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La 'gran coalición' de Bildu: lo que está cambiando en la política española
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La 'gran coalición' de Bildu: lo que está cambiando en la política española

Los resultados de las elecciones gallegas, ya casi olvidados, reflejan algunas de las constantes electorales de nuestro país. En Euskadi, esos cambios están ya presentes

Foto: Pello Otxandiano, candidato de Bildu. (EFE/Luis Tejido)
Pello Otxandiano, candidato de Bildu. (EFE/Luis Tejido)
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Casi nada de lo que ocurre en la política española tiene efecto duradero. Apenas ha transcurrido una semana desde las elecciones gallegas y ya estamos inmersos en asuntos que han relegado al olvido los efectos del 18-F. Sin embargo, los resultados de Galicia muestran algunos de los asuntos que con más intensidad configuran la política nacional, aunque sea de un modo no siempre explícito.

Para entender qué nos dice la victoria de Rueda, hay que empezar por ampliar la mirada y constatar cuál ha sido la gran tendencia en las elecciones occidentales. La relación entre los territorios ganadores y perdedores del mismo país, típicamente la gran ciudad y las zonas interiores, ha construido las dinámicas de voto en Occidente desde hace varios años. Fue lo que provocó el Brexit y la victoria de los tories en Reino Unido, lo que explica que EEUU esté dividido en dos, el crecimiento sostenido de Le Pen en Francia, la victoria del partido de Wilders en Países Bajos o el auge de AfD, principalmente en el Este alemán. La manera de ver la vida en las poblaciones con mayor vitalidad económica, y especialmente en ciudades globales como Londres, París, Nueva York o Madrid, es muy distinta de la que predomina en las ciudades pequeñas e intermedias, que están en declive. Las primeras disfrutan de un notable auge, las segundas se sienten estancadas o en decadencia. Esa brecha, con sus derivadas sociales y culturales, ha establecido preferencias claras de voto en los comicios nacionales de muchos países y ha determinado sus elecciones.

España es una excepción en ese sentido: aquí ha ocurrido otra cosa. Las últimas elecciones generales ofrecieron un mapa en el que quedaba marcada una división nítida: por encima de la línea del Ebro, socialistas y nacionalistas vencieron; en las comunidades del resto de España, la suma de PP y Vox resultaba mayoritaria, a menudo claramente. La principal diferencia de nuestro país con otros occidentales consiste en que ese eje ciudad global-territorios en declive no ha sido determinante. La cercanía temporal del procés y la habitual tensión con los nacionalistas periféricos contribuyeron a fijar una dinámica diferente: la brecha apareció en otro lugar.

Sin embargo, que la articulación política y electoral de las diferencias entre regiones haya funcionado de un modo alejado de la tendencia occidental, no quiere decir que esta no exista. Hay desequilibrios evidentes entre unas regiones y otras, y esa tensión entre ganadores y perdedores continúa viva y tiene cada vez más efectos. Por eso los resultados de las elecciones gallegas sean un síntoma de la política nacional.

Un malestar con dos direcciones

Cualquiera que manejase estudios cualitativos (mejores que las encuestas) en el momento de inicio de la campaña gallega, sabría de la enorme dificultad de partida para arrebatar al PP la mayoría absoluta. El clima gallego era ambiguo: por una parte, se sentían una esquina de España, no solo en lo geográfico, también en lo económico y en lo social. Por otro, ese sentimiento de haber quedado arrinconados no producía un deseo de cambio. Su cotidianeidad la percibían buena, había orgullo de su tierra y de su forma de ver la vida, y eso era algo que querían conservar. Ni siquiera entre los simpatizantes de izquierda había una necesidad urgente de transformar políticamente la comunidad. Si se conseguía bien, y si no, tampoco era tan importante: "Si llueve, que llueva". Era un contexto poco proclive a los vuelcos electorales.

No prima políticamente el impulso de un gran cambio, sino que triunfan opciones territoriales que se envuelven en el pragmatismo

Este sentimiento ambiguo es dominante en muchas Comunidades, que pueden estar molestas, o muy molestas, por su posición en el mapa económico de España, pero que al mismo tiempo muestran satisfacción con su modo de vida y se sienten orgullosos de su tierra y de su forma de ser. Esta dualidad explica que no prime políticamente un impulso de cambio radical, sino que lo que triunfe sean opciones que reivindiquen su territorio y se apoyen en un deseo de mejora, que entienden más fácil de conseguir envueltos en una posición pragmática que en una militante.

