Es noticia
Cuántas personas conoces que hayan renunciado a ser turistas
  1. Cultura
Héctor G. Barnés

Por

Cuántas personas conoces que hayan renunciado a ser turistas

Lo sufrimos pero no estamos dispuestos a renunciar a él: el turismo es un mecanismo indispensable para consentir nuestro cansancio a cambio de unas buenas vacaciones

Foto: Turistas viajan en un "vaporetto". (EFE/Zoltan Balogh)
Turistas viajan en un "vaporetto". (EFE/Zoltan Balogh)
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

Hace unos años fui de vacaciones a Vietnam. Antes de salir de casa tenía mis reservas sobre el viaje, porque no podía librarme de la sensación de que iba a aprovecharme de los baratos precios de un país mucho más pobre, que tras sufrir una terrible guerra se ha convertido en un destino vacacional para los mismos occidentales que destrozaron el país décadas atrás. Arrasar y turistificar cuando ya no queda nada más que arrasar.

Una vez llegué, todos mis miedos se esfumaron. La culpa desapareció al conocer a los solícitos trabajadores del sector turístico, que con una simpatía casi mediterránea, me hicieron sentir que yo era como ellos y ellos eran como yo. Que no había tanta distancia entre nosotros, que no estaban molestos por mi presencia en su país y que, de hecho, les estaba haciendo un favor gastándome mi dinero allí y no en otro lugar, por mucho que algo me dijese que eso de una noche de hotel cinco estrellas a veinte euros debía tener truco.

Solo con el tiempo me he dado cuenta de que todo estaba ideado para sentirme así, que había vivido el espejismo de la experiencia turística, siempre amable, siempre sonriente. La última vez que lo he pensado ha sido leyendo Estuve aquí y me acordé de vosotros (Anagrama) de Anna Pacheco, un análisis periodístico sobre el turismo en los hoteles de lujo de Barcelona. En él, la periodista, siempre perspicaz, identifica ese túnel de entrada al hotel de color “blanco impoluto” como el lugar donde se produce la transformación en actores del teatro del turismo de sus empleados, que no pueden acceder por la entrada principal sino por una alternativa, para que no se mezclen con los clientes.

Como si se tratase de los artistas de Lluvia de estrellas, entran por el túnel y salen convertidos en disciplinados trabajadores del sector turístico, prestos a formar parte de esa representación moral entre cuyos objetivos se encuentra el de que el turista no sienta culpa por disfrutar de su descanso. Hay un giro adicional, recuerda Pacheco: nosotros mismos, los turistas, formamos parte de esa representación en la que, como explica citando a Hans Magnus Enzensberger, la industria turística es “un anuncio publicitario y los turistas son, a su vez, sus empleados”.

"Pero qué otra cosa voy a hacer, yo también necesito un descanso", se defiende

La periodista tiene la virtud de saber recoger gestos que describen toda una realidad. Tal vez el más esclarecedor sea el de ese encogimiento de hombros del activista sindical y cocinero que reconoce viajar a capitales europeas un par de meses al año sin sentimiento de culpa. “Explotados explotando una vez al año”, resume Pacheco: “Pero qué otra cosa voy a hacer”, se defiende el cocinero. No conozco a nadie que haya renunciado por principios morales a ser turista: ni aquellos tan preocupados por la huella de carbono dicen que no a una visita al Londres o Berlín de turno.

Este gesto resume a la perfección el papel que juega el turismo de masas como parte de un engranaje que de otra manera se detendría y sin el cual el mundo dejaría de funcionar. Nadie puede permitirse no ser un turista, o de lo contrario dejaría de tener sentido trabajar tanto y estar tan cansado para, cuando llega el verano (o la Semana Santa, o la Navidad), desenchufarse y “recargar pilas” (vaya expresión) reinvirtiendo ese dinero en un tipo de ocio que hasta hace unas décadas no existía y que, como recuerda Pacheco citando a Emmanuel Rodríguez, distingue al trabajador proletario de quien es “otra cosa”.

El libro resume bien ese papel fundamental que juega el turismo en nuestras sociedades como algo que se percibe como un derecho irrenunciable. Estamos agotados y necesitamos descansar, y lo hacemos a través de las vacaciones, nuestra recompensa y expiación. Pacheco lo ejemplifica a través de la serie de RTVE Paraíso, que retrataba la vida en un resort de República Dominicana como una experiencia terapéutica que permitía que los personajes pudiesen sanar las heridas que abría en ellos la vida cotidiana. No es casualidad que fuese emitida en el año 2000, en pleno boom económico español. El resort caribeño se estaba convirtiendo entonces, como lo fuese en su día el apartamento en la playa, en la experiencia de descanso por antonomasia. No tanto un placer como una necesidad para hacer frente a nuestra existencia.

