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"Un pueblo tratado como objetivo militar": el alto precio de protestar en Latinoamérica
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"Un pueblo tratado como objetivo militar": el alto precio de protestar en Latinoamérica

De la represión de las manifestaciones contra la reforma de las pensiones en Argentina a los asesinatos de activistas en Honduras, Colombia o Brasil, la tendencia es preocupante en el continente

Foto: Soldados colombianos patrullan una calle de Bogotá, en septiembre de 2017. (Reuters)
Soldados colombianos patrullan una calle de Bogotá, en septiembre de 2017. (Reuters)

Este lunes, el centro de Buenos Aires vivió una batalla campal. Tras la acelerada escalada de la represión de la protesta social que ser vivió la semana pasada, las autoridades vallaron el Congreso y cerraron al tráfico varias cuadras a la redonda. A las 14 horas del lunes se votaba la ley de reforma de las pensiones que las protestas sociales habían impedido el pasado jueves, y había convocadas manifestaciones que, pese a las dificultades de movilidad, fueron masivas y se saldaron con decenas de heridos y detenidos. La actuación policial volvió a ser brutal: se aplicaron gases lacrimógenos inclusive dentro del metro. Las autoridades argumentan que se hizo en respuesta a la actitud de violentos organizados, que, según las organizaciones sociales, eran grupos infiltrados, pues no portaban insignias de ninguna de las organizaciones convocantes.

No se trata de hechos aislados, ni para Argentina ni para el resto de la región latinoamericana. Tras la victoria del partido de Mauricio Macri en las elecciones legislativas del pasado octubre, el oficialismo ha manifestado su apuesta contundente por unas políticas de ajuste de ideología neoliberal. Y aquí está, cree la economista feminista Natalia Quiroga, el trasfondo de la escalada represiva: “En América Latina se registra una creciente militarización de la vida cotidiana, donde el discurso de la seguridad se entiende como un orden a favor del mercado. El modelo de producción en nuestro continente implica un creciente despojo, y la imposición de ese orden implica enormes fuerzas represivas”.

Foto: Una mujer se sobresalta por los disparos de una escopeta de balas de goma de los agentes antidisturbios, en Buenos Aires, el 14 de diciembre de 2017. (Reuters)

La violencia se ceba con aquellos territorios sobre los que avanzan las fronteras extractivas, se trate del negocio agrícola, la minería, la extracción petrolífera o las megapresas. En la Patagonia argentina, la lucha del pueblo mapuche se ha saldado en los últimos meses con dos víctimas mortales: Santiago Maldonado y Rafael Nahuel. Y Argentina no es una excepción: según la ONG Global Witness, sólo en 2016 fueron asesinados 200 defensores del territorio en el mundo; más de la mitad, en América Latina. Encabezan la lista los 49 asesinatos en Brasil, los 37 de Colombia y los 14 de Honduras. Por no hablar de las amenazas, agresiones y diversas formas de hostigamiento con los que grupos mercenarios o paramilitares tratan de amedrentar las resistencias.

“Caza de brujas”

Ocurre que los territorios que quedan por explotar suelen coincidir con los que habitan las comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas: el Impenetrable en el Chaco, al norte de Argentina; el Cerrado brasileño; la biodiversa región del Chocó en Colombia; o la Patagonia argentina, cuyos habitantes ancestrales, los mapuche, luchan desde hace décadas contra la empresa Benetton y las petroleras, entre otras corporaciones. De ahí que sean las comunidades indígenas y campesinas las más afectadas por lo que la académica y activista Verónica Gago califica de “nueva caza de brujas”.

placeholder Policías hondureños durante unos disturbios en Tegucigalpa, el 18 de diciembre de 2017. (Reuters)
Policías hondureños durante unos disturbios en Tegucigalpa, el 18 de diciembre de 2017. (Reuters)

Gago apunta a la raíz de una disputa que cuenta cinco siglos, pero que se recrudece con la actual dinámica global de financiarización de la economía: el avance sobre el territorio, amparado por el racismo, que aparece “como organizador de una nueva economía de la violencia”. Sólo así se hace posible “que el Estado fusile a un pibe [chico] mapuche de 22 años por la espalda y que la vicepresidenta Gabriela Michetti hable de la nueva doctrina de seguridad nacional que otorga ‘el beneficio de la duda’ a las fuerzas de seguridad”. En otras palabras: la desvalorización del pueblo mapuche permite calificar de “terroristas” a quienes defienden sus tierras ancestrales y unos modos de vida autónomos.

La raza traza la línea, como recuerda Gago, de las vidas y los cuerpos que importan. Es también el racismo el que permite el lento y silenciado genocidio que se produce, a manos de la policía, en las periferias de Rio de Janeiro, São Paulo y otras muchas ciudades brasileñas, muchas veces en connivencia con el poder político y judicial, como hace años denuncian las Mães de Maio, el colectivo de mujeres cuyos hijos negros y pobres fueron asesinados, en las periferias de São Paulo, por los funcionarios que ellas mismas pagan con sus impuestos, ante la indiferencia generalizada de las élites brasileñas y de la comunidad internacional.

