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El significado de Ja Morant y la glorificación del baloncesto kamikaze
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EL ÚLTIMO HIJO DEL AIRE

El significado de Ja Morant y la glorificación del baloncesto kamikaze

Kevin Durant, poco dado a los elogios, calificaba así a Ja Morant: "Tiene físico y creatividad para aburrir. Es único, el tipo más vendible de todos y en adelante el rostro de nuestra liga"

Foto: Ilustración de Ja Morant. (Cortesía de Justin Hunt)
Ilustración de Ja Morant. (Cortesía de Justin Hunt)

Pesa sobre la joven estrella de los Grizzlies una doble apreciación que tiene mucho de paradoja. De un lado, se celebra su baloncesto suicida y, de otro, se condena por imprudente. Y, entre ambas, asoma el espectral recuerdo de Derrick Rose como si Ja Morant pudiera ser víctima de su misma tragedia. Este miedo irracional, aunque bienintencionado, no contempla que, de moderar Morant sus potencias —lo que siempre es pasto del tiempo—, perdería exactamente aquello que le hace diferencial. Que un talento joven equivale a sus instintos y su negación al desarraigo. Que, o bien Morant sigue arropado por toda su munición física, o no habrá Morant. Habrá otra cosa que no será él, una cautela forzada a modular sus fuerzas antes de tiempo y aprontar una fase que ahora no corresponde.

Su atletismo kamikaze, que no teme aterrizar mil veces por noche en bosques sembrados de pies, le hizo firmar la pasada temporada el mayor volumen anotador para un exterior desde que hay registro, por encima de otros depredadores pequeños como Wade, Westbrook, Iverson o Payton. Para algo así no bastan las facultades, sino una voluntad de hierro que se retroalimenta del éxito, de la invalidez de los frenos y la sensación de poder. "Creo que no hay razón —decía— para tener miedo a nadie. Me da igual si mides dos treinta, que igualmente voy a ir a por ti".

En una pieza de portada para Sports Illustrated, recordaba Michael Pina que Morant es la enésima prueba de que el baloncesto esplende cuando se entrega a la improvisación, lo que tiempo atrás Lang Whitaker atribuyó a una imaginación portentosa. Pero, como esta doble virtud puede vivir también a ras de suelo, como Jokic o Doncic, habrá que resaltar que, a diferencia de ellos, la realidad creativa de Morant es inseparable de su arrojo y atletismo, especialmente vertical, que derrama en cada paso.

placeholder La estrella de Memphis y de la liga. (Reuters/Thomas)
La estrella de Memphis y de la liga. (Reuters/Thomas)

Morant es una amalgama técnica de altísimo consumo de energía y recursos, de fintas y escorzos, ángulos y rectificados, cambios de ritmo y dirección, aceleración/deceleración y todo aquello que lo aleja del anotador ligero. Tan solo para reconocerse, Morant necesita el mostrador repleto como Irving respirar. Por una mezcla de juventud y poderes, Morant es de momento contrario a la calma. Le vence el nervio y la hormona revuelta, supuesto mal académico de todo base, pero aprende rápido, detecta la voz del siguiente paso y tiene memoria, ese tipo de memoria algo sádica que no estará en paz hasta resarcir errores y agravios. "Al principio lo veías prodigar esas acciones típicas de los jóvenes que llegan a la NBA —apuntaba su compañero Desmond Bane—. Ahora es sencillamente indefendible".

A Morant se le ha comparado en justicia con algunos precedentes. Se abusa de Rose olvidando su ejecución láser y distrayendo el genuino estilo de Morant, bien distinto de aquel. El baloncesto de Morant tiene mucho de las falsas pausas de Wade, otro tanto de las arrancadas de Iverson, el primer barroquismo de Francis y, en esto sí, la prodigiosa corrección finalizadora de Rose. Inquieto y fluctuante, de gesto largo y marcado, es o tiende a un discurso selvático y trenzado como una proyección de su pelo. Y, al igual que ocurrió con aquellos otros en juventud, el efectismo visual de sus acciones parece imponerse a todo lo demás, como un pecado original. Su increíble canasta a los Spurs al cierre de un cuarto sigue siendo el vídeo más visto de siempre en la cuenta NBA de Instagram.

