Kyrie Irving, a la deriva entre el resplandor y la materia oscura
Uno de los jugadores más brillantes del mundo encierra desde hace tiempo un germen autodestructivo que desequilibra el entorno y su imagen pública
A finales de 2011, Cavaliers y Pacers se medían en Indiana. El partido resultó muy igualado y con empate a 84 la nueva esperanza de los visitantes, Kyrie Irving, falló la bandeja que les habría dado la victoria antes de caer en la prórroga. No era más que un error sin gravedad de los muchos que disculpa una temporada. Pero minutos después el vestuario presentaba un aspecto siniestro porque el novato, hundido en su taquilla, cubría en silencio su cabeza con una toalla y no hubo manera de que reaccionase a los ánimos de sus compañeros, que respetaron entonces su duelo como en la muerte de un ser querido. La escena se hizo de veras incómoda cuando duchados y vestidos Kyrie seguía igual. Y al joven, de 19 años, le acabaría molestando menos su error que la atención que él mismo había provocado. Aquel no era más que su tercer partido de carrera.
Tiempo después Kyrie se atrevió a reconocer en privado a uno de los 'insiders' del equipo que sufría por lo escrito en la prensa, revelando una especial sensibilidad a cuanto pudiera decirse de él. Era la misma reacción padecida por su futuro compañero, LeBron James, cuando consumía todo cuanto llevara su nombre. Pero mientras James reaccionó procurándose un equipo de comunicación que favoreciera su imagen, Irving no lo hizo, iniciando un gradual deterioro con los medios que durante años lo habían respetado, incluyendo su decisión de separarse de LeBron. Más que por sus acciones, aún latentes en Cleveland, sería el efecto público de sus declaraciones el motivo por el que Kyrie terminó rompiendo con la prensa a un extremo insalvable. Esto explica que antes de arrancar la temporada anunciase su negativa a los medios porque no merecía la pena seguir “hablando con peones”.
La gota que a su juicio colmó el vaso sería la enésima deformación de sus palabras, expresadas en el podcast de Kevin Durant, según las cuales el nivel alcanzado por ambos jugadores era tal que no necesitaban el mando de un entrenador. Nada más pronunciarlas Durant fue consciente de que el nuevo técnico, Steve Nash, cuya presencia habían aprobado ellos, aún no se había estrenado. Y así se apresuró a matizar que se trataba de un “esfuerzo colaborativo” de todos, de manera que la figura de un técnico resultaba secundaria, casi un mal menor. Cuando Irving vio elevarse a titulares sus palabras al crudo decidió que hasta ahí había llegado.
No deja de ser curioso lo ocurrido con Irving de un tiempo a esta parte. Mientras culpa a los medios de destrozar sus causas elude toda responsabilidad de que su imagen haya sufrido un gravísimo deterioro. Olvida que hubo un momento en que a la masa pública fueron calando sus acciones y declaraciones sin la necesidad de mensajeros. De forma que el mensajero resultaba ahora el nuevo obstáculo que impide a Irving cumplir su libre albedrío como antes pudieron ser LeBron James, los jóvenes Celtics o Kenny Atkinson. En suma, Irving no termina de ser consciente de que en los últimos cuatro años nada ha destacado más en su perfil que su afán por encontrar y denunciar molestias que dejar atrás.
Y mientras su personalidad se ha sumergido hace tiempo en el terreno de lo indescifrable, hay un largo proceso vital que ayuda a explicarlo. Arranca con la temprana muerte de su madre —cuando él tenía cuatro años— y el admirable esfuerzo de su padre, Drederick, por sacar adelante a sus tres hijos. Pero siendo Kyrie el único varón su padre concentraría todos sus esfuerzos hacia él en la actividad, el baloncesto, a la que entregó los mejores años de su vida, proyectando en su hijo, dotado del talento de los elegidos, cuantas aspiraciones vio frustradas. Cuando de niño lo hacía medirse a él en el jardín de casa, pondría un empeño militar hasta que años después Kyrie lo derrotó 15-0. Aquello coronaba el mismo momento iniciático que experimentó Michael Jordan al derrotar en iguales circunstancias a su hermano Larry. “Tuve que autoconvencerme de que podía ganarle, y que, si le ganaba a él, podía ganarle a cualquiera”.
