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"Lo duro es la paz": así viven y se sienten los 'soldados' rasos de las FARC
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LA GUERRILLA SE PREPARA para la desmovilización

"Lo duro es la paz": así viven y se sienten los 'soldados' rasos de las FARC

El Confidencial penetra en uno de los campamentos de las FARC en la selva de Colombia, que pronto será historia. La esperanza y la ansiedad se mezclan en quienes llevan tantos años combatiendo

Foto: Carlos, el único médico del campamento, limpia su fusil junto con varios de sus compañeros (Aitor Sáez)
Carlos, el único médico del campamento, limpia su fusil junto con varios de sus compañeros (Aitor Sáez)

Las palmadas del miliciano interrumpen el murmullo de la frondosa selva antioqueña, en el centro de Colombia. Tras una hora de búsqueda, damos con los cinco guerrilleros, que nos esperan armados y uniformados. Llevan el brazalete tricolor que por más de medio siglo sirvió de distintivo en combates. El azul reza: FARC-EP. La breve presentación termina con un “no te extrañe si no te respondemos, todavía no estamos autorizados”. Sólo la brisa y el canto de los barranqueros, un pequeño pájaro, rompen el silencio durante el laberíntico recorrido de más de una hora a través de la espesa vegetación. Imposible de memorizar. Dejamos atrás algunos troncos y hojas de palmera que antaño sirvieron de camas improvisadas: los restos de un pasado ambulante de huidas diarias marcadas por los bombardeos.

[El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, premio Nobel de la Paz 2016]

Se tardan tres horas de motocicleta y otra más de caminata monte a través para llegar al campamento central del Bloque Magdalena Medio, pero 52 años de guerra y cuatro de negociación en abandonarlo. Por el pedregoso sendero desde Segovia, la localidad más próxima al campamento, se lee en las paredes ‘Hasta la victoria siempre’.

“Sin la guerrilla esto se convertirá en un caos de robos y violaciones”, argumenta el mototaxista decidido a votar por el ‘no’ en el plebiscito del 2 de octubre. El punto de encuentro nos lleva hasta la vereda de Mina Nueva, feudo guerrillero. Nadie pregunta por la presencia del forastero. Si está ahí, es porque tiene el permiso de las personas indicadas. En el campo, las reglas son otras.

“Llevamos casi un año aquí, no como antes que nos teníamos que mover cada día”, explica Lionel Montes –todos los nombres son alias–, uno de los guerrilleros que nos conduce hasta el destino final, anunciado por una pancarta: “Bienvenidos al Campamento de Paz FARC-EP”, desde donde se vislumbran los primeros cambuches, tiendas donde duermen. La posibilidad de asentarse fue una de las primeras ventajas para los farianos (integrantes de las FARC) con el proceso de paz, cuando el Gobierno suspendió los bombardeos contra los campamentos en agosto del año pasado, un mes después de que la guerrilla anunciase el cese al fuego unilateral.

Nos recibe el comandante en jefe de la Unidad Central del bloque, Pedro Aldana, conocido como ‘camarada ruso’ por sus estudios en la Universidad de Leningrado (actual San Petersburgo). Su férrea convicción, como la del resto, le lleva a justificar la lucha armada de la guerrilla más antigua de Latinoamérica. “No hay arrepentimiento”, aunque sí reconoce que “murió mucha gente por errores tácticos”. Por eso, tampoco cree necesario emitir un perdón público y colectivo, muy reclamado por parte de la sociedad colombiana, pues “ese perdón debe ser individual, como ya se ha hecho, en lugar de convertirlo en un show”.

