estás fuera, eres un adversario, un enemigo de la idea de nación, de la idea de tribu, de la idea de lo que debería ser el individuo y la sociedad en la que habito. Necesitas crear un enemigo externo con el cual batallar todo el tiempo, porque eso además refuerza los lazos identitarios. El líder populista necesita cuestionar el discurso de los expertos, que es racionalista. Es antiintelectualista, antiacademicista. Trata de acorralar a los expertos diciéndoles que son parte de una élite que ha contribuido a construir este estado de cosas del cual queremos salir y a partir de ahí refuerza la idea de la soberanía de lo popular.

P. En tu libro hablas bastante de Obama. ¿Se puede explicar la llegada de Trump sin la era Obama?

R. No, porque Obama fue un catalizador de los enojos de la derecha cristiana y de los blancos supremacistas de los Estados Unidos. Obama es una transición durante la que terminó de inflarse la burbuja de la resistencia a lo distinto. Además, Obama era un cosmopolita. Obama era un negociador. Obama era mucho más de lo mismo para esa lectura de la extrema derecha americana y ese proceso acabó en Trump. En cualquier caso, ese proceso arranca antes, lleva más de 40 años cobrando forma, construyéndose progresivamente. Y le debe mucho al trabajo de varios magnates visionarios como los hermanos Koch. Se ha invertido muchísimo dinero en moldear mensajes para reducir el peso del Estado e incidir en la perversión del sistema actual.

P. Un sondeo de hace unos años indica que solo el 62% de los estadounidenses cree que el sistema de libre mercado es hoy la mejor opción. Entre los jóvenes adultos la cifra desciende al 42%. Otra encuesta de opinión reciente dice que cerca del 45% de la población tiene una visión positiva del socialismo. ¿Se desvanece la imagen que tenemos de Estados Unidos como muralla contra el comunismo o el fascismo?

R. Está claro. En realidad han explotado contradicciones que estaban ahí antes. Hemos llegado a un punto en los Estados Unidos en el que los niveles de separación entre los más ricos y los más pobres son ya son intolerables en muchos aspectos. A generar esta imagen han contribuido los socialistas moderados, como Bernie Sanders. Y también los jóvenes universitarios, que tienen una lectura muy distinta a la tradicional sobre la política de su país.

Foto: Bernie Sanders. (Reuters)

P. En el libro hablas también de esa tendencia a pensar que el líder populista se domesticará cuando llegue al gobierno, porque una cosa es bramar sin responsabilidades y otra poner en práctica esas ideas. Pero la experiencia reciente nos dice que puede pasar lo contrario: que se van radicalizando. Pasó con Chávez, pasó con Trump…

R. Esto tiene mucho que ver con cómo está organizada la cultura política de una nación y los mecanismos de negociación política. Hay menos riesgo de que tengas procesos de radicalización cuando hay contrapesos fuertes. En Estados Unidos, las Cortes federales frenaron mucho a Trump. Y en México una de las mayores resistencias que está encontrando López Obrador es el Instituto Nacional Electoral. También ayuda la existencia de un centro político amplio. Cuanto más ancho es el centro, más difícil es romper la sociedad. Con un centro amplio hay más gente participando en el proceso y la conversación es más democrática. La polarización extrema provoca justo lo contrario. Cuando los extremos crecen, el centro se achica y el sistema no puede sostenerse, colapsa por el medio y se decanta hacia uno de los dos lados.

Foto: Figuras de cera de Trump y Obama. (Reuters) Opinión

P. La política internacional de los líderes populistas es otro de los asuntos que abordas con Andrés Manuel López Obrador se ha producido un efecto curioso en España. Nos hemos acostumbrado a sus ataques sin que ya nadie se lo tome en serio. En el gobierno asumen que lo que dice no tiene nada que ver con las relaciones diplomáticas, no le dan ninguna importancia a sus exabruptos porque asumen que es un teatro.

R. Es que todo lo que dice López Obrador tiene que ser leído en clave local, como suele suceder con los líderes populistas. Primero construyen dominancia y hegemonía local y, si lo necesitan, lanzan sus ataques contra otros países. La disputa con España o la disputa con Austria por el penacho de Moctezuma solo se puede leer en clave local, de afianzamiento de su relación con su propio público. Se trata de alimentar a la feligresía alrededor de ese nacionalismo enfervorizado.