Si el imaginario popular conoce la figura de la madre posesiva y dominante cuyo control hacia el hijo varón lo impide madurar, en el caso de Irving esta figura la encarnó su padre, hipertrofiando en su pequeño el orgullo de poder y una larvada desconfianza a cuanto pudiera brillar más, una obsesión que él mismo tradujo al cambiar de instituto “porque quería dominarlos a todos”. A lo largo de su desarrollo nada interiorizó con más fuerza Kyrie que esta suficiencia, pudiendo viciarse su increíble talento con el sesgo cognitivo de la superioridad, un fenómeno que ha prodigado no pocas veces en su carrera. Y con sangrante resultado, la misma noche del título de 2016, al que contribuyó de forma decisiva.
Minutos después de derrotar a los Warriors en una de las mayores gestas en la historia de la NBA su repentino enfado lo hizo desaparecer del estrado para la celebración. El motivo se lo expondría personalmente horas después a Kobe Bryant, mostrándole su disgusto por sentir que su triple decisivo no obtenía el reconocimiento merecido, que entonces absorbía por completo LeBron James. Irving no consideró que lo tendría, ni que por toneladas de narrativa todas las luces del mundo debían apuntar aquella noche a su compañero, el hijo pródigo de Cleveland, ni que una experiencia única en la vida había que disfrutarla entonces.
Fue en adelante que sus reacciones a nivel interno se dispararon e inclinaron al espectro oscuro. Lo definiría más tarde su compañero Iman Shumpert, recordando su polaridad anímica al verlo tantas veces arriba como abajo, tocando a menudo ambos extremos en pocas horas. En una de aquellas veces, durante un entrenamiento, su técnico Tyronn Lue le pidió acelerar un poco más el ritmo de juego. Kyrie reaccionó negándose en seco, alegando que la velocidad no le influía para meter cuantos tiros quisiera. Y Lue procedió a corregirle aclarando que no era por él, sino por los lanzamientos de Richard Jefferson y Channing Frye. “Ese es el trabajo de LeBron, no el mío”, respondió airado.
"Ese es el trabajo de LeBron, no el mío"
En el ejercicio de su papel como base titular Irving nunca llevó bien ciertas críticas por su volumen de asistencias, lo que a nivel interno el cuerpo técnico suavizaba para no herirlo, invitándole a tomar como un reto hacerse un poco más distribuidor. Pero lejos de entenderlo así, Kyrie sentía que tampoco se le reconocía su virtud de anotar a placer. Hasta que en la víspera de enfrentarse a los Wolves montó en cólera y decidió cobrárselo a su manera. Durante la primera parte del partido se fue hasta las diez asistencias, su máximo de carrera en una mitad, pero tras el descanso, una vez lo demostró, regresó al modo pasivo, al igual que en los siguientes partidos, rescatando así su irritante tibieza en ese aspecto del juego. Nadie volvería a pedírselo. Sus respuestas eran siempre, según una fuente interna del equipo, acciones de represalia. Reacciones subliminales que figuraban alguna cruzada psicológica con las autoridades del equipo.
Ningún ejemplo más revelador que lo ocurrido el verano de 2013 con la llegada al equipo de Phil Handy, uno de los asistentes más prestigiosos hoy día por su experiencia con estrellas y equipos campeones. El entonces técnico Mike Brown pidió a Handy que se ocupara prioritariamente de Irving, para lo que le dio su teléfono. Handy lo llamó al día siguiente sin obtener respuesta, y al siguiente también, y así durante dos semanas en las que también eludió los correos y mensajes enviados. Con el pudor del recién contratado Handy no lo comunicó a ningún miembro del equipo, pero sabiendo que Irving estaba trabajando en Miami tomaría un vuelo hasta encontrarse con él. Y aún allí siguió evitándole, como si no estuviera. “Fue como si me desafiara”, contaba el asistente. Lo que Irving pretendía era hacerle ver que, en aquella nueva relación, que Kyrie no había decidido, quien mandaba era él, marcando así territorio, poniéndolo a prueba y aguardando a su reacción, como el veneno del desdén en una relación sentimental de instituto.
