Acuerdo final entre las FARC y el Gobierno: los siete desafíos para la paz en Colombia
Después de cuatro años de negociaciones, el Gobierno anuncia oficialmente el acuerdo final y definitivo alcanzado con las FARC, un hito histórico plagado de desafíos
Es una noticia histórica. El acuerdo anunciado entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), tras cuatro años de negociaciones en La Habana, está llamado a poner fin a una guerrilla con 52 años de historia. Ayer, con el anuncio de un acuerdo de paz final y definitivo, culminaban en la capital cubana las negociaciones entre el Ejecutivo de Juan Manuel Santos y la guerrilla más antigua de América. La ONU, la Unasur y varios países de la región se han unido al júbilo de la mayoría de políticos, gremios y ciudadanos colombianos. El pacto establece los "mecanismos de implementación y verificación", que crean una comisión de implementación, seguimiento y verificación del acuerdo de paz, que estará integrada por representantes del Gobierno y de la guerrilla.
La sociedad colombiana festeja el acuerdo, pero permanece atenta a los desafíos que presentará la que es ya la palabra de moda: el post-conflicto. Como afirma el politólogo Carlos Medina Gallego, “la firma del acuerdo sobre el fin de la guerra entre Gobierno y FARC -que podrán participar en las elecciones de 2018- es un paso más en el proceso; todavía queda camino por andar. Estos son algunos de los retos que encontrará la sociedad colombiana en ese camino:
¿Cómo garantizar que los paramilitares se desmovilicen?
El Estado y las FARC han acordado un cese del fuego bilateral y definitivo, pero no son los únicos actores armados en este conflicto. Los guerrilleros de las FARC no sólo han sido combatidos por las de las Fuerzas Armadas colombianas, sino también por los grupos paramilitares, articulados en torno a las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que se desmovilizaron oficialmente en 2006, durante la presidencia de Álvaro Uribe Vélez. Pero buena parte de los miembros de las AUC no se integraron en la sociedad civil, sino que se reagruparon y conformaron nuevas estructuras armadas, que se llamaron eufemísticamente bacrim (bandas criminales).
Por más que el Gobierno de Juan Manuel Santos asimile a estos grupos con el crimen organizado vinculado al narcotráfico, se ha demostrado no solo la permanencia de los paramilitares, sino su avance en algunos territorios desde que los guerrilleros depusieron las armas. Como señala el diario El Espectador, “la creciente presencia de reductos paramilitares” se ha convertido en el mayor temor para consolidar la paz. Aunque se habla apenas de algunos grupos, como los Úsuga y los Rastrojos, hay identificados 14 bloques que operan en 146 municipios y en 22 de los 32 departamentos (provincias) del país. Y no es un problema menor: “Los paramilitares no solo son un grupo armado; es un proyecto de control territorial asociado a la ganadería extensiva y a la agroindustria”, asegura Abilio Peña, de la Comisión Intereclesial Justicia y Paz.
Santos evitó darle importancia a esa cuestión cuando, en su discurso de ayer, se limitó a apuntar que “subsisten otros fenómenos de violencia y delincuencia, como el ELN y las bandas criminales asociadas al narcotráfico”. Así, el mandatario colombiano se aferra a esa visión dominante que limita el conflicto armado a una disputa entre el Ejército y la insurgencia.
¿Cuánta impunidad tolerará la sociedad?
Entre 1958 y 2012, en Colombia murieron 220.000 personas como consecuencia del conflicto armado; de ellas, 180.000 eran civiles, 25.000 fueron desaparecidos y 27.000 secuestrados; casi 6 millones fueron forzados a desplazarse de sus tierras y 5.000 fueron asesinados y hechos pasar por guerrilleros caídos en combate, en lo que se llamó falsos positivos. La historia es pesada y está demasiado teñida de sangre: por eso otro de los grandes desafíos que marcaron las negociaciones y que marcarán la consolidación de la paz tiene que ver con “cuánta impunidad es capaz de soportar la sociedad colombiana para garantizar la paz”, como explica el politólogo Carlos Medina Gallego.
Frente a ese difícil dilema, en su discurso, Santos aseguró que “el sistema de justicia transicional para satisfacer a las víctimas garantiza sus derechos no solo a la justicia, sino también a la verdad, a la reparación y a la no repetición. Los máximos responsables de crímenes atroces serán juzgados y sancionados”.
¿Quién controlará ahora el narcotráfico?
Otra incógnita es si, efectivamente, los jefes de las FARC tienen el poder suficiente en los territorios para que los guerrilleros que están escondidos en las montañas depongan las armas. Porque, en última instancia, lo que está en juego es quién controlará las rutas del narcotráfico. Hasta ahora, se había difundido la extorsión de las FARC a los productores de los estupefacientes -el llamado gramaje-, mientras que los paramilitares -o las bacrim- han controlado la circulación y venta.
“Las comunidades locales viven con la incertidumbre de qué va a pasar con los actores armados, si se van a desmovilizar, si convergerán en otras estructuras, qué papel van a jugar los poderes locales, o si supondrá el avance de los paramilitares. Lo cierto es que los negocios de la droga en los que estaban involucrados son demasiado jugosos para abononarlos”, cree Juan Pablo Guerrero, investigador del CINEP (Centro de Investigación y Educación Popular). “Dudo que el Estado Mayor de las FARC tenga el poder de lograr que todos se desmovilicen. Es difícil que personas que han estado en el monte toda la vida dejen las armas y vayan a las ciudades donde no les van a recibir bien”, añade Leonardo Beltrán Ramírez, también del CINEP.
