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Postal de un mundo infectado: coronavirus para ricos, coronavirus para pobres
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EFECTOS COLATERALES DE LA PANDEMIA

Postal de un mundo infectado: coronavirus para ricos, coronavirus para pobres

La paradoja de la marginalidad en Ciudad de México: la aporofobia como una barrera contra los contagios del coronavirus

Foto: Una cola en Tijuana, México. (Reuters)
Una cola en Tijuana, México. (Reuters)

Son las 12:00 de la tarde de un lunes y Toño, sentado en una de las pocas aceras que hay en su pueblo, mira la vida pasar. No lleva la mascarilla puesta y se ríe del destino. Dice que ambos los lleva en el bolsillo. Él mide más de 1.80 metros y tiene la piel curtida por el sol. A sus 60 años, aún le queda un par de dientes y dice, mirando fijamente a los ojos, que las bolsas de plástico que le cubren los pies –hinchados, tal vez por alguna enfermedad o por el alcohol– son porque alguien le “lanzó una maldición”. Uno de sus vecinos cuenta que en su juventud él era capaz de levantar y cargar rocas inmensas para construir muchas de las casitas de su pueblo, uno que se pierde entre las verdes montañas de coníferas que revisten la capital mexicana. Él no teme a la pandemia: le basta con el aire tan puro que respira –asegura– para seguir fuerte y sano.

El lugar donde vive es uno de los ‘paraísos’ boscosos que rodean la Ciudad de México, donde algunos millonarios han construido clubes hípicos y casas de fin de semana. Una suerte de balneario suizo para los acaudalados de este país norteamericano. La zona se llama La Marquesa y allí las diferencias sociales son claras. Las personas visibles, como Toño, son aquellas que no pueden confinarse porque tienen que trabajar para comer (en pequeños comercios de alimentación o de herramientas de trabajo); las ‘invisibles’ permanecen dentro de sus coches de lujo o en sus ostentosas fincas y chalets. En pocas palabras, el confinamiento para las primeras significa la ruina, mientras que para las segundas es, como siempre, un 'modus vivendi'.

Foto: Trabajadores sanitarios en Milán (Italia). (EFE)

No obstante, los domingos en La Marquesa son como una postal de los tiempos previos al coronavirus. En esa zona turística, donde miles de personas se reúnen para comer en los puestos de comida típica, jugar al fútbol, dar un paseo en un caballo alquilado o hacer senderismo, la ‘sana distancia’ y el uso de la mascarilla parecen una moda pasada. Con los dedos de la mano se pueden contar aquellos que acatan las medidas para hacer frente a la grave crisis sanitaria y económica que azota al país (se estima que la economía mexicana no recuperará a niveles previos a la pandemia hasta 2023).

La pandemia, una moneda de dos caras

A 30 kilómetros de allí, continuando por la carretera que conecta la Ciudad de México con el Paseo Tollocan –uno de los principales polos industriales del país, donde los incontables restaurantes, asadores, concesionarias de autos de lujo, cafés y chiringuitos de comida callejera funcionan sin parar– está Metepec. Este municipio del Estado de México, hermanado con la localidad madrileña de Villanueva de la Cañada, está entre los 10 más nivel de vida de México. Y allí la realidad, como siempre en el país azteca, parece una moneda con dos caras: una para los ricos y otra para los pobres.

placeholder Un supermercado en México. (EFE)
Un supermercado en México. (EFE)

En esa microciudad, para entrar al famoso supermercado estadounidense Costco, las medidas de seguridad contra el covid-19 son las mismas que en una ciudad europea: distancia obligatoria de 1,5 metros, dispensadores con gel, moquetas desinfectantes, aforo limitado, etc. Sin embargo, en las calles aledañas a los centros comerciales, la realidad se muestra cruda, indigerible y sin filtros: decenas de menores de edad marginados limpian los parabrisas de los coches a cambio de alguna moneda.

“¿Por qué no llevas puesta la mascarilla?”, le pregunto a una adolescente que lleva un niño a cuestas y pide limosna. Ella, que vive en la calle, dice algo que suena a ‘gracias’. El pequeño parece insolado. “Ellos no hablan español”, grita un peatón en tono burlón.

- ¿Hablas español?

- Gracias, responde ella, de nuevo.

La paradoja de la marginalidad: la aporofobia como una barrera contra los contagios. Nadie sabe cuántos son, ni cuántos de ellos se han contagiado. Tampoco, cuántos han muerto. Nadie los contó y nadie los quiere ver. En México no existen cifras sobre cuántas personas viven prolongadamente en la calle. El único dato que pulula por la red es de 2017 y sólo refiere a la capital del país: 6,754. Pero sólo es una estimación.