Tanto la reconciliación como la reintegración se presentan como los mayores retos para el post-conflicto, pero Pedro se muestra optimista: “La mejor montaña de un guerrillero son las masas. Siempre hemos trabajado en nuestro entorno campesino. Ahora toca divulgar nuestras ideas en público”, afirma sobre la transformación de las FARC en un nuevo partido político a partir de la firma de la paz del 26 de septiembre. “Antes de desmovilizarnos e ingresar a las zonas veredales para el desarme, debe producirse la amnistía”, señala sobre la compleja hoja de ruta en los próximos días. El primer eslabón en esa transición será el plebiscito. Para el comandante de 50 años (25 en las FARC), “ridículo preguntar a un país si quiere la paz”.

Ya no hay localizadores en las patatas

La incorporación de la guerrilla a la vida política les obligará a enfrentarse a cuestionamientos delicados, como su vinculación con el narcotráfico, como método de financiación junto con la extorsión y el secuestro, una “práctica inhumana” como han reconocido varios de sus líderes. “El narcotráfico permeó a toda la sociedad colombiana y también metió sus tentáculos en la guerrilla. Corrompió a algunos mandos de forma individual, entre los menos preparados, los desviados ideológicos”, explica.

Otro de los superiores, Gustavo Bermejo, ordena subir bidones de agua a alguno de los jóvenes que juegan a fútbol en la planicie del centro del campamento. La bomba se ha estropeado, una de las preocupaciones cotidianas esos días. En ese riachuelo los insurgentes se bañan con cubiletes y limpian sus ropas con la misma pastilla de jabón. Hombres y mujeres juntos, en ropa interior. Es uno de los pocos momentos en que se desprenden de sus AK47, R15 y M16. Uno de los muchachos pide prestada una toalla. “Esa no, porque es del oficial”, responde al señalarle una de las que cuelga en el fregadero.

La jerarquía militar vuelve a hacerse evidente tras el suave silbato que llama a los 35 combatientes a formar filas en la misma llanura que hace un momento servía de cancha. Tras pasar lista, se cuadran al unísono golpeando sus botas y cargando al hombro el fusil para luego voltearse varias veces al grito de “vuelta”, “dos pasos al frente”, “derecha”, hasta romper filas con un sonoro “¡Viva Colombia!”. La bandera de las FARC, la de Colombia y una blanca de la paz, la más alta y en medio, contemplan el ritual izadas en altos palos. La guerrilla siempre se consideró un ejército, como demuestran esas rutinas, los últimos resquicios de un beligerante pasado que ahora se asemeja más a un campamento de verano.

Ese mismo escenario se convierte en comedor a medida que los combatientes traen sus cuencos para recibir la pertinente porción de arroz, frijoles, yuca y carne molida. Plato que variará por algo de cebolla, tomate o sopa en las próximas comidas. “Antes tardábamos el triple en cocinar porque teníamos que revisar todos los alimentos que nos llegaban del pueblo para cerciorarnos de que no habían metido chips de rastreo. Imagina que una vez encontramos una papa (patata) falsa con un chip adentro. Si no lo descubrías, al día siguiente eras tú el que amanecía frito”, explica Tatiana, la cocinera, sobre la colocación de chips de localización en alimentos y equipos electrónicos entre 2002 y 2010, la época de mayor presión militar sobre la guerrilla, bajo la presidencia del derechista Álvaro Uribe, ahora máximo opositor a los acuerdos de paz.

El siguiente silbato indica que dará comienzo una reunión en uno de los cuatro barracones de madera, la sala de actos, ya entre las luces de linternas y de un MAC, desde donde el ‘camarada ruso’ procede a la lectura de un comunicado interno enviado desde La Habana y firmado por el comandante en jefe de las FARC, Timoleón Jiménez, con una orden: “(…) ante el anuncio del Gobierno de cesar el fuego de forma definitiva a partir del lunes [29 de agosto], debemos responder con otro gesto. A partir de ahora, les pido que eviten pasear por las veredas uniformados o transitar por los caseríos [granjas] armados. Ante la inminente firma de la paz, también les pido que eviten provocaciones por parte de las Fuerzas Armadas, sino más bien colaboren con ellas (…)”. El mensaje es claro: quedarse bien quietos en ese campamento hasta el inicio de la desmovilización de los cerca de 8.000 guerrilleros.

