El pueblo que adopta cadáveres: "Bajaban por el río entre 20 y 25 cuerpos cada semana"
Los vecinos de Puerto Berrío velan a los muertos sin identificar que a menudo encuentran en el río. Así sanan el duelo por sus familiares desaparecidos durante el conflicto armado en Colombia
Tras la muerte los tejidos del cuerpo se vuelven amarillentos. Luego se hinchan hasta que empiezan a descomponerse progresivamente durante doce meses. En el agua y en bolsas ese tiempo puede extenderse, antes de iniciarse la reducción del esqueleto. Luego se vuelven tierra y nadie jamás los encontrará. Ese fue el destino de la mayoría de los más de 80.000 desaparecidos durante el medio siglo de conflicto en Colombia. Borrar del mapa a sus víctimas era a menudo el propósito de los grupos armados, especialmente de los paramilitares. No contaban con el azar de la naturaleza. En un pequeño pueblo ribereño de Antioquia, llamado Puerto Berrío, sus corrientes se encargaron de sacar los cadáveres a flote y sus vecinos de dignificar esas muertes anónimas adoptando sus almas.
“Los amarraron, les vendaron los ojos, les golpearon con palos y luego los desmembraron con una motosierra para enterrarlos en una finca cercana al río”, relata Dalgy Delgado sobre la desaparición de su marido el 1 de junio de 1992. El hombre salió con otros tres compañeros en coche y nunca regresó. Semanas más tarde un lugareño de otro pueblo le contó lo sucedido: la Policía los había detenido en un retén y los había entregado a ‘Los Galvis’, banda paramilitar que controlaba la zona.
La desaparición como práctica sistemática
De los 82.998 casos de desaparición desde finales de los 50, sólo de un 52% se ha podido comprobar el perpetrador. Entre éstos, según datos del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), 26.475 (62%) se atribuyen al paramilitarismo y 10.360 (24%) a las guerrillas. El informe también advierte de que en muchos casos los grupos paramilitares actuaron en connivencia con las fuerzas del Estado para cometer ese tipo de crimen. Así sucedió con el marido de Dalgy, quien antes había perdido a otros dos tíos de la misma forma.
“Es como si se los tragase la tierra”, solloza la mujer con impotencia. No dejar rastro de sus ajusticiados era el objetivo de los paramilitares para evitar ser juzgados por crímenes de lesa humanidad. Para ello volvieron en práctica sistemática trocear los cuerpos con motosierras o machetes y arrojarlos al río. Otro de los métodos era dejar que los devorasen pumas o cocodrilos.
“A menudo les abrían el estómago y les metían piedras y ladrillos para que se fueran al fondo. Era para no dejar huellas -relata Dalgy consciente del destino de su marido-. Pero qué pesar que mi Dios es más grande y poderoso y no les funcionó, porque todo salió a la luz”. Al paso por Puerto Berrío el caudal del Magdalena formaba un recodo que agitaba en círculo sus aguas. De ahí el sobrenombre de la villa como ‘Remolino Grande’. La propia naturaleza desenterró esos cuerpos que el agitado torrente había arrastrado varios kilómetros por sus profundidades. Un milagro para ese pueblo tan creyente, donde el campanario todavía era la construcción más alta por orden divina.
La pesca de cadáveres
“Bajaban entre 20 y 25 cuerpos por semana, la mayoría eran sólo huesos metidos en bolsas de plástico, lo que indica que llevaban semanas o meses en descomposición. Es decir, que venían de lejos”, asegura Víctor Hugo, el forense local sobre su trabajo en la época de los noventa y 2000, en que solía recibir llamadas de pescadores que atrapaban en sus redes esos restos, que de otra forma hubiesen desembocado en el mar Caribe.
Así se forjó la leyenda de que “el río Magdalena es el mayor cementerio de Colombia”. El principal afluente del país cruza toda su geografía desde los Andes atravesando su corazón y dando nombre a la región del Magdalena Medio, feudo del paramilitarismo y donde cometieron sus mayores atrocidades con bastante impunidad. “La misma autoridad les entregó a ellos el poder –señala Dalgy– aquí todo se hacía por orden de ellos. No mandaba la Fiscalía, ni los juzgados, ni la administración. Ellos tenían el control absoluto”. En aquel pueblo de apenas 40.000 habitantes se cometieron 3.538 asesinatos selectivos y 1.750 desapariciones forzadas, según registros de la Unidad de Víctimas local.
