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'Murder on the dancefloor': viralidad contra el canon
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'Murder on the dancefloor': viralidad contra el canon

Los fenómenos virales en redes son causa y también consecuencia del fin de los cánones culturales. Lejos de ser la liberación creativa prometida, esta situación deja en situación de desamparo a público y artistas

Foto: La artista Sophie Ellis-Bextor, durante una actuación. (EFE/Adam Vaughan)
La artista Sophie Ellis-Bextor, durante una actuación. (EFE/Adam Vaughan)
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Los fenómenos virales en redes son causa y también consecuencia del fin de los cánones culturales. Lejos de ser la liberación creativa prometida, esta situación deja en situación de desamparo a público y artistas.

Las navidades de 2001 tuvieron como banda sonora el segundo sencillo del álbum debut de Sophie Ellis-Bextor, artista londinense con padres del ámbito cultural y bagaje adolescente en el indie. Murder on the dancefloor alcanzó buenas posiciones en las listas de éxitos de aquel año, especialmente en Europa y Australia. Ellis-Bextor se convirtió, durante los primeros años del siglo, en una suerte de Kylie Minogue un poco más alternativa, un poco más sinfónica, un poco más sosa.

Murder on the dancefloor ha vuelto a las listas de éxitos 22 años después gracias a la popularidad en Amazon Prime de Saltburn, el segundo largometraje de Emerald Fennell, en el que aparece como parte de la lista de temas de la película.

La fama de Saltburn entre el público de la generación Z ha trasladado la canción de manera inevitable a las redes sociales, especialmente a TikTok, donde ha sido omnipresente durante las últimas semanas de 2023 y primeras de 2024.

Foto: Un fotograma de la película 'Saltburn'. (Amazon Prime Video)
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La propia Ellis-Bextor no ha sido ajena al resurgir de su temazo y ha sido muy activa en redes al respecto: desde compartir clips de y sobre la película a cambiar el título y descripción de la canción en YouTube para hacer referencia a Saltburn. También se ha anunciado la edición del hit en vinilo, el lanzamiento de nuevos remixes y numerosos conciertos, entre ellos en el festival Brava Madrid.

Una reacción muy diferente a la que tomó Kate Bush tras la improbable viralización de su tema Running Up That Hill del año 1985 tras aparecer en la serie de Netflix Stranger Things en 2022. Bush mostró su agradecimiento al público en su mensaje anual de Navidad y luego siguió con su vida mientras los chavales usaban su música para reproducir la última tendencia de TikTok.

Ellis-Bextor se convirtió, durante los primeros años del siglo, en una suerte de Kylie Minogue un poco más alternativa, y un poco más sosa

Sería un error no tomar en serio la importancia económica de estos éxitos repentinos y fugaces. Siguiendo con el caso anterior, se estima que la recuperación de la canción de Kate Bush reportó 2,3 millones de dólares a la artista en 2022. La importancia de la viralidad para la industria musical se puede comprobar con una simple búsqueda rápida en Spotify, donde la misma plataforma publica y actualiza infinitas listas de éxitos que llama "virales".

Por supuesto, este tipo de rescates audiovisuales que han derivado en éxitos musicales a la postre existía ya antes de las redes sociales. Es el caso de ejemplos tan populares como Unchained Melody en Ghost; Banana Boat (Day-O) en Bitelchús o Pretty Woman, donde directamente la canción de Roy Orbison da su nombre al film de 1990.

En todas estas películas hay un salto de unos 25 o 30 años entre las canciones y las cintas posteriores que les devolvieron la popularidad. Una diferencia temporal que, le pese a quien le pese, es similar a la que hay entre Murder on the Dancefloor y Saltburn.