Sin embargo, Morant significa algo más —mucho más— que sus explosiones atléticas. De entrada, Morant ha venido a poner patas arriba la cultura anterior del Grit and Grind, una siderurgia del esfuerzo encarnada en la mejor época de la franquicia y el apostolado de gladiadores como Mike Conley, Tony Allen, Zach Randolph y Marc Gasol. Morant ha venido a sacudir lastre, como a levantarla del suelo y modernizar todo aquel baloncesto industrial del que permanece lo más valioso. Tony Allen lo explicaba como una especie de comunión con una cultura a la que no se engaña con artificios. Que los hijos del mercado más pequeño de toda la NBA valoran por encima de todo la entrega y la ética del trabajo, y que casi les importaría menos perder dando la vida que ganar sin sudor.

Foto: Ilustración genérica de lanzamientos triples.

Esto viene a abanderar Morant en esta nueva edad de los Grizzlies, edad sobrevenida antes de tiempo, principalmente, a causa de Morant. Y, aun siendo tan pronto, esa cofradía de jóvenes que le rodean —Desmond Bane, Brandon Clarke, Jaren Jackson, Ziaire Williams, Santi Aldama— no podría explicarse ya sin él, sin esa carga mental de un líder que los números no pueden reflejar. "Yo no estoy aquí por la fama ni nada de eso —no se ve harto de aclarar—. Yo estoy aquí para hacer mi trabajo". Donde trabajo equivale a consumar un sueño y alcanzar la cima de una aspiración anterior.

Lo explica bien un momento de intimidad vivido hace unos meses. Su verano arrancó con la más cuantiosa extensión de contrato —cinco años y 193 millones de dólares— nunca vista en la franquicia de Tennessee. A Morant la noticia le cogió en Utah, en un hotel de Salt Lake City, y sin poder conciliar el sueño, en un balcón frente a una espléndida vista nocturna de la ciudad, se arrancó a llamar a sus padres en un arrebato de felicidad que sentir agarrar con las manos. “Lo hemos conseguido”, les repetía emocionado. El dinero, o el contrato, actuaban como detonante, pero lo realmente conseguido era otra cosa, era cosa de lograr algo no previsto y para lo que nadie pudo prepararse más a conciencia.

Su padre, Tee Morant, un jugador frustrado que a la venida de los hijos se hizo peluquero, prohibía al pequeño Ja consumir vídeos de highlights, como si eso fuera una versión pornográfica de lo que realmente quería en su hijo, que aprendiera fundamentos como el siguiente paso a caminar. De manera que el tiempo del jovencito estuviera repartido entre los estudios y el patio trasero de casa, en Sumter, corazón de Carolina del Sur, donde ejerció con él una suerte de enseñanza obsesiva y militar. Se convenció de poder hacerlo cuando su hijo se partió el brazo con seis años al caer de un trampolín. Camino del hospital chillaba de dolor y, a la voz imperativa de su padre, el crío quedó en silencio. De aquel accidente quedaría un brazo, su izquierdo, más largo que el otro, y la convicción de que Morant encerraba una genética resistencia al dolor. Ninguna de las cuatro lesiones serias sufridas en dos años —rodilla, dedo, tobillo, rodilla— le ha supuesto freno alguno para sorpresa de los médicos. Antes bien lo han fortalecido.

placeholder Ja Morant en pleno ataque a canasta. (Reuters/Kevin Jairaj)
Ja Morant en pleno ataque a canasta. (Reuters/Kevin Jairaj)

Su padre no cesó en el empeño hasta meterle los fundamentos bajo la piel. Y solo entonces le añadió un doble consejo que hasta hoy el hijo ha cumplido: que en adelante el trabajo sería cosa suya y que al jugar se divirtiera. Pero que, de elegir a muerte una de las dos opciones, lo hiciera siempre con la primera.