Con esas demoledoras cifras, no había tiempo siquiera de realizar la autopsia a los restos óseos foráneos que pescaban en el río. Los empaquetaban en bolsas, los enumeraban con la fecha de su hallazgo y los trasladaban a la morgue del cementerio, donde se acumulaban hasta que se liberaba algún nicho. “Uno veía que traían camionetas, tanta gente que no cabían, sacaban cuerpos afuera al sol, veía que no paraban de enterrar hasta en tumbas donde metían a tres”, describe una lugareña. El forense calculaba que habían llegado unos 500 cadáveres sin identificar, etiquetados como NN (Ningún Nombre), aunque las estimaciones menos exageradas contabilizaban entre 150 y 300. Como sea, aquel pequeño municipio se vio desbordado.
Cementerio colapsado por muertos sin reclamar
El 27 de abril de 2008 sacaron del río a un hombre en unas condiciones muy trágicas. “El párroco nos habló del caso. No era la forma de venir a descansar. Terminó la misa y me dirigí al cementerio, cuando vi la tumba fresquita dije: ‘Esta es’. De mí surgió ponerle el nombre a esta persona como si Dios me dijera que esa era mi misión. De ahí en adelante ese nombre quedó grabado para siempre”, recuerda Dalgy sobre aquel lunes en que bautizó a un cadáver desconocido como Miguel Andrés Duque.
Dalgy se santigua frente al ángel que da entrada al camposanto. Cruza las primeras tumbas de militares susurrando varios rosarios hasta llegar al ‘pabellón de los pobres’, como se conoce esa colmena de yeso blanco desconchado donde reposan aquellos que no tuvieron dinero para comprar un ataúd o pagar la cuota de mantenimiento. En la mayoría de esos nichos se pueden leer las siglas ‘NN’ marcadas en pintura o rotulador. Algunos afortunados tienen una pequeña placa de mármol que reza ‘Gracias NN por tus favores’ o ‘No sé quién eres... pero sé que me cumpliste. Gracias NN (sic)’. Los que ya fueron bautizados por algún devoto cuentan con una lámina con su nombre, NN, la fecha de adopción y algún manojo de flores secas.
Frente a la columna quince de ese pabellón se detiene Dalgy. “Mi hermoso Miguel Andrés, aquí vengo a traerte estas florecitas y esta oración que tanto necesitas”, murmura la mujer antes de agachar su cabeza para rezar un Padre Nuestro. Luego se sube a las destartaladas escaleras de madera para depositar los lirios amarillos en uno de las celdillas de la fila más alta, junto al rostro de Jesucristo que resalta sobre una moderna inscripción:
Gracias N.N.
por los Favores Recibidos
que Dios te Permita
un Descanso Eterno
“Siempre que vengo este es el primer bloque donde voy. Lo visito, le hago mucha oración, hablo con él, le cuento cosas que me suceden. Es como un miembro más de la familia. Es una adopción tan humana, una emoción tan grande. De ahí en adelante esta devoción y este amor por ellos es infinita”, asegura Dalgy. Como ella, muchas víctimas de desaparición alivian su pena con estas ‘Almas Benditas del Purgatorio’ a las que a veces incluso colocaban el mismo nombre de su familiar ausente.
Adoptar otro difunto para superar el duelo
“Uno no ha elaborado el duelo porque no ha podido dar cristiana sepultura a sus seres queridos. De ahí es donde uno entra en razón que estas personas que llegan de otros lugares tampoco tienen quién los vele. ¿Dónde estarán sus familiares? ¿Quiénes por otros lugares estarán haciendo lo mismo con nuestros familiares? –se pregunta la mujer– La idea es que lo que yo haga aquí mi Diosito quiera que en otra parte estén haciendo lo mismo y que todos nuestros seres queridos tengan un descanso en paz”. La adopción de esos cadáveres sin identificar da consuelo a las víctimas de este pueblo.
