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Cómo los políticos vascos dejaron de llevar corbata y lo que explica de España
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Cómo los políticos vascos dejaron de llevar corbata y lo que explica de España

Las transformaciones que se están produciendo en todo el mundo también afectan a nuestro país, a pesar de que vive en una dinámica ideológica propia. Es el momento de cambiarla

Foto: Andueza y Pradales en un pleno del Parlamento Vasco. (EFE/Adrián Ruiz Hierro)
Andueza y Pradales en un pleno del Parlamento Vasco. (EFE/Adrián Ruiz Hierro)
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Circula una explicación, probablemente cierta, acerca de cómo la corbata se dejó de utilizar por una mayoría de políticos vascos. Cuando Bildu comienza a adquirir poder institucional tras el final de ETA, la informalidad en la vestimenta se utilizó como un elemento diferencial por parte de sus representantes. La época, marcada también por el 15-M, ayudaba a esta tendencia, porque las rigideces formales comenzaban a ser mal percibidas por las poblaciones. Además, las costumbres sociales ayudaban, ya que era una prenda que se veía como incómoda y poco pragmática. En el caso vasco, hubo un elemento añadido, como fue el territorial. La capital económica de Euskadi es Bilbao, el lugar donde el mundo empresarial, el experto, el del establishment se concentra. Y en Guipúzcoa la corbata empezó a ser vista como una cosa muy de Bilbao y, por tanto, rechazable. Poco a poco, vestir sin corbata —salvo en ocasiones especiales—, fue haciéndose habitual en el espectro político vasco hasta convertirlo en la nueva norma.

Esta anécdota contiene más que una práctica estética, porque nos dice algo de los cambios en los tiempos. Normalmente, son las capitales, los centros de poder y de influencia económica y social, donde se fijan nuevas modas que después se extienden al resto de sus poblaciones: la gran urbe es el núcleo estético principal a partir del cual proliferan los gestos imitativos. En el caso de la corbata vasca, fue justo al revés: las costumbres de las periferias asaltaron el centro. Si las prácticas no se extienden desde la urbe hacia el resto del territorio, sino al revés, es que algo se ha transformado.

Así ha ocurrido electoralmente: la influencia del PNV sigue siendo grande en Vizcaya y en su capital, Bilbao, pero cada vez es menor en Guipúzcoa y Álava, donde Bildu ha ganado mucho terreno. La influencia del centro sobre las periferias es menor y estas empujan en otras direcciones.

En muchos países la política se está haciendo contra las capitales y contra sus habitantes

No es una tendencia únicamente vasca, sino general: ha recorrido insistentemente la política contemporánea en sus más amplios aspectos. Ha dado forma a muchos procesos electorales: los británicos votaron en contra de su centro, Londres, en la era del Brexit; en Francia, Macron domina París y Le Pen el interior; y esa brecha entre la capital y el resto del país la hemos percibido igual en las últimas elecciones de naciones tan dispares como Países Bajos, Argentina o Hungría. En EEUU, el interior del país contra las grandes ciudades costeras es una variable política indispensable para entender el voto.

No es un fenómeno causado por la habitual separación entre el entorno rural y el urbano, sino por la pérdida de influencia de los centros. Las sacudidas que viven los procesos electorales contemporáneos tienen en este asunto una de sus principales explicaciones. Hay muchos países donde la política se está haciendo contra las capitales y contra sus pobladores. Hay un mundo que separa a los grandes centros urbanos del resto, en cuanto a vitalidad económica, crecimiento, demografía y costumbres. Se han creado zonas cono posiciones materiales muy diferentes, pero también culturales y políticas. Si se quiere una metáfora de las distancias ideológicas, esa brecha que separa al usuario del caro coche eléctrico de París de la clase media baja de provincias, que se mueve en el contaminante y barato diésel, podría servir. En ese contexto, las opciones políticas dominantes en las periferias han ido creciendo sustancialmente.

La diana política

España es una anomalía en este sentido, porque estas variables políticas no operan, o lo hacen secundariamente, en general ligadas a comicios autonómicos, donde los grandes núcleos de población votan de una manera y los territorios alejados de ellos de otra. Cataluña y el mismo País Vasco son ejemplos recientes.

Las élites que se dan cita en Madrid son muy distintas de las que quedan en provincias

Sin embargo, la dinámica general no tiene lugar en el conjunto de España. Si se hubieran seguido las tendencias internacionales, muchas de nuestras zonas en declive, esas que pierden población y cuyos jóvenes emigran, que precisan inversión que no encuentran y que ven decaer sus posibilidades de futuro, percibirían a la gran urbe española, Madrid, y a sus pobladores, como un problema. En la capital se ubican las empresas más importantes, las consultoras, los despachos de abogados, las agencias de publicidad, los medios de comunicación o las grandes universidades, por lo que las élites que en Madrid se dan cita en la capital son muy distintas de las que quedan en provincias, y desde luego, de los habitantes de estas. Madrid podría haberse convertido en una diana política, como Washington D.C. en EEUU, Londres en el Reino Unido, París en Francia o Bruselas en la UE.

