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No te rayes si le pillas una baraja de tarot a tus hijas
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Israel Merino

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No te rayes si le pillas una baraja de tarot a tus hijas

Se ha vuelto a poner de moda, pero no lo ha hecho como lo que era antes, una creencia o directamente un sacacuartos, sino como una performance

Foto: Un hombre barajea las cartas del tarot. (Reuters/Luis Cortes)
Un hombre barajea las cartas del tarot. (Reuters/Luis Cortes)
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"Generación perdida confía en los astros, cada uno elige cómo morirse tranquilo", canta Felinna Vallejo, de Las Ninyas del Corro, en Don’t Waste My Time. Y quizá lleve razón.

Todo se repite, también las modas viejas y desfasadas de los años noventa, esas que hacían caja en Telecinco y rellenaban las madrugadas de los solitarios que bebían hasta tarde viendo la televisión y fantaseaban con que las cosas fueran un poco más sencillas.

Quien esté pendiente de las modas centenials se habrá dado cuenta de que el tarot ha vuelto. Como hace diez o veinte o treinta años, se ha vuelto a poner de moda tirar cartas para predecir el futuro; otra vez, los jóvenes se preguntan por sus signos zodiacales y por sus ascendentes y juegan a hacerse la carta astral mientras se refrescan con un vermú en la primera cita de Tinder.

En las redes sociales, los viejos tarotistas han vuelto a ganar relevancia; las supuestas brujas consiguen miles de retuits en X.com y en TikTok, termómetro precisísimo de esa grandísima burbuja que son las tendencias, aparecen un montón de vídeos hablando del personaje que eres de tal o cual serie o película según el mes del año en que hayas nacido.

El tarot, sí, esa creencia que dábamos por muerta y de la que tanto nos hemos mofado, ha vuelto para conquistar, como una especie de opio de rastrillo, el corazón de los chavales, lo que ha encendido las alarmas —otra vez— de los que no hablarían con sus hijos ni aunque les encañonaran con una pistola.

Ante esta nueva tendencia, la reacción de los neoconservadores, quienes juegan a lo políticamente incorrecto, pero se santiguan ocho veces y tiran agua bendita cuando se topan con algo que no entienden, ha sido poner el grito en el cielo —voy a soltar media docena más de chistecitos religiosos, que para algo estamos en Semana Santa—; los guardianes de la tradición se han alarmado, claro, porque cómo puede ser eso de que los chavales empiecen a creer en el destino según dónde estuviera situado Júpiter el día que nacieron.

Foto: Imagen: EC Diseño.

(Spoiler: no lo creen, pero fingen que sí. Porque mola, porque es divertido, porque es estético.)

El tarot, como decía un par de párrafos hacia arriba, se ha vuelto a poner de moda, pero no lo ha hecho como lo que era antes, una creencia o una religión o directamente un sacacuartos, sino como una performance; el tarot ha vuelto como una estética, como una ironía, como un juego; ha vuelto, incluso, como una forma de relacionarse y ligar.

Sobre todo en mujeres, el tarot ha vuelto a triunfar por la estética visual tan marcada que contiene; esos soles y esas lunas atrapan, gustan, dan una identidad visual a los que lo llevan, pero hay más.

A diferencia de cuando los programas de brujos copaban las madrugadas, el tarot ya no es tanto una superstición con la que sacarle dinero a personas con problemas —es divertido reírse de a quienes desplumaban en líneas telefónicas carísimas, pero quizá haya que entender también sus situaciones personales—, sino una cosa íntima.

Al tarot se juega en casa, construyendo un espacio seguro que si bien puede hacerte arquear la ceja, se debe entender

Los chavales a lo que les gusta esta estética no consumen este tipo de servicios ni van a consultas carísimas en las que les sacan hasta el último chavo de sus precarias nóminas: al tarot se juega en casa, construyendo un espacio seguro que si bien puede hacerte arquear la ceja —a mí me pasa—, se debe entender, y hacerlo es sencillo: la clave es comprender que nadie cree en esto.

El tarot ha triunfado otra vez porque encierra un pasatiempo que puede entretener a mucha gente por el divertimento de juguetear a adivinar el futuro, pero en el que nadie cree, tal y como la misa de los domingos o la Semana Santa para muchísimos: ¿cuántos van a la iglesia por el vermú de después del sermón dominical o por no sentirse solos, o a las procesiones del Viernes Santo porque disfrutan de su estética o su música?

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Cada vez que surja una nueva moda que cierto sector de la población no entienda, pues suele pasar por una cuestión de edades, no debe montarse el pollo padre y proclamar a los cuatro vientos que la generación Z es gilipollas y cree en el mercurio retrógrado, porque no es así; la generación Z ha visto simplemente divertido volver a preguntar en una cita cuál es el signo del zodiaco por ver la reacción de la otra persona, por tener un gancho más de conversación con el que conocer a fondo al otro — "dices que eres sagitario, ¿te sientes representado con lo que dicen de que sois muy fogosos?"— y, simplemente, porque mola.

Si le pillas una baraja de tarot a tu hija, de verdad, no le eches agüita bendita ni la taches de supersticiosa: habla con ella. Pregúntale por qué le gustan tanto esas cartitas y si cree realmente en lo que dicen. Quizá te sorprenda su respuesta.

"Generación perdida confía en los astros, cada uno elige cómo morirse tranquilo", canta Felinna Vallejo, de Las Ninyas del Corro, en Don’t Waste My Time. Y quizá lleve razón.

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