Connivencia estatal

En Colombia y México, dos países atravesados por el narcotráfico y la violencia militar y paramilitar, las organizaciones de derechos humanos llevan tiempo señalando la complicidad estatal: “En México existía un contexto de represión y criminalización de la protesta social, pero ahora lo que hay es una guerra contra la población”, afirma Liliana Chávez, militante de la Asamblea de Mexicanxs en Buenos Aires. “La guerra al narcotráfico que en 2006 anunció el entonces presidente, Felipe Calderón, nunca fue una guerra contra el narco, sino una guerra del Estado contra la sociedad civil”, añade. Las cifras oficiales hablan de 32.000 muertes violentas de esta guerra difusamente declarada, que se ceba, una vez más, en aquellos territorios sobre los que avanzan las fronteras extractivas. Hace unos días, las organizaciones en defensa de los derechos humanos y expertos de la ONU expresaron su rechazo al proyecto de ley de Seguridad Interior que se debate en las cámaras, que dará mayor protagonismo al Ejército en materia de seguridad.

En Colombia no es nueva esa letal combinación entre narcotráfico, grupos armados y connivencia de las elites; pero tras los Acuerdos de Paz después del largo proceso de negociaciones entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), ha habido “un recrudecimiento de la represión y criminalización de la protesta social, y un reordenamiento de los grupos paramiltares, que nunca dejaron de actuar, pero que ahora retoman la perpetración de masacres y de amenazas sistemáticas en un contexto de impunidad y de vinculación directa de estos grupos armados con las fuerzas paramilitares y la clase política”, en palabras de Leonardo Luna, del movimiento político y social Congreso de los Pueblos.

placeholder Manifestantes protestan contra la reforma de las pensiones en Buenos Aires, el 19 de diciembre de 2017. (Reuters)
Manifestantes protestan contra la reforma de las pensiones en Buenos Aires, el 19 de diciembre de 2017. (Reuters)

Según el Atlas de la Justicia Ambiental (EJAtlas), que ha documentado 126 conflictos sociambientales en Colombia, en 27 de ellos ha habido activistas asesinados. El proceso de paz, tras el acuerdo firmado entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), no ha mermado este tipo de violencia, sino que, antes bien, se ha recrudecido. Así lo evidencia el último informe del programa Somos Defensores:se han registrado 193 agresiones sólo en los tres primeros meses de 2017. “Es necesario que la comunidad internacional sea contundente para proteger a una población vapuleada, tratada como un objetivo militar”, reclama Javier Castellanos, del Congreso de los Pueblos.

“Ideología de género”

Junto a las poblaciones de las favelas y villas miseria y las comunidades indígenas y campesinas, las mujeres son las más afectadas por estas prácticas. “Ha aumentado la criminalización de las feministas, tanto en Brasil como en otros países de la región”, sostiene Analba Brazao Teixeira, militante de la Articulación de Mujeres Brasileñas. “El de [Michel] Temer ha sido un golpe patriarcal, y no sólo por haber destituido a una mujer [Dilma Rousseff], sino porque ha usado el odio racial y de clase, y eso contribuyó a que la gente ya no tenga pudor en ser racista y machista, como si todo estuviese permitido”. El diputado Jair Bolsonaro ha sido protagonista de esa escalada de violencia discursiva por su homofobia (“Prefiero un hijo muerto en un accidente que un homosexual”) y su misoginia (“No te violo porque no te lo mereces”, le espetó a una diputada federal).

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Esta escalada discursiva tiene su correlación con políticas públicas que reducen los derechos. En Brasil, las feministas intentan impedir la votación de la PEC 181, que imposibilitaría el aborto inclusive en casos de violación o riesgo para la vida de la madre. “Eso, en un país donde cada 11 minutos una mujer es agredida sexualmente. La sensación es que estamos perdiendo en un año lo que habíamos tardado 30 años en conquistar”, lamenta Analba, y enfatiza el papel de la Iglesia evangélica en el desprestigio de la lucha feminista, catalogada de “ideología de género” en países como Colombia y Brasil, donde las iglesias evangélicas avanzan con fuerza en la sociedad y en la política.

Este lunes, el centro de Buenos Aires vivió una batalla campal. Tras la acelerada escalada de la represión de la protesta social que ser vivió la semana pasada, las autoridades vallaron el Congreso y cerraron al tráfico varias cuadras a la redonda. A las 14 horas del lunes se votaba la ley de reforma de las pensiones que las protestas sociales habían impedido el pasado jueves, y había convocadas manifestaciones que, pese a las dificultades de movilidad, fueron masivas y se saldaron con decenas de heridos y detenidos. La actuación policial volvió a ser brutal: se aplicaron gases lacrimógenos inclusive dentro del metro. Las autoridades argumentan que se hizo en respuesta a la actitud de violentos organizados, que, según las organizaciones sociales, eran grupos infiltrados, pues no portaban insignias de ninguna de las organizaciones convocantes.

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