Si hubiera ocurrido de esta manera, los partidos antisistema, o los políticamente más atrevidos, habrían crecido en provincias y habrían tenido menor recorrido en la ciudad. No ha sido así y las formaciones más jóvenes, como Podemos y después Sumar, encontraron en las grandes ciudades sus principales apoyos. Vox también suma un buen puñado de votos en ellas. Las condiciones parecían dadas para que se repitieran las dinámicas electorales occidentales, pero eso no ha sucedido.

Madrid D. F.

Y, en gran medida, porque esa tendencia ha sido contrarrestada con un factor perturbador, el de los nacionalismos periféricos, lo que ha impedido que la tensión política entre el interior y la ciudad global se desarrollase. Catalanes y vascos sí construyeron su política oponiéndose a Madrid: el intento de separarse de la gran urbe, cuando no de romper con ella, como ocurrió en el procés, ha vehiculado sus ofertas electorales. Esto tenía coartada ideológica, ya que Madrid era definido como el lugar en el que el franquismo y el centralismo continúan arraigados: es Madrid D.F., ese entorno que acapara los recursos, que vive en una atmósfera turbia, cuyas élites se niegan a compartir cualquier poder y que se resiste a los avances en la estructura territorial. Esta visión impulsó que en las últimas elecciones generales el voto de Cataluña y Euskadi se concentrase no solo a favor del PSOE, sino contra el previsible gobierno de PP y Vox.

El nacionalismo periférico ha ejercido de freno a la tendencia que ve la política desde la oposición entre la gran urbe y el resto del territorio

Ese discurso, sin embargo, era difícil que se extendiese por otras zonas de España y que la dinámica anticapital arraigase. En primer lugar, por la propia naturaleza de los nacionalismos periféricos, que establecían proyectos para sí mismos y se agotaban en sí mismos, y que, en consecuencia, no eran capaces de establecer alianzas con otros territorios y de vincular una oposición común al centro. Algo de eso aparece en el auge del BNG, la presencia electoral de nacionalismos como el valenciano o el balear o el ascenso de un Bildu que recibe votantes no soberanistas. Pero son movimientos todavía minoritarios y poco conectados.

En segundo lugar, el carácter de centro geográfico de Madrid, así como la organización radial de la estructura española, tiene su importancia, ya que permite que las conexiones de muchas comunidades sean de hecho más cercanas y estrechas con la capital. Eso favorece también que el sentimiento nacionalista español se rearme alrededor de Madrid. El nacionalismo periférico, pues, ha ejercido de freno en España a esa tendencia que ha construido la política internacional desde la oposición entre la gran urbe y el resto del territorio.

La principal idea nacionalista

Así las cosas, la tensión entre Madrid y las regiones rebeldes se ha articulado alrededor de una idea: las comunidades nacionalistas creían que un grado mayor de lejanía de Madrid, y, por tanto, de mayor autogobierno y más cesiones de competencias, traería un mejor nivel de vida a sus habitantes, permitiría un grado mayor de eficiencia en la gestión de los servicios públicos y aportaría más recursos para el desarrollo de su región. Cuando, como ocurrió en Cataluña, el número de cesiones no se estimaba suficiente, se lanzó el procés, en parte como instrumento de negociación para seguir avanzando por ese camino, en parte porque la crisis había generado una sensación creciente de que sus problemas económicos venían provocados por Madrid D.F., que les estaba robando sus recursos.

Al mismo tiempo, en España, había partidos que pensaban que la manera mejor de minar las bases del independentismo y de atraer a la esfera constitucional a votantes que oscilaban entre unas y otras posiciones era conceder un mayor grado de autonomía. Esa era la posición de las formaciones progresistas: encontrar un encaje real de esas regiones mediante la negociación de un mejor marco para ellas, tejido a través del diálogo, contribuiría a que el impulso independentista disminuyera. Otros partidos afirmaban lo contrario, que no se podía seguir cediendo frente a exigencias cada vez más elevadas, pero cada vez que gobernaban y necesitaban los votos de los nacionalistas, no tenían problema en aumentar las cesiones.

En esa peculiar relación entre centro y periferia se ha movido la política española, en la que el elemento territorial ha sido el asunto nuclear durante mucho tiempo, y también ahora, por muchos motivos: de ahí parten, sin ir más lejos, los difíciles equilibrios entre el gobierno y sus socios de legislatura.

