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Un enorme poder económico: el efecto de los gobiernos antimercado
  1. Economía
LA CONTRADICCIÓN DEL LIBERALISMO

Un enorme poder económico: el efecto de los gobiernos antimercado

La tercera de las tres grandes batallas que se están librando en el ámbito económico tiene que ver con la concentración de poder. Y genera notables fricciones políticas

Foto: Jan Eeckhout.
Jan Eeckhout.
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Cuando Biden llegó al poder, decidió afrontar tres retos económicos. Todos tenían que ver con cómo fortalecer a su país en la guerra por el poder global con China, pero cada uno por un camino distinto. El primero consistía en devolver a la territorialidad a firmas que han obtenido un margen de acción excesivo con la globalización, y el impuesto mínimo mundial acordado respecto de esas empresas fue un primer paso. El segundo, el 'build back better', tenía como meta devolver a su país una fortaleza interna que había perdido, con la desigualdad territorial y social como causa última, y con obvios efectos políticos. La tercera piedra de su proyecto era la competencia, el antitrust, un mecanismo imprescindible para que el poder esté repartido, para que los equilibrios existan y no haya actores que puedan seguir sus propias hojas de ruta al margen de los designios estatales.

Pero Biden apunta un poco más allá, y su contundente discurso sobre la competencia lo demuestra. No es extraño, porque EEUU fue el primer país que sufrió las consecuencias, a finales del siglo XIX, de los enormes problemas sociales y económicos que causan los monopolios y oligopolios. Buena parte de la economía política que se dibujó en EEUU, en la era de Theodore Roosevelt y con figuras como Louis Brandeis, tenía el antitrust como bandera, aunque fuera de maneras torcidas. Con la llegada al poder de Franklin D. Roosevelt, todo aquello que se había apuntado en décadas anteriores se puso en marcha de manera decidida, y las medidas resultantes perduraron con éxito hasta la llegada de Reagan.

Un poder concentrado siempre produce abusos y tiende a desprenderse de todo límite, también en el ámbito económico privado

EEUU, pues, trata de regresar a una forma correcta de enfocar la economía, con titubeos e indecisiones, pero con la conciencia clara de que un poder concentrado siempre produce abusos y tiende a desprenderse de todo límite. Existe una notable corriente antitrust en Estados Unidos, que Biden ha acogido, por ejemplo con el nombramiento de Lina Khan, y que sería preciso que se extendiera a más países en Occidente. Europa no está en esa tesitura, ya que aquí ni siquiera hay conciencia del problema, a pesar de los perjuicios que un mercado concentrado causa a consumidores, trabajadores, proveedores y ciudadanos. La energía es un ejemplo claro, y los precios crecientes de la luz o del combustible lo demuestran, pero las dificultades y las fricciones que provocan van mucho más allá de un sector aislado.

Europa sigue pensando en términos de campeones nacionales, apoyando que sus empresas crezcan, al tiempo que no pone límites a los nuevos monopolios globales, como los tecnológicos. La idea de ‘cuanto más grande mejor para todos’ ha penetrado desde hace décadas en nuestro ámbito económico, y nada apunta a que estemos abandonando esa forma de pensar. Por eso sorprende especialmente que Pablo Hernández de Cos, gobernador del Banco de España, haya recomendado como lectura de verano ‘The Profit Paradox’ (Princeton University Press), el libro del belga Jan Eeckhout, profesor e investigador en la Universidad Pompeu Fabra. Es una de las escasas obras que, desde Europa, ponen el acento en un problema largamente ignorado.

1. El cuento de hadas

El derecho de la competencia en Europa se impulsó con fuerza durante los años noventa, y en España cobró un auge notable, pero se orientó en una única dirección, la de atacar aquellas actividades, monopolios incluidos, que se encontraban en manos del Estado. La competencia era un arma poderosa a la hora de señalar las deficiencias del funcionamiento de un mercado estatalizado en parte, por lo que muchos de sus argumentos se centraban en la ineficiencia de las empresas públicas. Si se sustituía esa estructura deteriorada por un conjunto vibrante de empresas privadas que pudieran competir en un mercado libre, el resultado sería muchísimo mejor tanto para los servicios que recibía el consumidor como para el precio que pagaba por ellos.