Del trabajo Morant ha dado muestras de sobra en privado. Durante el confinamiento por la pandemia, en año de novato, internó en su casa a viejos amigos de su pasado formativo, transformó el garaje en un gimnasio y en la cancha exterior ocupó el tiempo en agotar a sus ‘sparrings’, aunque tuvieran que ahogarse enmascarados. Con el mundo detenido, nadie le forzó a ello. Todo era cosa suya, como le había primado su padre. El trabajo como el sustento de todo. Al ingresar en la burbuja de Orlando, había ganado ya sus primeros seis kilos de masa muscular.

En las referencias a su trayectoria se ha insistido mucho en la casualidad de su descubrimiento, y cómo tras ser invitado a un campus menor de jugadores de instituto en Spartanburg, entre los suplentes de los suplentes, de no figurar su nombre en ningún sitio, un asistente de Murray State, James Kane, lo vio camino de una máquina expendedora de apetitos, jugando apartado entre los restos, y, además del sándwich, el ojeador se endilgó una revelación. "Ese chico tiene que ser nuestro base", dijo, asombrado, a su entrenador.

placeholder Uno de los jugadores más espectaculares de los últimos años. (Reuters/Wendell Cruz)
Uno de los jugadores más espectaculares de los últimos años. (Reuters/Wendell Cruz)

Esta historia ejerció un influjo decisivo en el hijo de Tee Morant. En asediarle una pesadilla recurrente que le hacía pensar qué habría sido de él de no darse aquella suerte. La fe en Dios y sus designios, que tanto insiste, hunden sus raíces entonces. Hasta prometerse no dejar nunca nada al azar, que el destino es muy frágil y se puede perder por descuido.

Por eso aquel internamiento con amigos palidece con la realidad de los siguientes veranos. El primero tuvo fecha y motivo: la caída ante los Jazz (4-1) en su primera visita a playoffs, cosa de la que hubo que levantar a Morant como si creyera posible ganar el anillo a las primeras de cambio. Contaba Pina que uno de sus asistentes, Blake Ahearn, con toda la idea, regaló a Morant un libro, de título Win in the dark, una tesis de motivación para arrancar de nuestro abismo interior el superhombre que no creemos llevar dentro y llevamos. Morant acabó obsesionado con su enseñanza y la cosa oscura, hasta el extremo de encerrarse en un hangar en Weston, Florida, para entrenar a solas y pedir hacerlo a oscuras, como un decorado de Halloween. Rogó a su entorno guardar silencio sobre aquel destino y el menor detalle de su trabajo en nuevos recursos, que no quería, apuntaba su tío Phil, "que nadie supiera de ellos". Es ahora cuando el mundo puede verlos en esplendor.

El hangar cumplía el relato de un escenario espartano, pero allí contó Morant con las últimas tecnologías de entrenamiento en coordinación y respuesta cognitiva, vanguardias quemadas por Stephen Curry, que incluían una cámara hipóxica de simulación de altitud, dispositivos de visión estroboscópica y presión defensiva, y cerca de una tonelada diaria de tiros hasta conseguir aligerar su mecánica. Sesiones que no abandonaba hasta no encadenar ocho lanzamientos exteriores sin repetir posición en condiciones de agotamiento. A la hora de retirarse a descansar, seguía el estudio metódico de cómo le había defendido cada rival. El combustible, en suma, de la confianza y de una progresión exponencial que habla, en apenas tres años, del mejor novato, el jugador más mejorado —doble galardón que nadie había logrado— y el equipo que rompió todos los moldes la temporada pasada.