Esta mística tradición, sin embargo, no se repite en ningún otro lugar de Colombia y posiblemente del mundo. La férrea religiosidad propia de esa región se entrelazó con la caridad de unos pobladores atormentados por el azote del conflicto armado. María Mena visitaba cada semana a su padre fallecido. “Un día cualquiera pasé rezándole y de pronto como que una tumba me llamó la atención. Me arrimé y le oré. Esta la lápida tapada. Cerré los ojos y me imaginé cómo era la persona”, cuenta la mujer sobre el momento previo a hablar con su reciente difunto adoptado: “Esto es un hombre, te voy a bautizar y te voy a poner Jaime. Y a vos Jaime te escojo para que me protejas a mi hijo, seas su ángel de la guardia y si le falta empleo se lo consigas”. Por ese entonces su hijo “tenía problemas”, según ella, y tuvo que enviarlo a Cali con una tía para “reubicarlo”. Fue el primer favor que le pidió a la primera alma que empezó a velar. A medida que los muertos les cumplen esos favores que les piden, los devotos les conceden mayores ofrendas, como llevarles flores, cambiarles la placa o incluso alquilar otro nicho donde mover el féretro.
Los vecinos velan los cuerpos para sanar el duelo por sus familiares desaparecidos. Es el lugar donde lo macabro de la guerra se diluye en misticismo
En vista de los buenos resultados con el ‘protector de su hijo’, María adoptó años más tarde a otro difunto para auxiliar a su hija y la nombró Gloria Mena. No obstante, en una de sus visitas se percató de que otro vecino estaba velando a su mismo NN. Logró contactarlo y decidieron combinar los nombres que ambos le habían puesto, así como comprarle a medias un osario donde trasladar sus restos, que ahora descansaban en el cajón 93 bajo la esquela Gloria María de los Ángeles Urrego Mena. María arrojaba una piedra contra ese nicho para despertar a su alma e iniciar su retahíla.
El ritual, obstáculo para la búsqueda
Ninguno tenía la menor idea de si aquellos huesos eran de hombre o mujer y al cambiarlos de su sitio tampoco preservaron los códigos que colocaba Medicina Legal con la fecha en que rescataron los restos, para así facilitar la localización de esos desaparecidos. Aquel ritual de adopción, de buena fe, había despojado a muchos de esos cuerpos la mínima esperanza de ser encontrados por sus familias biológicas.
Ante el obstáculo que suponía ese culto, la Fiscalía había pintado un gran aviso en la pared de aquel ‘pabellón de los pobres’: “Favor no borrar, pintar o cambiar los datos de los NN”. En otras lápidas podía leerse “NN. No tocar. No escojer. No pintar (sic)” y en otros pocos se había echado mano de astucia y las propias autoridades habían colocado nombres y apellidos que empezasen con ‘n’, como Nestor Naranjo o Noelia Navarro, a fin de evitar que los lugareños detectasen que se trataba de un ‘sin nombre’, pero las autoridades sí los pudiesen ubicar. Una táctica infructuosa que en seguida descubrieron los fervorosos y sin reparos solían escribir “Escojido (sic)” para indicar que aquel occiso ya tenía propietario.
El sepulturero en aquellos desoladores años 2000, Don Ramón, recordaba el momento en que chocaron tradición y justicia. “Yo les decía a los que adoptaran almas que mantuviesen los números que ponía la Fiscalía, pero tampoco me parece bien que se prohíba eso. Lo único que hacen –asegura– es dignificar a los fallecidos dándoles un mejor descanso, porque si no a los tres años toca sacarlos de su nicho y almacenarlos en la morgue, donde tampoco hay espacio suficiente”. Don Ramón y su mujer también habían adoptado un NN y él mismo se dedicó a organizar y enumerar las tumbas por pabellones para evitar el colapso del camposanto.
Desesperación ante la lentitud del Estado
Aquellos esfuerzos por facilitar las labores investigativas parecían vanos frente a una tarea titánica. Desde la desmovilización de los paramilitares en 2006, a través de la ley de Justicia y Paz, la Fiscalía había logrado recuperar 9.000 cuerpos de desaparecidos e identificar 4.300. La mayoría fueron encontrados en 5.547 fosas, ubicadas en parte gracias a la reciente colaboración de los combatientes desmovilizados en las actividades de búsqueda. Pese a los resultados, las víctimas se desesperaban por la lentitud de los avances. “Aquí vinieron en 2008 a recoger muestras de ADN de 500 personas, pero apenas dieron respuesta a dos o tres”, lamentaba Dalgy.