Este corpus introdujo un marco nuevo que obligaba, al menos en teoría, a proseguir por el camino fijado una vez que las empresas públicas pasaron al ámbito privado: iban a existir muchas firmas compitiendo en cada sector, lo que supondría una mayor salud económica. No fue así, y la tendencia dominante en los últimos quince años ha impulsado las fusiones y las adquisiciones, de modo que cada vez menos empresas acabaron por detentar mayor cuota de mercado en cada sector. Esto era claramente hostil a las bases del derecho de la competencia, pero hubo una manera de solventar las incoherencias teóricas. Se importaron ideas del ámbito anglosajón, muy proclive en las últimas décadas a favorecer el aumento de tamaño de las grandes empresas, y que ya había aparcado casi por completo sus leyes antitrust. El argumento central fue el siguiente: dado que las grandes empresas eran más eficientes y podían reducir los costes de sus productos y servicios por el simple hecho de su tamaño, los mercados concentrados eran beneficiosos, ya que reducirían los precios que el consumidor pagaba.

Dado que las grandes empresas necesitan mucho trabajo cualificado y ofrecen mejores salarios, la concentración parece venir bien al empleo

Hubo varios aspectos positivos que también salieron a colación. Uno de ellos iba referido al ámbito laboral, y sorprende hasta qué punto se convirtió en plenamente aceptado: dado que las grandes empresas necesitaban trabajo cualificado, eran las que mejores salarios y condiciones de empleo ofrecían, por lo que la concentración venía bien al conjunto del trabajo. Un segundo aspecto señalaba a la innovación: como se trataba de firmas que ganaban mucho dinero, eran también las que gozaban de mejor posición para inventar nuevas utilidades, para lanzar al mercado productos mejorados o para abrir nuevas maneras de satisfacer a sus clientes. Ellas eran las que podían dedicar grandes cantidades al I+D+i. De modo que, sumando, la ausencia de competencia parecía un objetivo plenamente razonable, ya que los consumidores, los trabajadores y los innovadores saldrían beneficiados. Por si no bastaba con eso, las firmas de mayor tamaño eran también las más preocupadas por la responsabilidad social corporativa.

Este cuento de hadas ha perdurado mucho tiempo, pero en algún momento había que contar la historia verdadera. En EEUU ha comenzado ya la reacción, y el discurso de Biden al respecto es una señal clara. Existen varios 'think tanks' focalizados en el antitrust, hay varios autores, desde Barry Lynn hasta Matt Stoller, pasando por David Dayen o Rana Foroohar, que han sido muy insistentes en este terreno, y políticos trumpistas, como Josh Hawley, o demócratas como Amy Klobuchar o Elizabeth Warren, se han significado especialmente en este asunto, incluso escribiendo libros contundentes sobre la materia.

La UE tiene una sensación de superioridad, como si hubiera encabezado esta lucha, y como si lo que está haciendo fuese suficiente

Mientras tanto, en Europa, el asunto no parece estar en el centro de ninguna acción política, quizá porque llevamos décadas moviéndonos con retraso. Lo peculiar es que no solamente la conciencia de los peligros de los monopolios no está presente, sino que se conserva en la UE una extraña sensación de superioridad, como si hubiera encabezado esta lucha mucho antes que los estadounidenses, y lo que es peor, como si lo que se estuviera haciendo fuese suficiente.

2. El poder y la luz

El libro de Eeckhout, un economista que cree en el libre mercado, es un paso más en la dirección de refutar ese conjunto de argumentos absurdos desde el que se ha tejido el liberalismo económico en las últimas décadas. Porque hablamos de monopolios y oligopolios, pero en realidad se trata de poder puro y duro. Y cuando se cuenta con él, la posibilidad de gozar con un amplísimo margen de decisión sobre los precios que pagamos los consumidores es muy elevada. Esta es la principal causa de que los precios de la luz, por poner un ejemplo reciente, sean mucho menos ajustados y mucho menos justos de lo que deberían ser.

Atrapar mercados cautivos es el modelo dominante de nuestro capitalismo, con todo el rentismo que esa fórmula genera

En general, las explicaciones que recibimos sobre nuestra factura de la luz van desde lo peregrino hasta lo técnico, y a menudo ambas cosas son lo mismo. El elevado peso de los impuestos en la factura es la primera causa que se invoca, pero no es cierta, en la medida en que la rebaja de los mismos no ha provocado que la factura descienda. Se culpa, con razón, a un sistema de fijación de precios, el marginalista, que nos vende toda la energía al precio de la más cara, e incluso hay justificaciones técnicas que señalan que es así en ocasiones, pero que en otras nos beneficia, aunque sea complicado de entender. Pero es más probable que la explicación vaya en sentido contrario: que las empresas energéticas gocen de tanto poder es la causa de que tengamos este sistema, y no otro, de determinación de precios.