P. Los populismos, dices en el libro, suelen acabar mal. Las inversiones que hacen no acaban revirtiendo en nada, son puro clientelismo. A menudo degeneran en brotes de violencia, con gente encarcelada, con revueltas. Algunos experimentos populistas tienen unos primeros años económicamente buenos, pero luego hay un colapso.

R. Sí, sí. La experiencia de América Latina nos dice eso. Cuando hacen una planificación económica, por ejemplo, lo único que están haciendo es construir capital político vía clientelismo. Los fundamentales de la economía se van complicando porque el incremento del gasto está mucho más allá de la capacidad de la economía para absorberlo. No suelen entender los procesos de desarrollo económico y no tienen claros tampoco los fenómenos internacionales. Al final, el ambiente político acaba caldeado, la convivencia social dañada, etcétera. Al final de este proceso, en el mejor de los casos han conseguido una sustitución de la burguesía precedente por una nueva, como sucede en Venezuela. Pero es una nueva burguesía de compadres, de amigos, de personas cercanas al poder. Argentina, por poner otro ejemplo, es un caso intermedio. No ha logrado transformar completamente la estructura de las élites, ni la hegemonía precedente. Se ha quedado a mitad de camino y lo que tienes es un movimiento pendular. El gran dilema para todas estas naciones inicia después de un proceso populista. ¿Qué haces con ese enorme sujeto colectivo que has inflamado durante tantos años? No los puedes expulsar al océano. Necesitas incorporar a tu conversación futura a una enorme cantidad de la población que piensa en esos términos. Una vez que entra el espacio populista en acción, todo lo que conocías se acabó.

Foto: Manifestantes ucranianos derriban el mayor monumento a Lenin de Ucrania. (Reuters/Gleb Garanich) Opinión

P. ¿Hay una ideología populista o es totalmente transversal?

R. No existe la ideología populista. Es más bien un mecanismo de gestión de la cosa pública. Es la priorización de lo político sobre lo social y lo económico. Sí que hay un manual de lo populista cuyo objetivo es desplazar a la democracia liberal representativa. ¿Hay diferencias entre populismos de izquierdas y de derechas? Sí que las hay, aunque también tiene mucho que ver con las tipologías propias de cada país. Pero encuentran muchos puntos en común. Ahí tienes el fenómeno de Putin, que ha despertado sentimientos parecidos en populistas de derechas y de izquierdas. Con su figura los extremos se tocan sin diferencias sustantivas. Putin es una figura autoritaria que ha buscado un proceso nacionalista de recuperación de la gran Rusia y eso le gusta a la derecha. Y la vieja izquierda comunista lo idealiza porque siguen entendiéndolo como heredero del bloque soviético y enemigo de Estados Unidos.

P. ¿Qué lugar ocupa Putin en el panteón de los Amados Líderes?

R. En Rusia, el populismo tiene una historia de fuerte gravitación política. Antecede a la experiencia estadounidense, que es la primera en América. En el siglo XIX los nacionalistas antizaristas combinaban la reivindicación de la nación con la violencia política. Putin es un nacionalista autoritario conservador. La invasión de Ucrania es la segunda fase de un nacionalismo que el líder cree triunfante porque es idea suya. Siempre se propuso recuperar la grandeza de Madre Rusia, y ahora introduce ese deseo en la épica muy apetecible del combate a Occidente. Cuando observas sus alianzas y apoyos notas que el arco ideológico es amplio, de Maduro y Ortega a Trump o Le Pen. Les une la idea del aislacionismo identitario y la autoridad del jefe. Putin, como Maduro o Trump, exhiben que el populismo va asociado a formas de violencia. Violencia simbólica e incluso material. A eso debes sumar la fascinación por el hombre fuerte en la cultura rusa, en especial la cultura soviética y la postsoviética.

Diego Fonseca (Argentina, 1970) se pasa la vida viajando entre Estados Unidos, España y América Latina. Ha sido editor de 'América Economía' y 'Etiqueta Negra'. Ha escrito una quincena de libros y cientos de columnas para 'The New York Times', 'Gatopardo', 'El País', 'Esquire' y 'Reforma'. Su último ensayo ('Amado Líder', HarperCollins) lo lleva arrastrando cinco años y es un inventario detallado de los populismos contemporáneos. Trata de destilar lo que tienen en común líderes tan aparentemente distintos como Jair Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador, Donald Trump o Hugo Chávez. Hablamos por Zoom durante un par de horas, a la sombra de la guerra de Ucrania, la aplastante reelección de Viktor Orbán y unas elecciones francesas en las que Marine Le Pen pisa los talones a Emmanuel Macron.

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