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No voy a responder a tu Whatsapp porque si contesto me vas a volver a escribir
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Héctor G. Barnés

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No voy a responder a tu Whatsapp porque si contesto me vas a volver a escribir

Responder a un mensaje no acaba con la catarata de mensajes: solo nos lleva a recibir más mensajes. Así que hay quien ha decidido convertirse en insumiso y no responder más

Foto: La sombra de la turra. (Reuters/Russell Boyce)
La sombra de la turra. (Reuters/Russell Boyce)
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Hay gente que tarda poco en responder a los mensajes, gente que tarda mucho y gente que es totalmente arbitraria a la hora de contestar a WhatsApp: puede hacerlo al instante, puede hacerlo días después, puede no hacerlo nunca. Los sistemas de mensajería instantánea son, pues eso, instantáneos, lo que implica que se espera una respuesta más pronto que tarde. La cortesía no escrita sugiere que el límite se encuentra en unas horas, y que nunca hay que dejar que pase una noche entre mensaje y respuesta. Pero esto no siempre aplica. A veces, una animada conversación de repente se detiene y nunca vuelve a retomarse.

La explicación más sencilla es que hay gente maleducada. Una versión moderna de esas personas que siempre llegan tarde: unos y otros juegan con el tiempo de los demás. Como le digo a un amigo imitando el final de Chinatown, olvídalo, no todo el mundo es como nosotros, que sentimos un cosquilleo in crescendo hasta que hemos terminado de contestar a todos los mensajes pendientes. Simplemente, hay gente que no responde.

Dar respuesta rápido a los mensajes y llegar a la hora a las citas son dos rasgos de los que me enorgullezco. Si me escribes, sacaré tiempo aunque no lo tenga e intentaré contestar pronto. Si no es así, al menos intentaré avisar. Qué majo soy. Pero esto genera un runrún preocupante cuando sé que alguien espera mi respuesta y no la está recibiendo, una pequeña carguita mental en el fondo de mi cabeza que va creciendo a medida que pasan los minutos. Y que a veces me conduce a enfrentarme a pequeñas dudas morales cuando estoy en mitad de una conversación y me pregunto si es mejor no contestar o interrumpir a mi interlocutor para hacerlo. Estos, algo enfadados, a veces me han dicho: "anda, contesta, que estás nervioso". Ya no soy tan majo.

Y de repente, llegó el otro día, cuando por primera vez, en mitad de una conversación, decidí dejar de contestar. A cada respuesta mía le seguía otra pregunta, y a la siguiente respuesta una pregunta adicional, y a esta otra interrogación más sin que el intercambio tuviese visos de terminar. Por primera vez, paré de contestar y decidí que lo hiciese el Héctor del futuro. Tomé la decisión porque llevaba toda la mañana sin hacer nada, una hora de contestar mensajes que generaban otros mensajes que necesitaban ser respondidos. Apagué la pantalla del móvil y me puse a cocinar.

Muchos trabajos van de contestar mensajes a personas cuyo trabajo es escribir mensajes

Fue en ese momento cuando empecé a sentir un poco más de comprensión hacia todas esas personas que lo largo de los años me habían puesto de los nervios por no ser capaces de tomarse la molestia de responder rápido. Me di cuenta de que no es una simple cuestión de mala educación, sino a veces, una manera de saltar de esa rueda del hámster paralizante. A veces es casi imposible: un porcentaje cada vez mayor de trabajos (como el mío, tal vez como el suyo) consiste en contestar mensajes sin parar a otras personas cuyo trabajo consiste en escribir mensajes sin parar.

Ahí va de nuevo la metáfora manida: recibir y contestar mensajes es la piedra de Sísifo de nuestros días, esa roca que cuando conseguimos empujar hasta la cumbre de la montaña vuelve a caer a nuestros pies obligándonos a levantarla de nuevo. O aplicado a esto, los mensajes que no dejan de brotar, pidiéndonos que los respondamos ya, ya, ya, cuando creemos que los hemos terminado de contestar. Responder un mensaje solo en contadas ocasiones implica el final de la conversación: responder un mensaje, en la mayoría de casos, abre la puerta a más mensajes.

Por eso mis amigos los maleducados no lo son tanto, sino más bien insumisos de la conversación eterna, que saben que la única escapatoria que les queda es el silencio, el punto y aparte, el frenazo repentino de la conversación aun a riesgo de que los consideren unos malquedas. Pero es más fácil que explicarle a tu interlocutor que no deseas seguir hablando en ese momento. Simplemente, callas y dejas que el otro imagine lo que quiera. O que has decidido pasar de él o que te ha atropellado un tranvía y no vas a responder jamás. Que él elija.