La cuestión reviste no poca complejidad: “Las guerrillas cobraban el gramaje, pero a la vez impedían que el nartotráfico entrase directamente a los territorios. Era un control ilegítimo, pero un control al fin y al cabo. La pregunta es, ¿tendrá el Estado la capacidad de controlar esos territorios?”, se pregunta la investiagdora Gladys Jimeno.
¿Participación política de los guerrilleros?
Este aspecto ha sido uno de los mayores obstáculos por parte de las FARC para llegar al acuerdo, y es que los precedentes históricos no ayudan. En los años 80, el proceso de negociación de paz, en tiempos del presidente Belisario Betancourt, culminó con la creación de Unión Patriótica (UP), una propuesta política legal de varios grupos guerrilleros, entre ellos sectores desmovilizados de las FARC y el ELN. Fueron sometidos al exterminio sistemático por grupos armados paramilitares, que asesinaron a entre 3 y 5 mil de sus militantes, según las fuentes; entre ellos, dos candidatos presidenciales (Bernardo Jaramillo y Carlos Pizarro) y el senador Manuel Cepeda, padre del actual congresista Iván Cepeda.
En 2012 resurgiría su propuesta política con Marcha Patriótica, cuyos integrantes continúan, tres décadas después, siendo amenazados por los grupos armados ilegales y, en algunos territorios, hostigados por el propio Ejército. No faltan motivos para que los guerrilleros estén renuentes a confiar en la palabra del Estado colombiano. Frente a ese malestar, Santos ha asegurado que el acuerdo llevará al país a “una democracia fortalecida, donde todos quepamos; donde todos podamos opinar, disentir, construir. Donde las ideas se defiendan con la razón y jamás con las armas”.
¿Qué ocurrirá con las demás guerrillas?
Las FARC no son la única guerrilla que aún está activa en Colombia. El Ejército de Liberación Nacional (ELN) sigue siendo muy importante en algunas regiones del país; en marzo fue incorporado al proceso de negociaciones de La Habana, pero poco después se malogró la inicitiva cuando el ELN secuestró a tres periodistas, entre ellos la española Salud Hernández.
¿Y los acuerdos en torno a la política agraria?
“En Colombia, el conflicto armado es sólo una parte de un conflicto social mucho mayor y de más larga data”, sostiene Dora Lucy Arias, del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (Cajar). Y ese problema social pasa por la distribución inmensamente desigual de la riqueza y de la tierra, en un país con un índice Gini (en que 0 es la igualdad absoluta y 1 la desigualdad absoluta) de 0,53, uno de los más altos de América del Sur, y un índice Gini de concentración de la tierra de 0,88.
Fue esa situación de injusticia social la que llevó a los campesinos de Marquetalia en 1964 a subir al monte y pelear con las armas frente a un Estado controlado por oligarquías celosas de ceder un ápice de su poder. La cuestión agraria estuvo en el origen de las FARC, y 52 años después, provocó este mes de junio un paro agrario en el que los campesinos exigen soluciones al Estado al que responsabilizan del empeoramiento de su situación que ha supuesto la firma de tratados de libre comercio (TLC) con Estados Unidos. Una de los soluciones que exigen los campesinos es la concesión de zonas de reserva campesina (ZRC) que se consagren a la producción de alimentos a pequeña escala.
¿Es posible una paz duradera sin justicia social?
El presidente Santos afirmó al anunciar la paz que “los campos de Colombia tendrán un futuro con más oportunidades, donde el desarrollo, los servicios del Estado y la tranquilidad sean la regla y no la excepción. Cientos de miles de familias que fueron expulsadas por la violencia regresarán sin temor, para hacer producir nuestro campo y sembrar el desarrollo en las regiones”. Esas buenas intenciones contrastan con una realidad en que la Ley de Restitución de Tierras no logra resultados porque los campesinos, afrodescendientes e indigenas despojados son amenazados si reclaman sus tierras, esas que, en muchos casos, han sido ya ocupadas por el monocultivo de palma y otros emprendimientos extractivos.
La restitución de tierras es, de hecho, uno de los puntos acordados por las FARC como condición para la paz. Sin embargo, el Gobierno no ha aclarado todavía de dónde saldrá esa tierra. “Se observa una esquizofrenia entre lo que el Gobierno dice en La Habana y la agenda legislativa, que profundiza el modelo extractivo que expulsa a las comunidades”, afirma Dora Lucy Arias,
Un ejemplo es la ley de Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social (Zidres), que permitirán que grandes empresas del agronegocio exploten las tierras baldías en propiedad del Estado que, según la ley, deben ser asignadas a los campesinos sin tierra. “El problema de Colombia es el modelo de desarrollo que se ha impuesto a sangre y fuego: eso no puede resolverse con leyes, si no hay una voluntad política real de respetar la autonomía y los proyectos de vida de comunidades que basan su existencia en la agricultura familiar”, concluye Arias. Por eso dicen las comunidades locales que “la paz se contruye en los territorios”, y que no hay paz sin justicia social. Ese es el enorme desafío que tiene por delante la sociedad colombiana.
Es una noticia histórica. El acuerdo anunciado entre el Gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), tras cuatro años de negociaciones en La Habana, está llamado a poner fin a una guerrilla con 52 años de historia. Ayer, con el anuncio de un acuerdo de paz final y definitivo, culminaban en la capital cubana las negociaciones entre el Ejecutivo de Juan Manuel Santos y la guerrilla más antigua de América. La ONU, la Unasur y varios países de la región se han unido al júbilo de la mayoría de políticos, gremios y ciudadanos colombianos. El pacto establece los "mecanismos de implementación y verificación", que crean una comisión de implementación, seguimiento y verificación del acuerdo de paz, que estará integrada por representantes del Gobierno y de la guerrilla.
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