Algo parecido debió sentir el director Charles Stone durante el rodaje de la película 'Uncle Drew'. Una vez Stone remataba secuencias en las que no aparecía Kyrie, preguntaba por él, ahora que era su turno, sin saber que andaba jugando en las inmediaciones contra quien se dejase, extras del equipo encantados de hacerlo. Stone había evitado que el contrato lo prohibiera expresamente, pero por contra le había rogado que limitara esa actividad para evitar riesgos, cansancio e incluso el sudor que pudiera afectar al maquillaje. El rodaje solo necesitaba de él dos horas diarias de grabación.
Mientras su padre sí fue un factor relevante en su salida de Cleveland, no así en Boston, donde Irving se sintió por fin liberado para su soñada aspiración de liderazgo. En ese periodo solo actuaría por sí mismo, haciendo gala de una autonomía que al cabo resultaría tan contraproducente como pisar acelerador y freno al mismo tiempo, cosa que hizo a fondo sus últimos meses allí. Muy por encima de incumplir su palabra de renovar, el derrumbe ante los Bucks en las semifinales del Este en 2019 hizo saltar por los aires lo que había resultado un artificio en sus manos. Solo entonces todo cuanto había venido ocurriendo de puertas adentro adquirió un trágico sentido, dejando al desnudo la vacuidad de sus enfados y silencios, de tanta frustración expresada interna y públicamente, de sus mensajes crípticos de aparente contenido motivador, hasta exponer como debilidades a sus compañeros —“Los jóvenes no saben lo que conlleva alcanzar el nivel de un equipo campeón”—; a los mismos compañeros que atendían sus desánimos, como en aquel vestuario de novato, y que lo veneraban como a un hechicero cuando en realidad ninguno supo nunca qué demonios quería decirles. Por eso sus excompañeros no le guardan rencor. Porque su desaforada confusión estaba a salvo de mala fe y el peligro era mayor para sí mismo, como su imagen pública hoy se empeña en recordar.
La parte más desoladora de aquella última etapa, después de que en enero pidiera perdón a LeBron por cómo manejó su salida de Cleveland, y en marzo a su entorno en los Celtics por sus errores y maneras —“No lo he hecho bien, no he dicho lo más correcto en algunas ocasiones”—, pudo ser el enorme daño infligido por fallar a sus ambiciones de líder hasta revelarse como un intruso desintegrador de un contexto que no solo le fue favorable, sino que se había entregado ciegamente a él. Era humano fallar, ser víctima de bajísimos umbrales de frustración y hasta morir de incoherencia, pero tras repetir la misma maniobra —se equivocan los otros—, emprendió otra vez la huida, dejando en Boston la desoladora impresión de que por allí no pasó más que un manipulador emocional.
Lo ocurrido remitía a la frase que tanto adoraba recordar de su idolatrado Kobe Bryant —“Confío en el equipo, pero confío más en mí”—, y a unas sepultadas palabras de su primer técnico en Cleveland, Byron Scott, que intuyó en Kyrie a alguien que se aburre pronto en cualquier sitio. “Necesita constantes estímulos —presagiaba—, necesita aventuras”.
Nada más valioso que la libertad de controlar el destino. Pero acertaba en recordar el cronista Jason Lloyd que una de las principales lecciones que debe aprender cualquier estrella es que o bien controlas tú la narrativa o la narrativa te controla a ti. Y con Irving ocurrió que sintiéndose libre de toda culpa y rodeando sus mensajes de un intelectualismo al que no es acreedor, la narrativa, contrariamente a su deseo, se le hizo también enemiga. Y ya no había medios que culpar.
Porque a Irving le causaron también un grave destrozo aseveraciones cuyo fondo dista mucho de saber. Que a Kennedy se lo cargó la Reserva Federal, que la CIA quiso asesinar a Bob Marley o que no debería haber 'draft' para que los jugadores pudieran decidir dónde jugar en lugar de que lo haga un sistema (veladamente esclavista) por cuyo orden las estrellas como él ingresan cantidades ingentes de dinero, pasaron desapercibidas en relación a la más nociva de todas: que la Tierra es plana. Una afirmación así hunde a su emisor, sin saberlo, en el pozo más grosero de la ignorancia. Solo cuando tiempo después Kyrie fue consciente de la tormenta desatada a su costa se animó a matizar que bromeaba, antes de justificarse con la honorable duda cartesiana de que conviene pensar por uno mismo sin creer lo que te cuenten. En el fondo, con la perspectiva del tiempo y su interminable desfile de acciones y declaraciones, Irving podría figurar una versión muy particular del síndrome Dunning-Kruger que presenta a un joven inseguro muy seguro de sí mismo cuya espiral de acción-reacción se vuelve al observador muy transparente.