El texto abre paso a la discusión de crear un equipo de fútbol femenino para participar en el torneo de una vereda cercana o formar un grupo de música, unas propuestas llenas de entusiasmo ante la nueva vida civil. El comandante Pedro mantiene un tono irónico cuando le pregunta al único menor del campamento sobre su futuro tras la reciente exigencia del Gobierno a la guerrilla de sacar de sus filas a todos los menores. Un proceso iniciado el pasado 10 de septiembre. “Bueno Darwin, ahora tenemos que liberarte. ¿Qué hacemos? Todos pueden ir pensando en su despedida”, bromea. “Yo no quiero ir a Bienestar Familiar [como exige el Gobierno]”, se lamenta Darwin, de 17 años. Varias organizaciones internacionales, como UNICEF, han denunciado durante décadas el reclutamiento de menores por parte de los grupos armados colombianos.

“Reclutamos menores para protegerlos de la represión”

La mayoría de los integrantes de esa unidad se alistaron sin haber alcanzado la mayoría de edad. Una decena de ellos tiene ahora entre 18 y 22 años. “Los reclutamientos los hacíamos en el marco de nuestro reglamento, que considera la mayoría de edad a partir de los 15 años”, explica Gustavo. “La represión a los campesinos obligaba a los menores a buscar una protección que nosotros les ofrecíamos, agrega, porque si eran niñas acababan en la prostitución y los niños en pandillas o bandas de sicarios”.

Es el caso de Daniela Suárez, de familia campesina, que entró a las FARC con 16 años. “La represión contra el campesinado ha sido muy dura durante este conflicto y prácticamente no le queda a uno más opción que meterse a la guerrilla”, cuenta la joven a sus 25. Ahora se dedica a labores de comunicación, como la edición de vídeos, y su deseo es “tener internet para poder aprender más y poder divulgar el material”. Luisa Fernanda, madre de tres hijos, sacrificó su carrera de ingeniería mecánica, estudios que anhela continuar. “Todos los problemas vienen de la falta de oportunidades”, asevera la joven de 25 años. Otros, como Adrián (19), nacieron cicatrizados por el conflicto. La mancha de su rostro, dice, fue producto de unas patadas que los paramilitares propinaron a su madre durante el embarazo.

El día se cierra con la ‘hora cultural’, consistente en asistir al informativo (de Caracol) en el único televisor (de pantalla plana) en otro de los barracones mientras se toman un café. El final del telediario dispersa al pública y marca la hora de acostarse, sobre las ocho y media. Algunos se quedan a ver la telenovela.

Todavía es de noche cuando el mando de guardia pasa por los cambuches imitando con su boca el sonido de un pájaro, uno de los muchos recursos guerrilleros para evitar ser detectados por el enemigo. Comienzan a encenderse las primeras linternas entre las lonas de camuflaje.

Son las cuatro y media pero ya hace más de una hora que Tatiana y Breiner preparan una masa frita, que llaman cancharinas, en fuego de piedra. “Éste es el plato guerrillero y antes era el único alimento durante varios días”, recuerda nostálgico Cornelio, de 57 años (34 en las FARC), el mayor del campamento, quien sostiene que “lo duro es crear la convicción política. Después que uno se forma como revolucionario íntegro, no hay momento malo”. La preparación ideológica ocupa el primer mes y comprende lecturas de Marx, Lenin, Jacobo Arenas –ideólogo histórico de las FARC– y el reglamento interno fariano. El entrenamiento militar dura tres meses, antes de empuñar un fusil.

Cornelio perdió hace años la cuenta de los enemigos que dio de baja, como prefieren llamar los guerrilleros a los muertos en combate. “No es idóneo enfrentarse a un muchacho que uno sabe que ha sido campesino y ahora está en otro bando, pero que por las circunstancias de la guerra le toca a uno disparar”, cuenta el veterano sobre un conflicto que ha causado más de 220.000 muertes, un 84% de civiles y 40.787 entre las partes combatientes.