Por qué todos quieren ser el PNV

Hay territorios que se sienten estancados, que carecen de la vitalidad necesaria o que se ven relegados y demandan recursos que les ayuden en una situación complicada; otros, como Valencia y parte de Andalucía, perciben un nuevo empuje y quieren ser ayudados por el Estado para que su auge no se detenga; otros, como Cataluña o País Vasco, que ocupan un lugar privilegiado, perciben las señales de la decadencia y quieren obtener más para recuperar el vigor perdido. Todos coinciden en la misma necesidad por diferentes motivos.

Los votantes eligen partidos que impulsen la mejora del territorio y de sus condiciones de vida sin necesidad de rupturas profundas

Para conseguir ese objetivo, suelen elegir en primer lugar a formaciones políticas que, de una manera u otra, impulsen esa aspiración a la mejora del territorio sin necesidad de rupturas profundas: prefieren a aquellos partidos que entienden que defenderán con energía los intereses de los habitantes de la comunidad, lo que incluye conseguir más recursos de Madrid, pero que cuenten con credibilidad a la hora de gestionar bien. Por decirlo a la manera de Aitor Esteban, "todos quieren ser el PNV".

Esto es también lo que ha ocurrido en Galicia: el partido vencedor ha exhibido un evidente regionalismo, y el segundo, el de Ana Pontón, ha hecho gala de un nacionalismo templado. Los partidos con una impronta más estatal han salido mal o muy mal de la aventura: el PSOE ha perdido un buen puñado de votos y Sumar, Vox y Podemos no han entrado en el Parlamento. Sí lo hizo una formación provincial, la de Jácome.

Por qué no hay una ola populista

Esta doble dirección, hacia el refugio en el territorio y hacia el pragmatismo, es importante por dos motivos. En primera instancia, porque en otros países el malestar interior generó una ola de cambio en todo el Estado. Esta ha sido la esencia de los populismos europeos y anglosajones: las regiones desfavorecidas han impulsado una transformación política en la totalidad del país, normalmente articulada mediante posiciones conservadoras. Era un malestar localizado que acababa haciéndose colectivo.

En España, generar esa ola amplia es muy complicado por la idiosincrasia territorial. En el resto de países, las formaciones conservadoras han jugado la baza de un nacionalismo muy potente (cuya idea fuerza era recuperar la potencia o la grandeza del país) que aquí es difícil articular. El proyecto nacional es rechazado de antemano, porque confluyen distintas ideas sobre el mismo: la españolista, la de los independentismos periféricos y la que pone el acento en otra manera de articular el Estado. Este escollo es muy relevante a la hora de explicar el fracaso de los populismos como partidos de masas en nuestro país.

El regionalismo se ha apoderado de la política: Madrid nos da poco, ya sea porque se lo ofrece a los catalanes o porque nos ignora

Pero también lo es para señalar cómo ese malestar, en lugar de aspirar a un cambio general, ha quedado localizado: cada región reivindica su personalidad y sus características y exige al Estado más recursos y más atención. Las opciones ganadoras han hecho uso de esa carta de continuo, ya sea desde el andalucismo templado y simpático de Moreno, la efervescencia económica valenciana, el galleguismo de Feijóo y Rueda o el cantabrismo de Miguel Ángel Revilla, recogido por el PP. Ocurre también en comunidades donde gobierna el PSOE, como Asturias. Hasta el Madrid de Ayuso juega esa carta. Pero, si se mira al lado izquierdo, cada vez más sus formaciones son localistas: Más Madrid, Adelante Andalucía y una IU andalucista, Compromís, Comunes, BNG y, claro está, Bildu y ERC.

Por decirlo de otra manera, el regionalismo se ha apoderado de la política española. Madrid nos da poco, ya sea porque se lo ofrece a los catalanes y vascos, ya porque nos olvida, ya porque no tenemos conexiones ferroviarias dignas, porque se queda con nuestros recursos o por otras mil reclamaciones. Eso supone un cambio de eje respecto de la tendencia general: el enfrentamiento que tiene lugar en España no es el de Nueva York y Los Ángeles contra el interior, o el de unos vigorosos Londres y París contra las zonas en declive de sus países, sino el de el Estado contra las Comunidades Autónomas, en la que cada una de ellas lucha por obtener más. Nuevamente, el PNV ha marcado el camino.

La gran coalición

Las dos mayores excepciones a esta tendencia general son las Comunidades que han jugado permanentemente a ese juego, Cataluña y País Vasco. Ambas están en proceso de transformación por diferentes motivos. La primera posee una dinámica propia que empezará a solventarse en sus próximas elecciones y en Euskadi se está viviendo un cambio político con el ascenso de Bildu. El punto de partida de los comicios del 21 de abril es que el PNV está dejando de ser el PNV: su papel como articulador de fondos y de transferencias estatales y como buen gestor de las mismas está en entredicho. El País Vasco no vive un buen momento económico, y da señales de declive, y el PNV es el partido en el poder, lo que siempre se cobra un precio.