Confianza que su técnico, Taylor Jenkins, un hombre normal y tranquilo al que solo le falta el mono del taller, quiere ver reflejada en "su lectura del juego y una mejora al triple". Solo entonces, decía, "será imparable". Y no es otro su siguiente paso. Esa relación con su entrenador pasa por ser la más importante de todas en su vida profesional. "Es como un hermano para nosotros —reconocía Morant—, como un compañero más, y así le hablamos". Ahora que se ha podido ver rota la tradicional relación biográfica entre estrella y técnico, al estilo de Duncan y Popovich, de Jordan y Jackson, la perla de los Grizzlies la quiere para sí por la enorme cuota de libertad que Jenkins le abre a placer. "No hay un solo jugador en esta liga —defendía Morant— que no ansíe un entrenador que le permita ser él mismo". Ese derecho que uno ganarse lo aprendió Jenkins de su tiempo como empleado de Gregg Popovich y de otra de sus ramas, Mike Budenholzer. "Creo que el entrenador es él", confesaba Jenkins concediendo así a Morant el mayor honor, la autoría real del equipo, tal y como hizo Pat Riley con Magic Johnson.

placeholder Ja Morant y Taylor Jenkins, su entrenador, durante un partido. (Memphis Grizzlies)
Ja Morant y Taylor Jenkins, su entrenador, durante un partido. (Memphis Grizzlies)

En realidad, Jenkins acierta en limitarse a poner las bases, a escribir únicamente el índice. Por eso el equipo ha demostrado sostenerse también sin Morant. Ese guion habla de ritmo y espacio, orden y agresividad, defensa y puntos en transición, donde los Grizzlies encabezaron la NBA el pasado curso como una manada en estampida, pero el resto, insiste, es cosa de los jugadores que Morant dirige. "En pista es nuestro entrenador y líder —apostillaba Jenkins—, y la creencia en ese liderazgo es lo único que he tratado de enseñarle". Y, si el joven técnico, quintaesencia del players’ coach, lo pone fácil, Morant también, actuando como epicentro de una psicología positiva que inunda el vestuario, brinda la esperanza de suplantar a los Warriors en el trono, y a los aficionados Grizzlies, un privilegio mayor que tres cuartas partes de liga. Morant ha liberado a Memphis de su condición proletaria.

Puede que Durant, apreciándolo como la nueva cara de la liga, el estandarte más caro de todos, haya exagerado en su previsión. Pero no errado en la idea. Morant, como insisten compañeros y técnicos, es un tesoro que conviene cuidar sin represión alguna. Este ideal, con validez para todo profesional, alcanza su pleno sentido en unos pocos elegidos. Ja Morant pertenece a la valiosa estirpe de jugadores que saltan a pista desnudos a batirse a la intemperie, a salvo de estimar el uniforme como un disfraz y no un trabajo, como incidía el jugador, que cumplir a diario sin pensar en mañana. Por eso vemos a Morant recular a ciegas al tapón de un atacante sin atender al marcador, la caída o el mes de competición. Algo así, a ojos del espectador NBA de toda época, solo puede ser celebrado. Por pura sublevación contra el miedo.

Ahora que los límites atléticos se ven empujados por la proliferación de los nuevos gigantes, no conviene olvidar que el de los llamados pequeños sigue avanzando, como los Grizzlies, mucho más deprisa que toda previsión. Y que aún eso en Morant no es más que el principio, un impulso de juventud sin cargos ni culpa que conservar intacto mientras el cuerpo aguante. Es hasta la fecha el único azar que se permite.

Pesa sobre la joven estrella de los Grizzlies una doble apreciación que tiene mucho de paradoja. De un lado, se celebra su baloncesto suicida y, de otro, se condena por imprudente. Y, entre ambas, asoma el espectral recuerdo de Derrick Rose como si Ja Morant pudiera ser víctima de su misma tragedia. Este miedo irracional, aunque bienintencionado, no contempla que, de moderar Morant sus potencias —lo que siempre es pasto del tiempo—, perdería exactamente aquello que le hace diferencial. Que un talento joven equivale a sus instintos y su negación al desarraigo. Que, o bien Morant sigue arropado por toda su munición física, o no habrá Morant. Habrá otra cosa que no será él, una cautela forzada a modular sus fuerzas antes de tiempo y aprontar una fase que ahora no corresponde.

Marc Gasol
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