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¿Cómo es tu personalidad? Spotify Wrapped y el test de la Súper Pop
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María Díaz

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¿Cómo es tu personalidad? Spotify Wrapped y el test de la Súper Pop

Somos personas, no consumidores, ni audiencias, ni perfiles, ni bases de datos, ni marcas. Personas. Lo último que deseo es que una compañía se atreva a decirme quién soy

Foto: Pequeñas figuras frente al logo se Spotify. (Reuters/Dado Ruvic)
Pequeñas figuras frente al logo se Spotify. (Reuters/Dado Ruvic)
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El resumen anual de Spotify clasifica a sus usuarios en perfiles estancos con los que sentirse identificados, una campaña publicitaria perfecta con la que calma las ansiedades de una sociedad adolescente.

En el comienzo, había adultos y niños. Un ritual de paso, más o menos elaborado o simbólico, hacía de bisagra entre los dos estados de la materia humana. Luego, por una practicidad que ahora no viene al caso, nació la adolescencia. Su desarrollo en el capitalismo conllevó la creación de toda una industria de productos destinados a este grupo poblacional. Durante mucho tiempo, en la cúspide de esta producción estuvieron las revistas adolescentes. La Súper Pop fue el epítome de aquello.

Consumida sobre todo por chicas, pero también por muchachos, la Súper Pop era una especie de biblia adolescente, un manual de supervivencia de instituto que reforzaba los comportamientos básicos que te mantenían en el lado bueno de la pirámide social: cómo vestir, qué escuchar, qué ver, a quién idolatrar, cómo relacionarte con el sexo opuesto. Además, proporcionaba el material de decoración básico de la habitación adolescente —el famoso póster— y otros cachivaches que no tenían más finalidad que la de demostrar que la paga te daba siempre para comprar el último número.

Sin embargo, el artefacto perfecto de la Súper Pop era el clásico test de personalidad. Herramienta de socialización en las excursiones en autobús, el test de la Súper Pop surtía de aquello que más ansía un joven en la edad del autoconocimiento, de la exploración, de la duda: una identidad. Y además, no una identidad cualquiera, sino una identidad correcta, aceptada por los otros, pero sobre todo por uno mismo. La estructura básica del test hacía que las respuestas fueran siempre escogidas para encajar en la percepción propia deseada. En definitiva, un éxito psicológico parcial para la muchachada y un éxito económico total para la revista. Lo que se llama ahora un win-win.

A lo largo del siglo XXI, el paso a la adultez se ha ido complicando más y más. Las crisis económicas fueron la causa de muchas crisis personales de identidad, en un momento en que lo que se suponía que tocaba se suspendía temporalmente hasta nuevo aviso y en el que la incertidumbre era lo único seguro. Aquellos que entraban por fin en la vida adulta tuvieron que posponer sus planes de manera forzosa y aquellos que llevaban ya algunos años vividos como adultos abrazaron el camino de lo desconocido, de la exploración, como alternativa al estancamiento. Muchos perdieron el trabajo y se fueron a fregar platos a otros sitios, como si de unos chicos perdidos en su propósito se tratasen. Como siempre y como todos, lo hicimos lo mejor que pudimos.

En todo caso, ese aglomerado de dudas internas y externas provocó una dilatación anormal de la adolescencia a efectos prácticos en toda una generación. Los ritos de paso carecían entonces de sentido y las identidades se diluían. En mitad de esa depresión económica y psicológica colectiva, se erigió una muy lucrativa página de entretenimiento, Buzzfeed, que llevaba menos de un año en marcha cuando estalló la crisis de las hipotecas subprime en 2007. ¿El plato principal que ofrecía Buzzfeed en su menú? Por supuesto, los test de personalidad.

Foto: Imagen: Laura Martín

Los jóvenes se echaban las horas muertas, entre enviar currículos y recibir emails de rechazo, en Buzzfeed de test en test, enlazados, lo que garantizaba la permanencia del usuario en la página. Había incluso una comunidad registrada de usuarios en la que se podían crear cuestionarios propios y cuyas estadísticas de realización daban popularidad a los creadores en la plataforma. Si no puedes ser profesional, progenitor, cuidador o autosuficiente, entonces ¿qué eres? Una cuestión que muchos no querían responderse a sí mismos mientras le preguntaban a una web a qué casa de Hogwarts pertenecen según sus gustos en comida.