Tanto como que herido en el orgullo de su propia insuficiencia terminaría doblando la apuesta. Urgía ahora poner otra organización a sus pies, hasta obtener en Brooklyn su escenario soñado. Acordó junto a Kevin Durant (y DeAndre Jordan) jugar allí, para lo que ambos faltaron en su primer intento a causa de las lesiones, pero no a liquidar juntos a un hombre, Kenny Atkinson, que solo se había puesto al servicio de lo que pretendía la organización: fundar una cultura ganadora que aplastar de un plumazo bajo el inmediato peso de las estrellas.
Iniciada esta temporada todo parecía ir sobre ruedas, incluido su fabuloso nivel de juego. Pero tras siete partidos, que es como decir presentarse, Kyrie desapareció sin avisar ni atender, otra vez, a las consecuencias en los demás. Porque una ausencia así provoca, de entrada, un problema en todas las capas de una franquicia, cuya parte más visible pasa por lo embarazoso de gerencia, cuerpo técnico y compañeros, incluido Durant, tratando de responder sin conocimiento; de preguntarse también ellos por qué de pronto algo así.
Que el motivo pudiera ser el cumpleaños de su hermana y su padre, o que faltara al menor protocolo sanitario, o que el mismo día de partido ante los Nuggets se ausentara atendiendo un programa político de distrito apenas importa. Es la prueba de que a estas alturas Kyrie Irving no reconoce autoridad, ninguna por encima de la suya. Y si la autoridad aprieta, acude a salvo su ideario de injusticia generalizada. Ya ocurrió en Shanghái, en la Burbuja y durante al agitado periodo sociopolítico que atraviesa el país. En el fondo, aún en el esplendor de su vida deportiva, Irving muestra síntomas inequívocos de pretender inclinar su perfil a la condición de activista y recibir así el tratamiento de aquellos líderes que invoca, lo que de veras resultaría admirable si no faltara a sus obligaciones, al modo de Jaylen Brown, o a un digno 'background' de servicio y liderazgo públicos. En este punto es justo recordar su voluntad de compromiso social, sus incontables donaciones a causas benéficas reales en áreas comunitarias y durante la pandemia a la WNBA. Por eso no extraña que en plena ausencia se filtrara su compra de una casa para la familia de George Floyd, una noble acción que apenas encubre una fuga irracional.
Nunca es tarde para asumir un destino imprevisto. Pero todo ello comienza a desvelar el sentido de una frase que cada vez frecuenta más: “Basketball is the easy part”. Lo que haría intuir que lo demás, las cosas más importantes que el baloncesto, sí merecen su deber y atención. Puede ser la señal de que ha podido empezar a relegar su carrera a un segundo plano. Y hasta explicaría su temprano revés con una organización, Brooklyn Nets, que le ha alfombrado cada paso, otra que también se ha entregado a sus designios y que ahora lo acompaña con dos de los mejores anotadores de siempre. Es un escenario de fábula. Y sin embargo se ignora si lo aceptará en paz. Porque el riesgo es que lo que ya ha sucedido puede volver a suceder. Y más si es que hincha otra vez demasiado el impulso de dominarlos a todos.
A finales de 2011, Cavaliers y Pacers se medían en Indiana. El partido resultó muy igualado y con empate a 84 la nueva esperanza de los visitantes, Kyrie Irving, falló la bandeja que les habría dado la victoria antes de caer en la prórroga. No era más que un error sin gravedad de los muchos que disculpa una temporada. Pero minutos después el vestuario presentaba un aspecto siniestro porque el novato, hundido en su taquilla, cubría en silencio su cabeza con una toalla y no hubo manera de que reaccionase a los ánimos de sus compañeros, que respetaron entonces su duelo como en la muerte de un ser querido. La escena se hizo de veras incómoda cuando duchados y vestidos Kyrie seguía igual. Y al joven, de 19 años, le acabaría molestando menos su error que la atención que él mismo había provocado. Aquel no era más que su tercer partido de carrera.