Es un problema generalizado en la casuística antitrust, y hay multitud de casos, en nuestra época y en las anteriores, que demuestran que, en toda clase de sectores, quienes tienen el poder suficiente tienden a evitar los controles y a rechazar los límites que les imponen. El objetivo último de la concentración suele ser la extracción de rentas, y por eso financieros como Warren Buffett, o los fondos que han invertido en las tecnológicas, han basado su estrategia en una sola carta, la de convertirse en el actor dominante en un sector concreto. Una vez que eso ocurre, el mercado queda cautivo, con todos los beneficios que lleva aparejado. El problema es que este es el modelo de negocio dominante en nuestra época, y no solo en la energía.

En la Comisión Europea, suelen decir que deben escoger qué batalla librar, ya que si se presentan 20 casos, solo van a poder elegir uno

Esta manera de hacer crea dificultades también a la hora de controlar los excesos, por ejemplo, cuando se trata de actuar contra una empresa que ha incurrido en abuso de posición dominante. Eeckhout describe a El Confidencial el principal escollo de una manera rotunda: “En la Comisión Europea suelen decir que hay que escoger qué batalla librar, ya que, si se presentan 20 casos, solo van a poder elegir uno, porque es el que pueden afrontar con los medios y con el personal del que disponen. Y una vez que se inicia el procedimiento, las empresas del sector pueden presentar una cantidad inmensa de economistas y de abogados muy expertos en este ámbito que sostengan sus posiciones, mientras que los funcionarios son pocos. La pelea es muy desigual”. La misma dificultad aparece cuando se trata de autorizar una fusión o una adquisición, ya que la cantidad de personal, argumentos y de convicción que las grandes firmas pueden aportar a los reguladores es mucho mayor que la de un personal técnico que cuenta con medios reducidos: “Se trata de una batalla en la que los recursos no están a la par”.

3. Las grandes empresas hacen que bajen los salarios

Existe un efecto perverso de la concentración de poder económico que es mucho menos obvio, y sobre el que Eeckhout pone el acento, el de los salarios. Hay una vertiente que es bien conocida, y que ha sido subrayada por el mismo Biden cuando ha afirmado que las empresas tienen que competir con los trabajadores, o cuando pronunció el famoso 'pay them more', que es el del monopsonio.

En la medida en que pocas empresas operan en los mismos sectores, si llegan a acuerdos, su mano de obra no puede ser tentada por compañías rivales. Incluso se establece en los mismos contratos que no pueden trabajar para un competidor, también en empleos fácilmente sustituibles, lo que lleva a la reducción en las retribuciones. A menudo, con la extraña connivencia del poder judicial, que emite sentencias sorprendentes, como la recientemente dictada por un juez estadounidense, que ve ajustado a derecho que un franquiciado de McDonald's no pueda contratar a trabajadores de otro McDonald's, y que rechazó de paso la acción colectiva de los empleados, por fijación de salarios, contra la cadena de comida rápida.

No se trata de que una empresa pague bien o mal, sino del efecto conjunto que causan 300 firmas globales que operan de la misma manera

El énfasis de Eeckhout, no obstante, se dirige mucho más hacia los efectos macroeconómicos que produce la concentración. Como las grandes firmas, aprovechando su poder de mercado, fijan sus precios muy por encima de sus costes, venden menos de lo que venderían en un mercado competitivo, en consecuencia, producen menos, y eso lleva a que necesiten menos mano de obra. Eeckhout insiste en que no se trata solo de que “una empresa pague bien o mal, sino de que existen 300 o 400 empresas globales que operan de la misma manera, y es el efecto de todas esas empresas juntas el importante. Si el iPhone cuesta 300 euros y lo venden a 1.200, sus ventas son menores que las podrían obtener a precios más asequibles, y por lo tanto producen menos. Este mecanismo tiene un gran efecto sobre el empleo cuando hablamos de un buen número de firmas globales”.

