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Mística y pureza: Zubin Mehta dirige sin dirigir
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Mística y pureza: Zubin Mehta dirige sin dirigir

El maestro completa una memorable gira española demostrando que los 87 años le han otorgado la clarividencia, acompañado de la fabulosa Filarmónica de Múnich y del suntuoso pianista Yefim Bronfman

Foto:  Zubin Mehta, en el Auditorio Nacional, este miércoles. (Rafa Martín)
Zubin Mehta, en el Auditorio Nacional, este miércoles. (Rafa Martín)

Le cuesta trabajo caminar a Zubin Mehta (Bombay, 1936), pero el recorrido entre los músicos hacia el podio excita un estado de sugestión que termina desahogándose entre clamores. No tiene que hacer casi nada el maestro para rendir a los espectadores, aunque la sumisión del público no solo tiene que ver con la devoción y la idolatría, sino con la experiencia que sobreviene en cuanto las manos del gurú dibujan en el aire la música de Brahms.

Ha cumplido 87 años Mehta. Ha resucitado del cáncer. Y necesita acomodarse en un asiento como remedio a los achaques, pero el trono desde el que dirige le otorga una impresionante majestad. Economiza el gesto. Y se imbuye en una esencialidad que proviene de escrutar las partituras como si leyera y escuchara lo que sólo él percibe.

Ha logrado Mehta hacerse incorpóreo. Y la ligereza con que se desenvuelve en el podio repercute paradójicamente en la profundidad y la hondura de las sinfonías. Hemos escuchado muchísimas versiones de la Segunda y de la Cuarta en el Auditorio Nacional —y de la Primera y de la Tercera—, pero las lecturas oficiadas en Madrid —y en Barcelona y en Zaragoza— suscitan la impresión de haberlas descubierto desde un punto de vista insólito.

Mehta las despoja de las tendencias romanticoides y de la sobreactuación. Las enfoca con un pudor y un misterio que redundan en la intensidad y el estupor cromático. La Filarmónica de Múnich reacciona como si estuviera en un concierto de música de cámara. Se escuchan los profesores entre sí bajo la custodia de Mehta. Los conduce el maestro desde la lucidez y la auctoritas. Ha sucedido entre los jalones de una gira española que revestía toda la expectación de una oportunidad. No ya por cuanto sea precaria la salud de Mehta o por la evidencia biográfica y biológica de los 87 años, sino porque la seducción, el glamour, el genio y el ingenio que han caracterizado al maestro se abastecen del misterio de la clarividencia.

La Filarmónica de Múnich reacciona como en un concierto de música de cámara. Se escuchan los profesores entre sí bajo la custodia de Mehta

Mehta ha sido siempre un ejemplo de comunicación musical, un predicador superdotado. La diferencia es que ahora dirige sin necesidad de dirigir. Y no es que se desentienda de la partitura —no la tiene delante— sino que la explora desde su dimensión nuclear. El mínimo gesto físico conduce a la máxima expresión estética, aunque la repercusión del hito es inconcebible sin la cualificación de los filarmónicos bávaros y sin la adhesión de los espectadores. Y no me refiero a quienes sabotean la liturgia con las toses y las expectoraciones cada vez que hay un silencio, sino a la feligresía cuya atención y devoción formalizan el milagro de la comunión.

Se aclamó a Mehta como merecía el acontecimiento. Y se aplaudió con argumentos el concurso de Yefim Bronfman. El soberbio pianista ruso —e israelí, y estadounidense— compareció para asumir toda la brillantez, plasticidad y sensibilidad del Primer concierto para piano de Brahms, aunque el mayor interés de Segundo concierto —en la vigilia— bien se explica porque asemejaba a una sinfonía para piano obligado. Y porque la propia estructura de los cuatro movimientos redunda en un entramado de concertación que convertía a Bronfman en una suerte de concertino.

placeholder Zubin Mehta y el pianista Yefim Bronfman, en el Auditorio Nacional. (Rafa Martín)
Zubin Mehta y el pianista Yefim Bronfman, en el Auditorio Nacional. (Rafa Martín)

Se trataba de hacer música juntos, de rebuscar en el misterio, de identificar a Brahms en la pureza, la contención, la sobriedad, por mucho que Bronfman no pudiera “ocultar” la redondez de su sonido, la impresionante cualificación técnica, la capacidad expresiva, la lectura contemporánea de la música. Volvió a demostrarlo en el exquisito regalo de las propinas —un Nocturno de Chopin, el Arabesque de Schumann—, aunque más aún se celebraron las que concedió Mehta en la segunda parte de sus respectivos conciertos. Se puso de pie, erguido, imponente, para dirigir una danza eslava de Dvorak y una danza húngara de Brahms. Como si la música le hubiera sanado. Y como si la forma de despedirse del público —las manos juntas, hacia la barbilla— contuviera la simbología de un trance místico que solo puede explicarse en la metafísica: namasté.

Le cuesta trabajo caminar a Zubin Mehta (Bombay, 1936), pero el recorrido entre los músicos hacia el podio excita un estado de sugestión que termina desahogándose entre clamores. No tiene que hacer casi nada el maestro para rendir a los espectadores, aunque la sumisión del público no solo tiene que ver con la devoción y la idolatría, sino con la experiencia que sobreviene en cuanto las manos del gurú dibujan en el aire la música de Brahms.

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