Sin embargo, han ocurrido muchas cosas durante los últimos años para que esta situación deba abordarse desde otros enfoques.

Ya no es verdad, si es que lo fue alguna vez

Esa idea del autogobierno como remedio a los males económicos y territoriales pudo ser cierta en algún momento, pero no hoy. Los gobernantes nacionalistas pueden insistir en que más cesiones servirán para paliar los problemas económicos de sus poblaciones, pero no es real. Gran parte del deterioro de su nivel de vida, de los problemas de los servicios públicos, del escaso recorrido de sus pymes, de los salarios de sus trabajadores y del aumento del precio de sus viviendas no tiene que ver con procesos autóctonos: son males estructurales. Ciertamente, Madrid D.F. puede haber salido beneficiada con estos nuevos tiempos, pero no es la causante de ellos. Se puede insistir en más cesiones y en otra articulación territorial, incluso en la independencia, pero solo servirá como instrumento electoral. Aquello en lo que estamos (y lo que viene) posee otras dimensiones.

Cualquier territorio (Madrid, Cataluña, Euskadi) que piense que en solitario tendrá más opciones que con el Estado, vive la pura ilusión

Las dificultades presentes son estructurales y parten de cambios sustanciales que están sucediéndose en la esfera internacional, con todas sus derivadas económicas, políticas y geopolíticas. En esta situación, el tamaño no es solo importante, sino que resulta crucial. En ese sentido, una iniciativa europea seria, integradora y contundente resultaría necesaria para volver a colocar al continente en el mapa de influencia mundial, y generaría muchos más beneficios si se hiciera en común que aisladamente. Hay muchas dudas de que eso ocurra. Y si no sucede, todavía serán más relevantes las iniciativas a nivel estatal para fortalecerse en una época que se adivina complicada. Cualquier territorio (Madrid, Cataluña, Euskadi, el que sea) que piense que aisladamente tendrá más opciones que amparándose en el conjunto del Estado, vive en la pura ilusión.

En esas circunstancias, los territorios periféricos e interiores de España —todos, no solo los nacionalistas— cuentan con varias opciones, que esencialmente se reducen a dos. Una consiste en continuar con la mirada pequeña y en seguir preocupándose por aumentar las competencias y gestionar en exclusiva los recursos de su territorio, pero eso provocará menor vitalidad económica, terciarización, aumento del precio de los bienes esenciales e incluso pérdida de influencia de sus élites —como les está pasando a las españolas—.

La otra posibilidad consiste en cambiar la posición. En lugar de seguir negociando para obtener más, lo que difícilmente conseguirán cuando no lo hay, podrían pensar en qué pueden construir en conjunto con otras regiones o con la totalidad del país. Si cuentan con proyectos que puedan potenciar sus territorios a partir de la potenciación de lo común, es la hora de que presionen para intentar ponerlos en marcha —como le toca hacer, y más todavía en el futuro, a España en el seno de Europa—. Hoy, las motivaciones que surgen de sentires identitarios tienen menos peso que el mero pragmatismo. En ocasiones como estas, a veces las corbatas dejan de utilizarse en las periferias y poco a poco esa costumbre se impone en el centro: lo de fuera cambia lo de dentro.

De este modo, podrían añadir energía a una España en exceso detenida en su pensamiento estratégico y en su visión a medio plazo. Hemos pasado demasiado tiempo actuando a partir de intereses localistas, y Madrid lo ha hecho en primer lugar, y eso dificulta enormemente pensar en una estrategia de posicionamiento común en un momento crucial. Por desgracia, seguimos enredados en discusiones sobre el pasado en lugar de comenzar a afrontar el futuro. Y es imprescindible, porque vamos tarde.

Circula una explicación, probablemente cierta, acerca de cómo la corbata se dejó de utilizar por una mayoría de políticos vascos. Cuando Bildu comienza a adquirir poder institucional tras el final de ETA, la informalidad en la vestimenta se utilizó como un elemento diferencial por parte de sus representantes. La época, marcada también por el 15-M, ayudaba a esta tendencia, porque las rigideces formales comenzaban a ser mal percibidas por las poblaciones. Además, las costumbres sociales ayudaban, ya que era una prenda que se veía como incómoda y poco pragmática. En el caso vasco, hubo un elemento añadido, como fue el territorial. La capital económica de Euskadi es Bilbao, el lugar donde el mundo empresarial, el experto, el del establishment se concentra. Y en Guipúzcoa la corbata empezó a ser vista como una cosa muy de Bilbao y, por tanto, rechazable. Poco a poco, vestir sin corbata —salvo en ocasiones especiales—, fue haciéndose habitual en el espectro político vasco hasta convertirlo en la nueva norma.

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