El crimen de Alcàsser, el 'true crime' que desató el agravio valenciano
1992 fue la gran fiesta de la modernidad para España. Pero en esa rave faltó un invitado: Valencia. Las consecuencias de ese momento marcarían las décadas siguientes
España lleva desde 1992 preguntándose si un crimen puede cambiar una sociedad, lo cual contesta la pregunta. No puede hacerlo cualquier crimen, pero sí uno que reúna una serie de condicionantes críticos. Y la desaparición de Miriam, Toñi y Desirée, la noche del viernes del 13 de noviembre de 1992, cuando se encaminaban a una fiesta en Picassent, fue ese aglutinador que cambió el ritmo a un país.
Hacía solo un mes que la Expo de Sevilla había bajado la persiana. El Crimen de Alcàsser fue, sigue siendo, el crimen oficial de España. Como relata Eduardo Maura, "el año de la modernidad y la diversidad terminaba con Felipe González recibiendo a las familias de las niñas en Nochebuena". En su libro Los 90. Euforia y miedo en la modernidad democrática española, explica la disputa entre dos fuerzas, como una competición de cuerda en la que un bando parecía batirse en duelo frente a otro: la modernidad y la idea de progreso a un lado, el miedo y la inseguridad en otro. En esa representación tan teatral, por televisiva, también había una disputa geográfica latente: aunque no verbalizada, sí se localizaba: el furor de Barcelona y Sevilla, hijas del 92, frente a la desazón de Valencia, epicentro de las malas noticias del año supernova (como lo define el escritor Miqui Otero).
En su libro, Maura rescata ese episodio en el que uno de los comparecientes en el juicio, Enrique Anglès -hermano de Antonio- recibe una reprimenda del juez al constatar que ante el tribunal había dado una versión y en un programa de televisión, otra. "Eso es la tele y esto es un juicio", contestó el acusado con una carga de profundidad reveladora. La escenificación de las miserias y bajas pasiones fue "la pérdida de la inocencia" de toda una nación. Una inocencia quebrada, escribe Maura, que se diseminó "por toda la geografía social y económica del país. Puede hallarse en la crisis económica, en la reapertura del caso Marey, en los casos Amedo y GAL o en la Guerra de los Balcanes, pero sobre todo en dos episodios fundamentales: la tortura, asesinato y violación de las niñas de Alcàsser y la polémica sobre la Ruta del Bakalao". Los dos, en las mismas coordenadas.
En la versión de Maura, ambos episodios son un buen ejemplo de que entre la realidad y la ficción hay menos metros de separación de lo que intuíamos. "Representaban y erigían algo que forma parte de lo que estábamos siendo y haciendo (…) La palabra que mejor permite este complejo de representación es inseguridad. España es en 1992 un país inseguro en el que lo más importante es gestionar la fragilidad".
En ese contexto, la Ruta del Bakalao, señalada como fuente de conflicto y origen de la amenaza, se añade como capa clave de ese estado frágil. El documental de Canal + en julio de 1993, en el que Carlos Francino da voz a muchos de sus protagonistas, acaba siendo la puntilla. "Que nos dejen en paz. Nos oprimen demasiado", rescata Maura sobre los testimonios de aquel programa. "Entre semana hago lo que debo. El fin de semana es mío y quiero pasarlo con gente que me da buen rollo", se escucha. La evasión contra una insatisfacción generalizada.
"Con respecto a las imágenes que produce Quién sabe dónde, la ruta -opina Maura- manifiesta otro tipo de atención a la pérdida. Más que perder algo muy querido, está en juego perder la propia vida, perder lo que la hace digna de ser vivida. Con ello se opera un peculiar juego de espejos: España se busca a sí misma con Lobatón al mismo tiempo que los niños perdidos se esfuerzan en construir lenguajes comunes más allá del desgaste de los motivos para vivir y la monotonía de la semana (…) Yo tenía doce años, no había visto una discoteca en mi vida y no me di cuenta entonces, pero ahora veo a esas personas y entiendo que estaban gritando: ¡pero no veis que la gente joven no cabe en vuestra España del futuro!".
Si hubiera que recluir en ámbitos geográficos a esos dos bandos estaría claro que el relato oficial de la España del futuro estaba copado por Barcelona y Sevilla -y por Madrid, por inducción administrativa-, mientras que Valencia era como esos jóvenes sintiéndose fuera de lugar.
Evidentemente toda esa tensión entre realidad y representación tuvo consecuencias. Hubo que verlas unos años más tarde. Pero un agravio territorial ya había prendido. No tenía que ver con cuestiones identitarias, sino con un encaje fallido en el modelo: el sentimiento de quien se queda fuera de la fiesta.
El exdirigente de Unió Valenciana -luego integrante del PP local, tras la fagoticación del partido regionalista- mostró con tremenda crudeza el sentimiento con el que su partido aprovechó aquella época. Dijo en 2007: "Yo recuerdo hasta finales de los noventa una Comunitat acomplejada mirase a donde mirase: todo lo importante ocurría siempre lejos de Valencia (Expo Sevilla, Olimpiadas de Barcelona, etc.) (...) Entonces considerábamos a nuestros vecinos mejores y más preparados que nosotros y lo más grave es que teníamos para ello argumentos derivados de una desidia histórica y de unos políticos alicortos y acomodaticios, sin fuerza en los centros de decisión. Hoy, tras doce años de gobierno del Partido Popular, los envidiados somos nosotros, nos hemos convertido en referencia para el resto de España, y en Europa saben de nuestro buen hacer en toda la aldea global".
También desde el fútbol -habitual canario en la mina de la sociedad- el entonces mandamás del Valencia, Paco Roig, trazaba la forma creciente del agravio: "En Valencia no nos han hecho la autovía, no nos ayudan a ampliar el campo de Mestalla, no nos dan Juegos Olímpicos... Alguien deberá decir lo del himno, Valencians en peu alcem-se: aquí todo el mundo se queda sentado y al que se levanta le cortan el cuello", respondía en 1997 en una entrevista legendaria al periódico Levante.
Era la resaca de una fiesta en la que España había ensayado su modernidad. Una rave a la que, insólitamente, Valencia no había sido invitada. Al contrario, era la señalada como origen del miedo y la insatisfacción. Comenzaban los años del agravio.
España lleva desde 1992 preguntándose si un crimen puede cambiar una sociedad, lo cual contesta la pregunta. No puede hacerlo cualquier crimen, pero sí uno que reúna una serie de condicionantes críticos. Y la desaparición de Miriam, Toñi y Desirée, la noche del viernes del 13 de noviembre de 1992, cuando se encaminaban a una fiesta en Picassent, fue ese aglutinador que cambió el ritmo a un país.