La misma demora se producía en las investigaciones sobre desapariciones, así como en la reparación a las víctimas. “El 91% de los casos está apenas en la fase de indagación”, asegura el secretario del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos de Colombia (CPDH), Diego Martínez, quien señala que “El Estado sólo asume parcialmente las responsabilidades, dilata los trámites y existe una falta de acceso a la justicia por parte de las víctimas”.
El ejemplo de Puerto Berrío reflejaba esa falta de respuesta institucional. “De los 1.750 casos reportados en la ciudad, si se han investigado 15 casos han sido muchos”, reconoce Kelly Moreno, la portavoz del enlace municipal de la Unidad de Víctimas, quien confirma que no se había entregado ninguna indemnización para las familias de desaparecidos: “El Estado ha priorizado la atención al desplazamiento forzado, pero no tanto a la desaparición, que todavía parece un tema tabú”. La perpetuidad del conflicto y el temor generalizado ha impedido que las víctimas de desaparición en Colombia se organicen para elevar sus demandas, como ha sucedido en Argentina o Chile, pese a que las cifras colombianas doblan con creces las de las dictaduras de Videla y Pinochet.
Con el fin de visibilizar la problemática de la desaparición que había lastrado al municipio, Dalgy formó junto a Luz Miriam Atehortúa, golpeada también por la guerra, la Asociación de Víctimas del Magdalena Medio. No daban abasto para atender el volumen de casos que recibían. Su diminuta sede en unos sótanos comerciales se llenaba a diario de mujeres que acudían a denunciar sus vivencias. Como en casi todo el país, los habitantes de Puerto Berrío han perdido el miedo a exponer sus casos, gracias sobre todo a la firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno y las Farc en noviembre de 2016.
No obstante, el reagrupamiento de nuevas bandas criminales, formadas por exparamilitares y ligadas al narcotráfico, ha reactivado recientemente el temor en el municipio, donde a menudo actúan para obstaculizar la búsqueda de cuerpos. “En San Juan (uno de los barrios) hay fincas donde había fosas comunes y cuando vino un escuadrón del Ejército a buscar, (los paramilitares) ya habían sacado todos los restos. Luego hay fosas donde construyeron urbanizaciones. Pero es peligroso hablar de eso...”, advertía Dalgy entre susurros. Ambas lideresas habían recibido amenazas en los últimos meses por su labor por los derechos de las víctimas. Dalgy solía encomendarse a su alma adoptiva para pedir protección. Miriam, en cambio, se mostraba totalmente escéptica con esa práctica. “No creo en un ánima, el muerto muerto está. A mí no me da para creer en ellas, yo lo que puedo hacer es desearles que Dios los tenga en su descanso. Pero yo ser esclava de ellas, no”, razonaba la mujer de avanzada edad.
A raíz del proceso de paz, el Gobierno de Santos creó en abril de 2016 la Unidad de Búsqueda de Desaparecidos, que ya de por sí nació pintando un panorama desalentador al afirmar que necesitaría al menos veinte años para identificar todos los restos. En 2017 se entregaron los restos de 372 víctimas de desaparición forzada, arroja un estudio de la Unidad de Víctimas y se brindó atención social a 2.000 personas. Según datos gubernamentales, el pasado año se destinaron 2 billones de pesos (unos 800 mil euros) en apoyo y reparación de víctimas. Una inversión que benefició a 3 millones 200 mil personas. Unos cálculos que no se traducían en el desasosiego de los afectados por el más de medio siglo de conflicto armado: 220 mil muertes y unos siete millones de desplazamientos forzados. Sin contar a los familiares de desaparecidos, cuya propia condición los dejaba en un limbo.
“Pensamos que la reparación iba a ser integral, pero no se ha cumplido. Las víctimas no podemos vivir en la pobreza. Yo le pongo mucha fe y quisiera creer en la Justicia, pero siempre nos dicen que va a tener un final feliz y luego nada. Así a uno le quedan muchas dudas”, se queja Dalgy, que todavía no ha recibido ninguna ayuda del Estado.
El culto a las ánimas frente a la religión
La única fe de Puerto Berrío es en las almas, que se veneraban cada 2 de noviembre, un par de días después de la Noche de los Difuntos. Esa madrugada Dalgy, María y otras mujeres desfilaban en procesión al paso de Hernán, el animero. El grupo cruzaba incluso los barrios más peligrosos a la luz de los cirios y al son de la campanilla que repicaba aquel hombre menudo, cubierto con varios rosarios de madera y encapuchado en una capa negra estampada con el rostro de Jesucristo.