Ortuzar, cuando se decidió el cambio de candidato a lehendakari, con la salida de Urkullu y la entrada de Imanol Pradales para atraer a un votante más joven, sentó las bases desde la que tendría que desarrollarse la campaña. En lugar de estar pendiente "del ruido y de tantas movidas fuera de Euskadi", había que volver a poner el foco en el territorio: "Lo verdaderamente importante es traer a Euskadi un bienestar y una calidad de vida que nos haga el mejor sitio para vivir". Estas declaraciones las realizó en el centésimo vigésimo aniversario de la muerte de Sabino Arana.

Foto: Manuel Díaz de Rábago, en una imagen de archivo. (EFE/Alfredo Aldai)

Bildu también quiere jugar en esa liga. Tras las elecciones de 2020 comenzó a crecer electoralmente, como le ocurrió al BNG. Ha mostrado en Madrid su cara más institucional con su papel en el Parlamento y su apoyo al Gobierno, y para esta campaña, ha anunciado una estrategia más pragmática y un discurso más moderado que le puedan presentar ante los votantes como una formación gestora capaz de soportar el peso del gobierno vasco. También Bildu quiere ser el PNV. El ejemplo catalán sirve de referencia: ERC era el partido pequeño y Convergència el grande en el espectro nacionalista, y ahora esa relación se ha invertido. Ese es el objetivo de Bildu.

En esa estrategia se inserta también su oferta de una gran coalición. Sabedores de que no habrá un partido que obtenga la mayoría absoluta y que las alianzas serán necesarias para gobernar, Bildu puede trazar alianzas con el espacio a su izquierda (lo que quede de Podemos y Sumar y PSOE) o con el PNV. Y sobre la mesa ha colocado su oferta de una gran coalición con los jeltzales: sería la manera de poner en marcha grandes acuerdos conjuntos de país. Entre ellos, el de un nuevo Estatuto de autonomía. Si Bildu no gobierna, lo que parece más que probable, ya que el pacto PNV-PSE le cerrará las puertas, se moverá en el terreno de la geometría variable. Hay que recordar que, en los últimos tres años, PNV y Bildu han trabajado conjuntamente en la Ley de Educación y la Ley del Cambio Climático, y ambas ha salido adelante. Bildu sigue con el marco territorial en mente, pero ahora de una nueva manera, con un perfil más institucional y con propuestas de mejora para ya mismo. Además, cree que, tarde o temprano, llegará a la Lehendakaritza, y que estas elecciones son el primer paso porque normalizarán su apuesta política y contribuirán a desatascar su techo de voto.

Las consecuencias lógicas

En resumen, y por más diferencias de grado que se establezcan, las dinámicas políticas en el País Vasco no son distintas de las que se dan en el resto de España. No hay un eje en el cual las regiones desfavorecidas impulsan una ola de cambio general apoyado en el enfrentamiento con las ciudades globales que acaparan empleos y recursos, sino un repliegue en el territorio regional. Cada Comunidad se enfrenta a Madrid, al Estado, para conseguir más recursos y más opciones de desarrollo. Eso es lo que ha impedido que una ola populista, del signo que sea, haya fructificado como opción de gobierno en España, pero al mismo tiempo, es la que dificulta sobremanera trazar una estrategia de Estado que ayude a fortalecer al conjunto de los territorios.

En segunda instancia, y como es un tiempo de grandes transformaciones internacionales que tienen consecuencias económicas y las tendrán aún más en el futuro, las opciones territoriales más radicales están perdiendo fuerza. No es época de aventuras, sino de generar seguridad. Que los partidos independentistas, salvo Junts, estén asentándose en la gestión mucho más que en objetivos políticos, es una consecuencia lógica de una dinámica general. En tiempos de crisis, y este lo es, el pragmatismo es el primer refugio al que se acude. Otra cosa es lo que ocurrirá si la crisis se hace más profunda y las sacudidas geopolíticas y geoeconómicas continúan impulsando transformaciones, que es el escenario más probable.

Casi nada de lo que ocurre en la política española tiene efecto duradero. Apenas ha transcurrido una semana desde las elecciones gallegas y ya estamos inmersos en asuntos que han relegado al olvido los efectos del 18-F. Sin embargo, los resultados de Galicia muestran algunos de los asuntos que con más intensidad configuran la política nacional, aunque sea de un modo no siempre explícito.

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