El propio Cornelio es el encargado de dirigir la calesteña, un calentamiento físico que practican con los fusiles una vez finalizada la formación y el recuento matinal. Tras el histórico cese al fuego bilateral pactado el 23 de junio con el Gobierno, la guerrilla abandonó el entrenamiento militar por esos ejercicios.

La causa por delante de noviazgos

La rutina se desarrolla apaciblemente, sin la urgencia de antaño marcada por los combates. Uno limpia el corral de los tres chanchos (cerdos), único ganado del campamento. Otros plantan caña de azúcar en una de las lomas quemadas para ese fin, que junto a la yuca y algunos vegetales resultan los únicos cultivos. “Tenemos varias plantaciones para consumo propio, aunque no son suficientes, lo hacemos más para que los muchachos no pierdan el hábito y el conocimiento del campo”, señala Julián Guevara, de 53 años (28 en las FARC), desde el puesto de comando, uno de los cambuches donde se registran las tareas y turnos en una libreta. Algunos barren con un rastrillo las infinitas hojas como si de un auténtico hogar se tratase.

Los más jóvenes van a por leña monte adentro, suben bidones de agua, tiran la basura en una fosa o arreglan los baños, unos surcos en la tierra a modo de letrinas. En la sala de acto, otros preparan carteles con spray y plantillas de letras con las que escriben: “Por distintos caminos, firmes en convicción, la paz es nuestra ilución [sic]” o “Tu sueño se está cumpliendo”.

Otro de esos sueños se escribe en forma de poesía en una agenda de las FARC tapizada con el rostro de Manuel Marulanda Vélez, su fundador en 1964. Para Sandra, de 19 años, no existen márgenes en las páginas al volcar sus fantasías sobre la vida y su gran amor, Brayan [sic], quien se encuentra en una misión desde hace varios días. “Hay que saber que todos somos compañeros y combatientes igual, y que nos pueden tocar tareas distintas y estar separados”, aclara la joven sobre el estricto reglamento fariano que prohíbe las relaciones antes de los dos años tras su ingreso.

A diferencia de algunas exguerrilleras, Sandra valora los derechos que gozan las mujeres en los campamentos: “Aquí nos tratan como iguales, tenemos las mismas tareas y libertad. Nos respetan, la mujer no es propiedad de nadie”. Pero matiza que “eso no significa que podamos estar cada día con uno diferente. Hay que dejar pasar un tiempo para evitar dañar al otro y provocar peleas entre los chamos [muchachos]. Somos guerrilleros pero tenemos sentimientos”.

La causa rebelde seguirá por encima de los noviazgos y también de las aspiraciones personales tras la desmovilización. Pese a su vocación literaria, Sandra estudiará enfermería, como su madre, “porque en la vereda lo necesitan”. Su otro deseo de formar una familia dependerá de “las funciones que requiera el nuevo partido”, como manifiesta convencida la joven, quien entró al campamento en busca de su hermano del que no tiene noticias desde hace dos años.

La paz no borra las secuelas de un conflicto que algunos, como Julio, llevan marcados en su muslo izquierdo. El único médico del campamento, Carlos, le cura una herida de bala durante un enfrentamiento para expulsar a tres paramilitares de un caserío hace apenas cuatro meses. “Los ‘paracos’ [término despectivo para referirse a sus adversarios] son la piedra en el zapato en este proceso de paz. Tenemos un temor grande a que se refuercen. Aspiramos a que el Gobierno les dé duro”, expresa el joven herido de 22 años (6 en las FARC) sobre una de las principales preocupaciones de la guerrilla. El paramilitarismo, bandas de extrema derecha agrupadas en los noventa para combatir a los insurgentes, se ha reorganizado en clanes ligados al narcotráfico y han incrementado sus ataques en los últimos dos años, tras una sustanciosa pero frágil desmovilización entre 2003 y 2006. Fueron el grupo armado que más víctimas provocó.