Ali Ruíz Coronel, investigadora del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y experta en poblaciones vulnerables en América Latina, cuenta a El Confidencial que, paradójicamente, ha sido el aislamiento causado por el rechazo social hacia las personas marginadas lo que ha creado una suerte de ‘barrera de contención’ contra el azote pandémico. “Siempre han sido rechazadas, pero ahora, debido a esta crisis sanitaria y económica, mucha gente ha tenido finalmente una ‘justificación’ para hacerlo abiertamente”, dice, y añade, “Ahora ya no es políticamente incorrecto darte la vuelta, o cambiar de acera, cuando hay un ‘sintecho’ en el camino. Tampoco negarles una moneda por miedo a tocarlos. Y, la verdad, pese a todo pronóstico, eso ha funcionando para contener los contagios. Ese aislamiento, causado por la segregación, irónicamente, los ha protegido. La distancia social, a mi parecer, es lo único que ha funcionado contra la pandemia”.

Aún así, hay quien ha llevado su paranoia y su aporofobia (rechazo a la pobreza) al extremo: ha habido casos de quien ha echado agua hirviendo, e, incluso, prendido fuego a gente en situación de calle.

Cuando todo comenzó entre marzo y abril, Ruíz Coronel pronosticaba una hecatombe para las personas sin hogar. El estado de salud en el que se encuentran es muy delicado y la droga que más consumen es el diluyente de pintura (la llaman ‘tiner’, del inglés ‘thinner’) que, al ser inhalado, irrita constantemente las vías respiratorias. Y es que en México la realidad, por momentos, aparece tan cruel como el humor más negro. “Un chico llegó a decirme: “¿para qué queremos gel con alcohol en las manos, si en ellas siempre tenemos ‘tiner’ que es más potente y mata a más bichos?”, cuenta la experta.

Los albergues no funcionaron

“El sentido común nos decía que la creación de albergues (que en la Ciudad de México se realizaron mediante ampliaciones en polideportivos) podía ser una medida efectiva para frenar los contagios. Pero no fue así, resultó en un desastre. Hubo muchísimos contagios, tanto en el personal como en los usuarios. Nadie consideró que esas personas no están acostumbradas a convivir las 24 horas del día con otras y en un mismo lugar. Hubo peleas, descontrol. Fue un caos”.

-¿De cuántas personas estamos hablamos?

“Nadie los contó. Nada se ha publicado al respecto. No hay datos sobre cuántos entraron, o cuántos se enfermaron. Es como si nada de eso hubiese existido”.

La pandemia sólo fue el detonante de una grave situación social y económica que ya existía desde mucho antes. Muchas personas, que gracias a algún trabajo informal (como cargadores de mercancía, repartidores, camareros) lograron superar su condición de calle, regresaron a ella debido a los despidos, recortes y cierres masivos en las empresas causados por el derrumbe económico fuertemente agravado desde la irrupción del coronavirus.

Foto: Reuters.
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Y mientras México –un país de privilegiados y de invisibles– se tambalea, donde las cifras siempre son estimaciones, su gobierno, igual que en España, ha apostado por la estrategia/lema de “Quédate en casa”. “¿Pero de qué casa me hablan?”, es lo que se preguntan los más frágiles de la sociedad, que pasan las noches en la banca de un parque, en un jardín público, o en un puente.

Las calles, cuando estuvieron desiertas, fueron un recordatorio para esas personas de que el cielo oscuro, la luna y las estrellas, son y seguirán siendo –por lo pronto– su único manto y la única luz.

Son las 12:00 de la tarde de un lunes y Toño, sentado en una de las pocas aceras que hay en su pueblo, mira la vida pasar. No lleva la mascarilla puesta y se ríe del destino. Dice que ambos los lleva en el bolsillo. Él mide más de 1.80 metros y tiene la piel curtida por el sol. A sus 60 años, aún le queda un par de dientes y dice, mirando fijamente a los ojos, que las bolsas de plástico que le cubren los pies –hinchados, tal vez por alguna enfermedad o por el alcohol– son porque alguien le “lanzó una maldición”. Uno de sus vecinos cuenta que en su juventud él era capaz de levantar y cargar rocas inmensas para construir muchas de las casitas de su pueblo, uno que se pierde entre las verdes montañas de coníferas que revisten la capital mexicana. Él no teme a la pandemia: le basta con el aire tan puro que respira –asegura– para seguir fuerte y sano.

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