Lo importante para que nos parezca bien ser turistas es que el turismo sea accesible, y ahí el de masas ha contribuido a facilitar mentalmente la aceptación de esa clase de ocio. En Verano sin vacaciones. Las hijas de la Costa del Sol (Piedra Papel Libros), Ana Geranios explica cómo en el boom turístico de la costa malagueña décadas atrás fue clave que las personas que se emplearon en él pudiesen sentir que ellos también podían acceder a los mismos servicios, que ellos también se beneficiaban de ese verano eterno. Aceptar las externalidades que supone el turismo pasa por percibir que el camarero también puede sentarse en la misma terraza que el turista a que le pongan una cerveza.

Al contrario que el ensayo de Geranios, el de Pacheco se centra en hoteles de lujo que en principio no son económicamente accesibles para sus trabajadores. Por eso hay dos reacciones contrapuestas cuando se ofrece a sus empleadas pasar una noche en ellos tras ganar un concurso. El primero es acceder a lo vedado como una experiencia transformadora en la que se invierten los roles: “Cuando me presenté en recepción y dije que era trabajadora, todo cambió y mis compañeros de recepción me buscaron una mejor habitación con vistas increíbles. Con lo que me quedé es con mi hija abriendo la puerta diciendo uau, mami. A día de hoy, todavía sigue recordando su experiencia y yo con eso me quedo”.

Ese pacto tácito se rompe cuando el turismo deja de ser accesible para todos

La segunda reacción es mucho más interesante: la de sentir que en esa inversión de posiciones hay algo problemático que no es fácil describir con palabras: “Para mí fue muy extraño, muy extraño… y siempre estaba yo pendiente de dejar todo bien y en orden. […] Veo a otras personas, o a mis compañeros, que dicen ay muy bien, muy bien la noche, pero no sé, yo no le encuentro como sentido”. Quizá porque es en ese momento en el que resulta dolorosamente obvio que ambos, trabajadores y turistas, están participando en un teatro en el que la posibilidad de acceder al turismo no acaba con las diferencias sociales.

Como sugiere Geranios en su libro, ese pacto tácito se rompe cuando el turismo deja de ser accesible para todos y pasa a estar en manos de unos pocos como está ocurriendo la cada vez más cara Costa del Sol. En ese momento deja de ser una experiencia común en la que servidores y servidos intercambian sus papeles para poner de manifiesto su naturaleza inherentemente desigual. Hasta entonces, como ocurre con los trabajadores de Glovo, forma parte de esa industria de la subcontratación de marrones en la que estamos legitimados a explotar a los demás en cuanto que nosotros mismos nos sentimos explotados.

Cuando la función se acaba

Hay una entrevista de Yasmina Reza en La Vanguardia que suelo citar a menudo. En ella, la autora de obras de teatro como Un dios salvaje lamenta que el turismo sea, junto al terrorismo, una de las grandes plagas de nuestro tiempo. La, por otra parte, muy viajada autora lamentaba que ciudades como París o Venecia, en las que vive, hayan caído bajo el “espíritu turístico”, que se ha infiltrado en todo. En realidad, lo que parece lamentar Reza es la llegada del turismo de masas a lugares que llevan recibiendo visitantes desde hace siglos, pero que al abaratarse se han convertido e en destinos accesibles para mucha más gente hasta el punto del colapso.

placeholder El hotel Eurostars Grand Marina, establecimiento barcelonés de cinco estrellas. (EFE/Toni Albir)
El hotel Eurostars Grand Marina, establecimiento barcelonés de cinco estrellas. (EFE/Toni Albir)

Al final de su libro, Pacheco sugiere que el turismo de masas es un momento excepcional en la historia del hombre y que tarde o temprano, por sus impactos medioambientales y económicos, volverá a ser privilegio de unos pocos. Frente a ello recupera la figura del “dominguero”, que saca del geógrafo del trabajo y experto en turismo Ernest Cañada: “Una tradición muy extendida en España y que supone un tipo de encuentro y de ocio autogestionado”. El dominguero recupera la vieja pequeña escala de las cosas, en la que el turismo ya no es global, sino una actividad local, pública y compartida que permite disfrutar del tiempo libre y descansar sin las externalidades negativas del turismo de masas.

La consecuencia de esa reevaluación del turismo es la ruptura de ese pacto tácito que todos hemos dado por bueno en el que no nos importa autoexplotarnos a cambio de la terapia que supone el viaje. Se quebraría uno de los engranajes de ese complejo reloj que es el poscapitalismo, en el que interpretamos el rol de obedientes trabajadores a cambio de poder interpretar el de turistas durante unas cuantas semanas al año para poder sanar de nuestra vida diaria, viviendo una ficción que nos dice que no somos pobres. Pero qué otra cosa podemos hacer.

Hace unos años fui de vacaciones a Vietnam. Antes de salir de casa tenía mis reservas sobre el viaje, porque no podía librarme de la sensación de que iba a aprovecharme de los baratos precios de un país mucho más pobre, que tras sufrir una terrible guerra se ha convertido en un destino vacacional para los mismos occidentales que destrozaron el país décadas atrás. Arrasar y turistificar cuando ya no queda nada más que arrasar.

Trinchera Cultural Turismo Economía
El redactor recomienda