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Los gusanos
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Galo Abrain

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Los gusanos

A veces, los insoportables gusanos que se amorran a una herida, salvan el miembro de su amputación. Por muy dolorosos que sean, sin ellos, todo se vendría abajo

Foto: Vista aérea de la selva amazónica. (EFE/Andre Dib)
Vista aérea de la selva amazónica. (EFE/Andre Dib)
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Corría el año de nuestro Señor 1936, cuando un intrépido antropólogo francés se adentró en la selva amazónica. Tenía la barba acerosa, como esas bolas de níquel para deshacerse de las costras en las sartenes, y una nariz picuda, aguileña, propia de quien se engancha a los chivatazos de su olfato como un garfio. Su nombre era Claude Lévi-Strauss. Y no, no tiene un pijo que ver con los pantalones vaqueros. ¿A santo de qué les hablo de este, por entonces, muchacho? Para no variar en mi vida, tiene que ver con una historia

La premisa es sencilla. Brasil. Amazonas. Un calor del carajo en mitad de un vergel salvaje. Un indígena de la tribu de los tupí-kawaíb, colaborador del grupo de blancos que han ido a meter la napia donde nadie los ha invitado, apoya, torpemente, la mano en un rifle. Del trallazo se le van tres dedos a paseo.

El joven Claude, sensible y comprometido, se siente en la obligación de llevarlo a un médico —y eso que el indio no estaba ni sindicado, figúrense—. Les esperan, grosso modo, tres días de pateada a través de la acogedora selva, siempre tan famosas por su hospitalidad. Del indio, lo que es el trío de dedos, ya lo dan por comida para boas, pero todavía confían en salvarle la mano. Lo malo es que la gangrena, con semejante festín de bacterias alrededor danzando sin supervisión, pinta que se va a apuntar a la fiesta antes de que el médico obre su magia. Del muñón, salvo un milagro, no se libra el tupí-kawaíb.

Durante el peregrinaje, el calor lechoso de la senda solivianta los más diversos amiguitos. Bichos grandes y pequeños que, salvo si se zampan, no tienen ni gota gracia. Los gusanos se motivan con especial inquina por contraer sus blandurrios cuerpos hacia los huecos de las botas, los pantalones, las braguetas… todo un desfile de invertebrados fisgones babeando por arrimarse a los exploradores.

El manco de Lepanto cuando le estalló la suya en condiciones similares, de un arcabuzazo, y verá el muñón hermoso

El indio, en especial sus hedentinas heridas, atraen a esos cabroncetes húmedos como la calidez uterina a un feto. Decenas de gusanos blancos y mohosos se amorran al buffet libre de chicha necrosada. El tupí-kawaíb grita. Mil dolorosos demonios se lo llevan hasta el intermitente desmayo. Es incapaz de deshacerse de esas diminutas bestias...

El sonajero de berridos apocalípticos provoca un insomnio a la cuadrilla que no se resuelve ni con un cóctel de benzodiazepinas. La tortura, tres amaneceres después, llega a su fin. Claude y sus colegas pálidos descargan al indígena frente a un médico. Vista la aria en do-lor mayor performada por el tupí-kawaíb, nadie da un duro por que conserve la tenaza. Con suerte, el nativo gastará el mismo orgullo que El manco de Lepanto cuando le estalló la suya en condiciones similares, de un arcabuzazo, y verá el muñón hermoso. Honorable. Digno.

Foto: Una bandera del colectivo de personas trans durante una manifestación frente al Conrgeso de los Diputados, en Madrid. (EFE/Luca Piergiovanni)

Pero no hay, para sorpresa de todos, que hacerle un velatorio a la mano. Los gusanos, vampíricos-zampa-hombres, han frenado la invasión de la gangrena, poniendo a raya la infección al darse un atracón con la carne podrida. ¿Quién lo hubiera dicho? El incómodo tormento de la antropofagia, convertido en el quid de la redención.

Me gusta pensar que la vida está plagada de esta clase de parásitos. Cosas que, de buenas a primeras, creemos que han llegado para prodigarnos un suplicio, y, en la práctica, nos salvarán de la hecatombe. Igual que las sanguijuelas albinas del tupí-kawaíb.

Para muestra, Ella. Mi novia, que me llama sincericida y no se equivoca. Lleva razón cuando me dice que abofeteo a la gente con lo que se me pasa por la cabeza vehementemente. Purgo las ideas como diez Carlos Boyero, y me repantingo satisfecho babeando a lo Jabba el Hut. Si me reprimo, pienso, quizás explote.

Me cuesta achantar la mui. Bien sean vituperios o halagos, descargo el cuajo mental ajeno a las consecuencias. Por lo que sea, contemplo la contención como una erosión de la autenticidad. Cuando, en realidad, mi toniquete de predicador encarna la gangrena del relato, y callarme, darle una vuelta al periscopio emocional, los gusanos. Reprimirme, saber interpretar el contexto, por mucho que me pique, por mucha traición a mí mismo que me parezca, me salvará de la amputación. O de ser un puto insoportable, y quedarme más solo que la una, que lo mismo es. Gracias a Dios, Ella tiene paciencia...

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De cada cual según su gangrena, a cada cual según sus gusanos. La aventura de Lévi-Strauss es una metáfora ideal del masoquismo al que conviene rendirse, a veces, para sobrevivir. Si tomo distancia, doy un par de pasos y amplío el angular, siento el guion de este país haciendo justamente lo contrario. Arremetiendo kamikaze contra todo. Dirigiéndose a la amputación. Renegón del latoso masticar de los bichos que, aun contrarios al beneficio rápido y al rédito de lo iracundo, prometen rescatarnos de la putrefacción absoluta.

En política, ¿qué les voy a contar?, nos sobran casos que ya fatigan la infamia. Y son tantos, y tan viles, y me ponen tan enfermo, que sería un pecado escribirlos. Prefiero que se queden con mi ejemplo. Con esa banalidad que, seguro, también podría ser la suya.

No sé bien qué fue del tupí-kawaíb. Quizás volvió a apoyarse donde no debía, y esta vez se apuntó a los sesos, o el médico se lo quedó de conejillo de indias... Pero, puestos a especular, quiero creer que regresó alborozado, dando saltitos de alegría, a su peligroso hogar. Que se pasó lo que le quedó de vida pillando camu-camus con su pinza de dos dedos, como las de esos aliens de Men in Black.

Visualizo al tipo haciendo en su poblado una granja de gusanos, promocionando sus ventajas más allá de la insípida apariencia. Diciéndole a su gente: "No te ralles. Si pica, es porque funciona. Mejor sufrir un poco a no volver a disfrutar". Y así, a base de controlados sacrificios, veo a la aldea haciendo de tripas corazón gracias a esas pequeñas bestias. Con los miembros, si no intactos, más o menos de una pieza.

Corría el año de nuestro Señor 1936, cuando un intrépido antropólogo francés se adentró en la selva amazónica. Tenía la barba acerosa, como esas bolas de níquel para deshacerse de las costras en las sartenes, y una nariz picuda, aguileña, propia de quien se engancha a los chivatazos de su olfato como un garfio. Su nombre era Claude Lévi-Strauss. Y no, no tiene un pijo que ver con los pantalones vaqueros. ¿A santo de qué les hablo de este, por entonces, muchacho? Para no variar en mi vida, tiene que ver con una historia

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