“Lo difícil será dejar la selva”

La sangre vertida queda atrás en este ‘domingo guerrillero’, como tildan al único día de la semana para realizar otras actividades. La tarde de celebración comienza cuando el ‘camarada ruso’ trae un bafle por estrenar. “Cortesía de nuestros compañeros de la vereda”, exclama sin mediar explicación mientras los jóvenes se entusiasman con la idea de ensayar una coreografía folklórica.

El atardecer se ilumina con una hoguera en la llanura central y dos bombillas que funcionan con el único generador eléctrico del campamento. Carlos, el enfermero, empuña el micrófono para avivar algunos cánticos, “Contra el imperialismo, por la patria. Contra la oligarquía, por el pueblo…”, para luego dar paso a la lectura de algunas cartas de despedida para los compañeros que la próxima semana partirán a una misión.

El espectáculo arranca con un porro antioqueño –danza típica de la región– que cuatro parejas interpretan vestidas con los trajes tradicionales. La actuación vuelve a tomar un aura reivindicativa con varios raps. El más talentoso, Víctor Trujillo (Víctor de la Jaca, nombre artístico), enlaza sugerentes rimas: “Delegados del pueblo deberían de sobrar y que no quede por fuera un grupo paramilitar”. Su padre y su hermano de dos años fueron asesinados en su finca por los paramilitares. Su padre formaba parte del Ejército de Liberación Nacional (ELN), el segundo mayor grupo guerrillero, que inició conversaciones formales con el Gobierno el pasado 30 de marzo.

Por ese traumático pasado, Víctor se pregunta en sus versos: “¿Por qué nos seguimos matando, viendo que los problemas se arreglan es hablando?”. Esa persecución llevó al joven de 26 años a colaborar con las FARC como miliciano, una vinculación que, a diferencia de sus colegas combatientes, le permitirá tener la libertad para escoger su futuro, en su caso, dedicarse a la música.

En el suelo donde antaño se contabilizaban las bajas y se planificaban ataques, ahora se bailan vallenatos, cumbias y champetas a medida que avanza la noche. Una discoteca pero sin alcohol. Esa fue otra de las órdenes de la cúpula desde La Habana para evitar contratiempos en las últimas semanas clave de negociación. La tregua dio un alivio a estos guerrilleros que pasaron media vida en los montes aislados del mundo.

“Uno se acostumbra a la montaña, a la vida ambulante e incluso a los combates. Lo difícil será dejar la selva”, afirma pensativo Alberto, de 55 años (30 en las FARC). Su deseo es estudiar Veterinaria, pero los superiores ya le han informado que deberá cursar Ciencias Políticas. El reto de transformarse en partido se suma a la necesaria reintegración de los guerrilleros como nuevos ciudadanos y su reconciliación con una sociedad maltratada por el conflicto más largo de Latinoamérica. Para Alberto, un destino tan esperanzador como incierto: “Lo duro no es la guerra, sino la paz”. Son las diez y media. La fogata apaga las últimas sombras de un campamento que en pocos días será historia.

Las palmadas del miliciano interrumpen el murmullo de la frondosa selva antioqueña, en el centro de Colombia. Tras una hora de búsqueda, damos con los cinco guerrilleros, que nos esperan armados y uniformados. Llevan el brazalete tricolor que por más de medio siglo sirvió de distintivo en combates. El azul reza: FARC-EP. La breve presentación termina con un “no te extrañe si no te respondemos, todavía no estamos autorizados”. Sólo la brisa y el canto de los barranqueros, un pequeño pájaro, rompen el silencio durante el laberíntico recorrido de más de una hora a través de la espesa vegetación. Imposible de memorizar. Dejamos atrás algunos troncos y hojas de palmera que antaño sirvieron de camas improvisadas: los restos de un pasado ambulante de huidas diarias marcadas por los bombardeos.

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