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Tu gurú favorito es un friki y un aburrido
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Israel Merino

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Tu gurú favorito es un friki y un aburrido

Cuando no haces más que invertir tu tiempo en currar en algo que ni siquiera sabes si va a funcionar, te conviertes en un pequeño monstruito odioso, rimbombante y friki

Foto: Los gurús de Internet se forran gracias a gente solitaria. (Reuters/M. Druscovic)
Los gurús de Internet se forran gracias a gente solitaria. (Reuters/M. Druscovic)
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Te levantas, yupi, a las cinco de la mañana. Tu piso está vacío y en absoluto silencio, no hay más ruido que el chillidito cursi de las persianas entre las que pasa la luz amarillenta de las farolas. Hace bastante frío ahí fuera, pero te tiras al suelo a hacer burpees —no te has quitado los pantalones del pijama, guarro, más te vale lavarlos—y te das una ducha de agua helada después. Antes de sentarte a trabajar, escribes con mala letra en un cuaderno azul tus propósitos del día —revisar la bolsa de valores, encontrarte a ti mismo, leer cinco minutitos padre rico, padre pobre— y desayunas un batido de proteína con un plátano. Por fin, te sientas al escritorio: frente a ti, el MacBook Pro pagado a plazos; un poco a tu izquierda, un teléfono móvil que no sonará en todo el día porque eres un coñazo y un flipado.

Como en la Edad Antigua, se ha vuelto a poner de moda el estoicismo. En el fondo, uno es optimista y cree que las modas ridículas y dañinas —los opiáceos, Loquillo, el gotelé— acaban dando volteretas y desapareciendo para siempre en el sumidero de la historia, pero parece que el optimismo me ha provocado ingenuidad y he acabado errando la predicción: aquí estoy, hablando de gurús neoestoicos y citando al pesado del Cadillac en pleno 2024.

Creo que no es ningún secreto que el estoicismo ha vuelto —al menos, algo muy parecido— en forma de gurús de Internet que se forran gracias a gente solitaria; con solo meterte en TikTok, puedes ver a una decena de chavales —no estoy usando el neutro castellano: son solo chavales— hablando de dinero y empresas y superación y trabajo durísimo sin parar.

Hablan de conquistar a una mujer que tenga todos los atributos de belleza que se imagina un hombre en esa página de tonos amarillos

Como digo, esto no es exactamente estoicismo, pues si la filosofía de Séneca hablaba de encontrar la felicidad aceptando el chaparrón de la vida —que sí, que yo también tengo Wikipedia y sé que he simplificado mucho—, el neoestoicismo es un revolcón de estas ideas que ha gestado un producto neoliberal bastante bizco; un producto que nos viene a decir que tenemos que competir y luchar y aguantar con los chaparrones de la vida, todo en un tono bastante sectario, para convertirnos finalmente en una especie de superhombres financieramente libres y con éxito entre las mujeres (ahora que lo pienso, esto tiene también un poco de Nietzsche).

Estos nuevos gurús, pongo de ejemplo a Llados, pues quizá es el que más suena, hablan desde mansiones en Miami de trabajar duro para pilotar un Maserati Ghibli —cada vez que se abre un hueco meto el gol— y conquistar a una mujer que tenga todos los atributos de belleza que se imagina un hombre que solo ve mujeres en esa página de tonos amarillos.

Estos gurús, todos estrafalarios, mentirosos y obsesionados con sacarnos la pasta mediante embudos comerciales, hablan de adoptar la disciplina de un militar de las fuerzas especiales para perseguir una cosa que, en verdad, no se sabe exactamente qué es. Hablan, en fin, de volverse un friki y un aburrido.

Estos días, he probado las rutinas que recomiendan estos gurús y he llegado a la conclusión de que ya hay que ser inseguro y tolai para encontrar una mínima paz o felicidad en ellas.

Como recomiendan, he estado levantándome a las cinco de la mañana para escribir y entrenar —como a mí esas movidas de la bolsa me importan más bien poco—, he intentado enfocar todo este trabajo durísimo en lo que a mí me interesa, que es el periodismo.

Cuál militar insomne, me levantaba al primer grito del radiodespertador para hacer flexiones, cosa que no me costaba mucho porque es parte de mi rutina normal. Después, me metía bajo el chorro de agua fría de la ducha y me cagaba en todos los muertos de mi familia durante cinco minutos, pero aguantaba como el neoestoico que quería ser.

Después, como rezan estos gurús, me encerraba en mi estudio a trabajar, sin hacerle caso a las redes sociales y distrayéndome lo mínimo posible, para convertirme en el ser humano más productivo del mundo. Y funcionó, no penséis que no, pero a un precio impagable: dicen que el éxito es ganar un millón de euros al año, pero yo me conformo con no convertirme en un gilipollas.

Cuando se habla de éxito se habla siempre de lo mismo, de lo material, pero se habla muy poco de cómo nos relacionamos con este; siempre que se plantean todas estas chuminadas, que si autosuperación o rendimiento, se habla de tener dinero para poder pagar los restaurantes más caros de la ciudad, pero no de cómo ese proceso para conseguirlo puede afectarnos y hacernos tan solitarios que no tengamos a nadie que nos acompañe a ellos.

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Una cosa que me he dado cuenta con esta rutina absurda, tan deprimente que de verdad dan ganas de arrancarse los pelos, es que está perfectamente diseñada para volverte un antisocial, un friki y un paria.

Cuando no haces más que invertir tu tiempo en currar en algo que ni siquiera sabes si va a funcionar, y no porque te guste el proceso sino porque persigues un resultado, te conviertes en un pequeño monstruito odioso, rimbombante y friki que nadie quiere consigo.

Te aíslas y te vuelves puñetero y horrible; dejas de mirar el mundo con los mismos ojos; pierdes la noción de la realidad. No hace falta más que mirar a todos estos gurús, solo fíjate en su discurso y forma de comunicar, para darse cuenta de que están perdidos; están desconectados, no tienen toma con la realidad, no quedarías con ellos para tomar un café ni de broma; es que no querrías ser amigo de ninguno.

La idea de perseguir el éxito aguantando el sufrimiento que conlleva te convierte en alguien tan desdibujado, tan cínico, que tiene el mismo atractivo que una boquilla lamida o que una cantimplora abandonada o una canción de Loquillo en pleno 2024.

Te levantas, yupi, a las cinco de la mañana. Tu piso está vacío y en absoluto silencio, no hay más ruido que el chillidito cursi de las persianas entre las que pasa la luz amarillenta de las farolas. Hace bastante frío ahí fuera, pero te tiras al suelo a hacer burpees —no te has quitado los pantalones del pijama, guarro, más te vale lavarlos—y te das una ducha de agua helada después. Antes de sentarte a trabajar, escribes con mala letra en un cuaderno azul tus propósitos del día —revisar la bolsa de valores, encontrarte a ti mismo, leer cinco minutitos padre rico, padre pobre— y desayunas un batido de proteína con un plátano. Por fin, te sientas al escritorio: frente a ti, el MacBook Pro pagado a plazos; un poco a tu izquierda, un teléfono móvil que no sonará en todo el día porque eres un coñazo y un flipado.

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