En todas estas películas hay un salto de unos 25 o 30 años entre las canciones y las cintas posteriores que les devolvieron la popularidad

La naturaleza efímera de lo viral nos pone en contacto con nuestra propia caducidad; las tendencias nos hacen viejos. Cuesta creer que Murder on the Dancefloor tenga ya más de veinte años y, siendo un éxito contundente pero discreto como fue en su origen, no es de extrañar que los más jóvenes no tuvieran constancia al respecto antes de la viralización.

Aun así, dejando al margen los sentimientos subjetivos sobre el paso del tiempo, esto pone en perspectiva algunas cosas. Por un lado, pone en valor algunas carreras musicales en el mainstream que se han mantenido relevantes durante décadas, por el otro subraya la blanda consistencia de las primeras décadas del siglo XXI.

Por desgracia, como ocurre con las canciones del verano, estas pasiones repentinas suelen desembocar en cierto desinterés por la obra general del artista, aversión directa por el tema o una desafección irónica que envejece francamente mal — ¡es tan 2023! —. A esto hay que sumarle las características propias de las redes, cuyo lenguaje lleva de manera natural a la fragmentación y la resignificación de la cultura por su uso descontextualizado.

Foto: Pequeñas figuras frente al logo se Spotify. (Reuters/Dado Ruvic)

Ninguno de estos riesgos son exclusivos, en el caso concreto de la música, al fenómeno de la viralización. Se dan también con frecuencia en las versiones y sampleos, especialmente los problemas de descontextualización — te estoy mirando a ti, Madonna, aún recuerdo lo que hiciste con American Pie—. Pero, de nuevo, se trata de un problema de escala.

La toma de contacto con la obra fuera de su marco original es un proceso de redescubrimiento totalmente natural y se ha dado de manera muy significativa en diferentes episodios de la historia del arte, generando como resultado nuevos movimientos creativos. Esto es aplicable tanto al renacimiento como a la posmodernidad.

Quizá uno de los ejemplos más claros por su proximidad temporal y fama sea el uso de la música en las películas de Tarantino, donde la descontextualización, la fragmentación y la resignificación son técnicas conscientes, finitas y voluntarias, con propósito y autonomía. Todo este método no es más que una forma de dinamitar un canon —el vigente en el momento— para crear otro nuevo. Pero ¿qué sucede cuando no existe el canon?

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La creación de cánones culturales depende, para su asentamiento y distribución, de élites intelectuales —vamos a llamarlo así a falta de un término más ajustado— educación reglada y medios de comunicación de masas. Cuando estos elementos faltan a sus labores, tal como ocurre ahora, el canon, que es corsé y cimiento de la creación a partes iguales, se debilita y sus funciones son ejercidas por el mercado.

La falta de contacto de la generación Z con la cultura de décadas pasadas al sustituir el consumo de medios tradicionales por internet aumenta, paradójicamente, los problemas de descontextualización, falta de criterio formado por un canon y vulnerabilidad antes las fluctuaciones del mercado cultural, que se quieren hacer pasar por fenómenos virales.

Internet termina por ser una suma de las partes culturales, no total de las mismas; un acceso ilimitado a fragmentos de datos, pero no al conocimiento. Sin más brújula que la que marca el capital, la cultura en internet se aleja de la utopía del saber y se acerca al punto de hartura por acumulación.

La creación de cánones culturales depende, para su asentamiento y distribución, de las élites intelectuales y de los medios de comunicación

En la medida en que facilite una tendencia, una interfaz, un algoritmo la selección cultural, el usuario lo agradecerá, agotado de antemano por la tarea tediosa de hurgar sin canon.

Aún queda por definir de qué manera toda esta fenomenología de la atomización y homogeneidad simultáneas, tanto semiótica como industrial, que afecta a todas las disciplinas artísticas en el contexto de internet, explota en formas propias artísticas, en métodos de comunicación que sumen más que añadan.

Los fenómenos virales en redes son causa y también consecuencia del fin de los cánones culturales. Lejos de ser la liberación creativa prometida, esta situación deja en situación de desamparo a público y artistas.

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