Mi salto al otro lado del protocolo me hizo darme cuenta de que la gente a la que tanto le cuesta responder suele compartir ciertas características, como problemas de ansiedad, concentración, estrés o fatiga que probablemente se agraven a cada nuevo mensaje en el móvil. Más ruido y distracciones para cerebros sacudidos que los conducen a la parálisis, a apagar el teléfono para detener el ruido. Tomar decisiones agota, y para una persona ya agotada de fábrica, responder un mensaje es tomar una decisión más.

Nunca ha sido tan fácil acceder a los demás. Es tan sencillo como sentir el gusanillo del aburrimiento, encender el móvil y preguntarle a quien sea cualquier cosa que se nos pase por la cabeza. Coste nulo y amplia recompensa, la del subidón de dopamina de la notificación. En esa ecuación perdemos de vista que no tenemos ni idea de lo que la otra persona está haciendo y que raramente es lo mismo que nosotros (aunque hay quien sería capaz de contestar mensajes en una trinchera de la Primera Guerra Mundial). Cada uno escribe desde su propio espacio-tiempo: tal vez uno está tirado en el sofá mientras el que responde se encuentra sumergido en la vorágine del trabajo.

Nos cuesta tanto hacer nada porque pasamos la vida reaccionando a estímulos

La vida reactiva

Esta ansiedad que generan las cascadas de mensajes infinitos refleja las exigencias de la sociedad de la interrupción perpetua, en la que de repente nos hemos dado cuenta de que nos cuesta muchísimo hacer cualquier cosa porque nos limitamos a reaccionar a estímulos. Me hace mucha gracia ese artículo de The Economist que se queja de que ya no se puede trabajar en ninguna parte, ni en casa, ni en la oficina. Lo que antes se consideraba una interrupción ahora es visto como "una oportunidad para interactuar". Resultado: es imposible concentrarse.

El mundo parece haber colapsado en un presente continuo donde ya no hay divisiones temporales ni espaciales y todo está junto, la noche y el día, el ocio y el trabajo, lo personal y lo laboral, lo privado y lo público, en una catarata infinita de reacciones a estímulos que solo se paran cuando intentamos dormir y que reaparecen en cuanto abrimos los ojos. Eso sí, somos capaces de no mirar el móvil cuando nos despertamos en mitad de la noche, claro. Todos los tiempos y los espacios unidos, sin jerarquías ni divisiones.

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Ante eso, no contestar es una estrategia individual ante la imposición de los tiempos ajenos. Una forma de recuperar el control de nuestros propios ritmos. Pasar de la vida reactiva, esa que consiste en responder a esos mensajes que reclaman sin parar nuestra atención, a la vida activa en la que uno decide cuándo y cómo responder. Nada es tan bonito, claro, porque eso da pie a la enésima paradoja: al recuperar nuestro control del tiempo dándonos espacio, lo que hacemos es imponer nuestro propio ritmo a los demás, que se quedan esperando una respuesta que no estamos dispuestos a darles ya. Pero al fin y al cabo, toda relación humana es una negociación continua entre los límites propios y los ajenos.

placeholder O responder mensajes o el Candy Crush, las dos cosas no pueden ser.
O responder mensajes o el Candy Crush, las dos cosas no pueden ser.

Así que he tomado la decisión de que yo también voy a dejar de responder WhatsApps al momento y no voy a molestarme si tú no lo haces, ni siquiera si desapareces durante semanas y vuelves con un "hola, ¿te acuerdas de mí?" No juzgaré tus razones ni elucubraré teorías que suelen pasar por el "oh, no, dios mío, me odia, está harto de mí" porque preferiré pensar que de quien estás harto es del mundo. Empezaré a tomar los mensajes del móvil como cartas lanzadas al océano en una botella, sin esperar ninguna respuesta. Para que en el momento en que por fin la reciba, pueda encogerme de hombros, apagar el móvil y pensar: ya responderé otro día.

Hay gente que tarda poco en responder a los mensajes, gente que tarda mucho y gente que es totalmente arbitraria a la hora de contestar a WhatsApp: puede hacerlo al instante, puede hacerlo días después, puede no hacerlo nunca. Los sistemas de mensajería instantánea son, pues eso, instantáneos, lo que implica que se espera una respuesta más pronto que tarde. La cortesía no escrita sugiere que el límite se encuentra en unas horas, y que nunca hay que dejar que pase una noche entre mensaje y respuesta. Pero esto no siempre aplica. A veces, una animada conversación de repente se detiene y nunca vuelve a retomarse.

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