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Críticos gastronómicos: lo que revelan nuestras opiniones culinarias
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María Díaz

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Críticos gastronómicos: lo que revelan nuestras opiniones culinarias

Todos necesitamos comer; la mayoría tenemos la suerte de hacerlo varias veces al día. Constantemente tomamos decisiones al respecto bajo criterios de todo tipo. Y, lo más importante, todos tenemos opiniones formadas sobre la comida

Foto: Una persona perteneciente a un casal fallero, cocina una paella en la calle, en las fallas de Valencia. (EFE/Biel Aliño)
Una persona perteneciente a un casal fallero, cocina una paella en la calle, en las fallas de Valencia. (EFE/Biel Aliño)
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Muchos evitan discutir temas controvertidos, pero son pocos los que se resisten a dar sus opiniones sobre comida, capaces de desvelar quiénes somos con mayor precisión que otras afiliaciones.

Probablemente, ante los conceptos de historia, sociedad, cultura o política, la asociación libre de ideas llegue antes a grandes nombres y acontecimientos que a lo doméstico y común. Pero la magnitud de estos pensamientos impide tomar conciencia de las medidas reales de las convergencias y divergencias que interactúan en estos conceptos. Lo cotidiano permite, sin embargo, percibir las proporciones con mayor justicia. Mi ejemplo favorito de este fenómeno es la comida.

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Todos necesitamos comer; la mayoría tenemos la suerte de hacerlo varias veces al día. Constantemente tomamos decisiones al respecto bajo criterios de todo tipo: nutricionales, económicos, logísticos, políticos, culturales, psicológicos, médicos y estéticos. Y, lo más importante, todos tenemos opiniones formadas sobre la comida.

Progenitores discuten sobre patrones de lactancia y métodos de alimentación. Gente a régimen hace lo propio con el ayuno intermitente, el déficit calórico o el porcentaje de macronutrientes. Algunos interpretan las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud como un ataque personal a su libertad individual; otros experimentan a diario los consejos inconexos y no solicitados de desconocidos sobre su veganismo o su índice de masa corporal.

Al mismo tiempo, los juicios públicos sobre alimentación varían según lo que marque una báscula. El mismo comportamiento puede ser premiado, promovido y hasta deseado o, al variar el tallaje, perseguido, criticado. Cualquiera que haya experimentado un cambio de peso repentino sabe que una cifra es la frontera entre tener un buen apetito y ser motivo de preocupación (o peor, de vergüenza) para los que dicen quererte más.

Muchas personas, sin ninguna inclinación nacionalista, se ponen de lo más patriotero si algún foráneo maltrata su comida tradicional

Por otro lado, muchas personas, sin ninguna inclinación nacionalista, se ponen de lo más patriotero si algún foráneo maltrata su comida tradicional favorita. Gente sin el menor interés aparente sobre las tensiones norte-sur en Europa, repentinamente, se siente hermanada con el resto de mediterráneos si alguien se atreve a comentar una supuesta superioridad de la cerveza sobre el vino o de la mantequilla sobre el aceite de oliva. Habitantes de una misma comunidad discuten por el nombre apropiado o los ingredientes auténticos de una receta y España se debate en una guerra civil silenciosa entre los que prefieren la tortilla con cebolla y los que la comen sin ella.

Los hábitos tienen mucho que ver con desde dónde se emiten las opiniones, pero también, y sobre todo, los prejuicios. Unos pueblos sienten predilección por el dulce, otros por los sabores avinagrados. Algunas sociedades destetan a sus hijos con picante y otras apenas lo toleran. Pero todas estas simples preferencias tienen evidentes connotaciones para el ojo extranjero, que lo juzga como una extravagancia lo que el autóctono considera un signo de carácter propio. Ocurre incluso entre individuos: personalmente me encuentro en el colectivo que se enorgullece de engullir sabores fuertes (curaciones, encurtidos, ahumados, salazones y fermentos) pero, en consecuencia, he sentido muy adentro el asco que mis opiniones despiertan en los golosos.

Los hábitos alimenticios, los consejos nutricionales, las tendencias culinarias y las tradiciones gastronómicas generan un aluvión de sentimientos y opiniones en cada uno (a veces, de manera contradictoria) precisamente el cotidiano, pero también sentimental, que tiene el simple acto de comer. En su dualidad está su relevancia: las costumbres en torno a una mesa se forjan de manera privada en la familia y se templan de forma pública en entornos sociales. Recuerdo la angustia con la que miré a una querida amiga de la infancia cuando comentó, con total naturalidad, que en su casa le echaban olivas rellenas al arroz, pero tampoco se me olvidan sus ojos de desaprobación cuando yo le dije que en la mía el cocido iba sin chorizo. Supongo que aquel día ambas regresamos aliviadas al hogar, valorando la suerte que es tener, cada una, a nuestras respectivas familias.

Foto: Elegir qué alimentos queremos comer es muy difícil. (iStock) Opinión
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Y con el gesto de comer viene el acto de cocinar: quién, cuándo y cómo. No es la misma persona que planifica las comidas bajo un presupuesto cerrado, que cumple y ejecuta semana tras semana, mes tras mes, que la que, ocasionalmente, hace de sus visitas a la cocina un acontecimiento en torno a una brasa o una paella y, además, espera por ello halagos y reconocimiento. Y tampoco es igual aprender a cocinar mediante academias, métodos y recetas que hacerlo por observación y acompañamiento, desde un taburete en la cocina familiar, cuando aún cuelgan las piernas de él.

De estas experiencias y subjetividades, estas oposiciones y contradicciones, cada uno puede sacar sus propias ideas. Y quizá, sea hasta un deber, tras su buena reflexión. Por cuanto más se sabe y se tiene presente la cotidianeidad ajena, menos uniforme parece la realidad, más ficcional se siente el recuerdo y más difícil se hace la intolerancia. Buen provecho.

Muchos evitan discutir temas controvertidos, pero son pocos los que se resisten a dar sus opiniones sobre comida, capaces de desvelar quiénes somos con mayor precisión que otras afiliaciones.

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