A los problemas de identidad hay que añadir el hiperconsumismo, un culto fetichista al objeto que, desde los ochenta, sustituye las creencias por los productos como signos definitivos de las personas, transformando a las marcas en ideologías, que se escogen por motivos identitarios —como muchos escogen el voto—. La espiral continúa y las industrias culturales entran también en ella, convirtiendo así toda forma de arte ya no en fuentes de ingresos para los artistas y de placer para el público, sino en meros bienes de consumo.

El público es, bajo esta lógica, un cliente, la categoría con la que se define al individuo. En 1996, año de su publicación, el protagonista de la novela Alta fidelidad, un aficionado a los rankings culturales y a clasificar a las personas según sus gustos, fue recibido como un capullo clasista vacío de emociones y lleno de prejuicios. Ahora, sin embargo, esa actitud de prepotencia arbitraria es bastante más común, incluso cuando se despoja de su sentido de la pedantería. No es de extrañar que Alta fidelidad haya sido adaptada en diferentes formatos —película, musical y serie de televisión respectivamente— en el 2000, 2006 y por último en 2020. El último ingrediente en la coctelera son las redes sociales, donde la proyección personal, la búsqueda desesperada de atención y la confusión entre identidad y publicidad de uno mismo son los ladrillos con los que se ha construido un imperio de perfiles que se buscan a sí mismos a través de la mirada del otro.

Foto: Christian Bale en una imagen promocional de 'American Psycho'.

Todo esto, finalmente, desemboca en el Spotify Wrapped, que no es más que una campaña para los usuarios de Spotify, la plataforma de audio en streaming —principalmente de música, pero también pódcast— en la que se hace un resumen anual de las estadísticas de escucha: minutos de uso, clasificación de canciones, artistas y géneros más escuchados, etcétera. Una serie de datos que, en principio, no tendría mucho interés en compartir con el cliente si no fuera por la forma de hacerlo. Esta información se empaqueta en forma de stories, que primero ve el usuario y que luego se le ofrece como contenido preparado para compartir en redes, y, además, se crea una especie de perfil de consumidor, es decir, una personalidad embalada lista para su entrega, difusión y consumo.

La intención de crear una sensación ficticia de identidad en torno al uso de sus servicios es, de hecho, cada vez menos disimulada. "Eres un vampiro" o "eres un cíclope" son algunos de los perfiles que ha adjudicado Spotify a sus usuarios, que a su vez han llenado las redes de #SpotifyWrapped. Los resultados, además, se basan en la misma metodología que aquellos test de la Súper Pop: ajustarse a un patrón con el que el sujeto quiera identificarse. No hace falta ser muy observador para darse cuenta; todo está hecho con brocha gorda. Por poner un ejemplo, la canción que mi cuenta de Spotify ha identificado como la que más he escuchado este año la he reproducido, según la compañía, la friolera de ¡tres veces! desde el día 15 de agosto. Sin hacer mucho esfuerzo, se me ocurren una decena de temas que sin duda alguna he disfrutado mucho más desde esa fecha. Pero claro, no encajan en el perfil.

Pero es que yo no soy un perfil, ni tampoco los entusiastas de esta campaña, o los usuarios de otros servicios de música online, o el mismo lector anónimo al otro lado de estas palabras. Parece increíble tener que poner esto en negro sobre blanco, y, sin embargo, aquí estamos: somos personas, no consumidores, ni audiencias, ni perfiles, ni bases de datos, ni marcas. Personas. Y, desde luego, la mayoría hemos dejado bien atrás las zozobrantes aguas de la adolescencia. Lo último que deseo es que una compañía —cuyas prácticas, por cierto, han sido cuestionadas en más de una ocasión y por buenos motivos— se atreva a decirme quién soy. Es un insulto tan descarado como lo que paga Spotify a los artistas: un rango estimado entre los 0.003 y los 0.005 dólares por reproducción.

El resumen anual de Spotify clasifica a sus usuarios en perfiles estancos con los que sentirse identificados, una campaña publicitaria perfecta con la que calma las ansiedades de una sociedad adolescente.

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