Hernán se consideraba un prodigio en sí mismo desde su nacimiento. Con apenas varios días de vida su madre alcohólica lo abandonó sin comida. Su tía lo encontró tirado en el suelo con hormigas saliendo de sus orificios. Lo llevó al hospital pensando que ya estaba muerto y allí le dijeron que en efecto iba a fallecer en cualquier momento. Su tía rezó con ímpetu esos días a San Nicolás de Tolentino, patrono de las Almas del Purgatorio, mientras le mojaba trocitos de pan y leche en los labios de aquel bebé que ni siquiera podía abrir la boca. Hasta que finalmente Hernán despertó.
La vida de aquel anciano dio muchas vueltas, pero nunca dejó de creer en aquellos milagros que le habían salvado la vida. Durante su etapa más oscura en la que se metió al microtráfico de drogas, volvió a recibir protección divina, según relata. Una noche uno de los paramilitares que entonces controlaban la ciudad llegó a su casa para matarlo por un ajuste de cuentas. Acorralado en su habitación sin escapatoria, Hernán puso el pecho frente al cañón y cerró los ojos para implorar a gritos al Señor. Escuchó cómo su verdugo apretaba el gatillo en repetidas ocasiones de las que ninguna salió una bala. El paramilitar salió enfurecido de la casa y con la misma pistola disparó hacia las farolas de la calle. Acertó todos los tiros. Ante la incomprensión de lo sucedido, el pistolero abandonó el lugar asustado. A los pocos días el mismo criminal se cruzó con Hernán y esta vez le suplicó que le enseñase aquella oración que había rezado para sobrevivir.
Desde entonces, Hernán se dedicó a guiar a todos aquellos vecinos seguidores de las Almas del Purgatorio que le habían salvado la vida en varias ocasiones. Según él, “esas ánimas son más fácil que le puedan colaborar a uno, porque están más necesitadas debido a su abandono”. Una adoración con ciertos tintes de brujería que rechazaba de pleno la parroquia local. El padre Domingo aseguró que aquel ritual a las ánimas estaba por fuera del dogma cristiano y puso trabas para acceder al cementerio. “Les irrita escuchar la campana del animero, porque no comparten esa creencia. Por mucho que se opongan, a uno la fe no se la quita nadie”, se reafirmaba Don Ramón, quien fuese sepulturero hasta hace dos años. La tradición popular se impone tanto a la religión como a la brutalidad de la guerra en un sincretismo tan macondiano que ni el escritor más fantasioso, para el caso Gabo, pudo imaginar.
En el muelle de Puerto Berrío aquel fin de semana las coloridas chalupas fondeaban en la arena tiñendo aquel terroso horizonte que trazaba el río Magdalena. Sus turbias aguas discurrían efervescentes como si en cualquier momento fuese a reflotar una de esas bolsas de plástico llena de huesos. En esa orilla recibiría los restos la Virgen del Carmen, patrona del pescador que los encontró, dándole la bienvenida al pueblo cuyos rezos iban a elevar aquellos despojos inertes a santo naufragado.
Aitor Sáez es el autor del libro ‘Crónica de una paz incierta. Colombia sobrevive’, donde relata desde el terreno y los protagonistas el conflicto colombiano en medio de una paz llena de obstáculos. Narcotráfico, guerrillas y paramilitares, pero con el foco puesto en las víctimas para contar con el mejor periodismo narrativo la esencia de la guerra y el dolor humano.
Tras la muerte los tejidos del cuerpo se vuelven amarillentos. Luego se hinchan hasta que empiezan a descomponerse progresivamente durante doce meses. En el agua y en bolsas ese tiempo puede extenderse, antes de iniciarse la reducción del esqueleto. Luego se vuelven tierra y nadie jamás los encontrará. Ese fue el destino de la mayoría de los más de 80.000 desaparecidos durante el medio siglo de conflicto en Colombia. Borrar del mapa a sus víctimas era a menudo el propósito de los grupos armados, especialmente de los paramilitares. No contaban con el azar de la naturaleza. En un pequeño pueblo ribereño de Antioquia, llamado Puerto Berrío, sus corrientes se encargaron de sacar los cadáveres a flote y sus vecinos de dignificar esas muertes anónimas adoptando sus almas.
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