Un problema añadido es que muchas de las nuevas firmas, y en general las ligadas al ámbito tecnológico, suelen necesitar poca mano de obra, como ocurre con empresas como Google o Facebook, o muchos trabajadores mal pagados, como las empresas de plataforma, caso de Uber. Para Eeckhout, “todos los estudios señalan que a la gente le gusta trabajar para Glovo o Just Eat, porque pueden escoger su horario y tiene mayor flexibilidad. Lo que no les gusta son los salarios”.

4. Los incentivos para matar la innovación

El tercer aspecto en el que la concentración empresarial iba a resultar positiva era el de la innovación. Y ahí Eeckhout ofrece un dato llamativo: hay menos 'startups' que hace 30 años. En realidad, más que para incentivar la innovación, esas 300 o 400 grandes empresas globales tienen motivos para matarla. Hoy, la gran mayoría de las 'startups' tienen como objetivo ser adquiridas por grandes empresas y no desarrollarse por sí mismas, ya que los diques que las grandes compañías han impuesto, y la dificultad de encontrar el capital preciso para crecer, provocan que solo suelan tener un camino de rentabilidad: su venta.

Foto: Foto: Reuters/Sergio Pérez. Opinión

“Las grandes empresas no son Teresa de Calcuta: pueden iniciar negociaciones para la adquisición, pero con el objetivo de conocer la tecnología que utilizan esas empresas y, en lugar de comprarlas, desarrollarla ellas. A menudo, tampoco tienen interés en sacar partido de la innovación, sino que compran las empresas para cerrarlas. Y ni siquiera está esa esperanza de que, como te adquiere el grande, te vas a hacer rico; ya que son los únicos compradores, pagarán muy por debajo del precio objetivo. Por eso la innovación está bajando y por eso contamos ahora con la mitad de 'startups' que hace unas décadas. La paradoja es que las grandes tecnológicas de ahora fueron ellas mismas 'startups', pero se han hecho tan grandes que matan lo que hay alrededor. Ese es un problema para el conjunto de la economía, porque llevan al estancamiento. Se crece a través de la innovación, que es justo lo que se está reduciendo”.

No hay competencia, no hay pequeñas y medianas empresas que puedan crecer, los salarios no aumentan, hay menos trabajo”. El resumen que realiza Eeckhout de los efectos de la concentración de poder es mucho más realista que aquel conjunto de argumentos que la impulsó: ahora estamos percibiendo de manera muy clara sus consecuencias reales.

5. La paradoja liberal

Y esta es una de las paradojas más extrañas de nuestro tiempo. Los liberales en el poder, ya sean de izquierda o de derecha, (neo o socioliberales), suelen insistir en los peligros del poder político concentrado, pero no prestan ninguna atención al poder económico concentrado; es más, con frecuencia ayudan en esa dirección, quizá porque se obtienen más réditos siendo amables con el poder que ejerciendo de liberales. No nos olvidemos, un mercado concentrado es un mecanismo de extracción de rentas, algo que los liberales apoyan, pero a lo que deberían enfrentarse si sus creencias fueran sinceras. Esa paradoja la sintetiza Eeckhout señalando que hay muchos gobernantes “probusiness' y antimercado”. Y resulta muy llamativo en la medida en que las nuevas opciones de la derecha, y Ayuso las representa a la perfección, pero también los asesores económicos de Casado, pertenecen a esta corriente.

A buena parte del PSOE le pasa igual, porque el socioliberalismo añade algunos matices a la fórmula, pero no la altera. Es la paradoja de la política española contemporánea, que se pasa la vida invocando a la libertad, mientras la destruye en lo económico, o apela a la reducción de la desigualdad y a la innovación verde mientras apuntala las bases de un funcionamiento concentrado que hace imposible que obtengan sus objetivos.

Cuando Biden llegó al poder, decidió afrontar tres retos económicos. Todos tenían que ver con cómo fortalecer a su país en la guerra por el poder global con China, pero cada uno por un camino distinto. El primero consistía en devolver a la territorialidad a firmas que han obtenido un margen de acción excesivo con la globalización, y el impuesto mínimo mundial acordado respecto de esas empresas fue un primer paso. El segundo, el 'build back better', tenía como meta devolver a su país una fortaleza interna que había perdido, con la desigualdad territorial y social como causa última, y con obvios efectos políticos. La tercera piedra de su proyecto era la competencia, el antitrust, un mecanismo imprescindible para que el poder esté repartido, para que los equilibrios existan y no haya actores que puedan seguir sus propias hojas de ruta al margen de los designios estatales.

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