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Imágenes de guerra: un campo de batalla por tu atención
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María Díaz

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Imágenes de guerra: un campo de batalla por tu atención

Desgraciadamente, convivimos con la difusión de imágenes de conflictos bélicos, en muchas ocasiones sin ningún filtro periodístico. Nuestros ojos y emociones son armas con las que cualquier ejército desea hacerse

Foto: Viviendas destrozadas en el sur de Gaza. (Reuters/Ibraheem Abu Mustafa)
Viviendas destrozadas en el sur de Gaza. (Reuters/Ibraheem Abu Mustafa)
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De tiempo en tiempo, salta una noticia, un suceso, en el que unos delincuentes, con la voluntad de aumentar el daño causado, se graban o fotografían cometiendo una agresión. Puede ser desde un caso de acoso entre menores hasta un delito de odio, pasando, también y por desgracia, por la agresión sexual. En cualquiera de los ejemplos, las imágenes, aun siendo incriminatorias, otorgan al agresor un poder casi ilimitado de multiplicar la ofensa ejercida a través de los ojos de terceros. Pronto, los vídeos criminales comienzan a circular de chat en chat, de grupo en grupo. El salto a redes es casi inevitable. Cuando llega a las autoridades, la violencia se ha perpetuado en cada visualización y cada reproducción ha convertido a los espectadores en cómplices del delito.

Por supuesto, en casos así, los medios de comunicación —o al menos los que merecen ser así llamados— tienen la evidente prudencia y sensatez de informar de los hechos sin mostrarlos, ahorrándole el dolor a víctimas y seres queridos y preservando la honra de la audiencia. Y, cada vez con más frecuencia, se persiguen estas imágenes en redes, donde la conciencia y la educación de los usuarios ha aumentado paulatinamente, incluso en estos tiempos en los que el engagement —esas cifras demoniacas de la atención— lo es todo. Nadie medio ilustrado y medio decente, con la excusa de la denuncia, del "que se sepa", compartiría las imágenes de una paliza a un inmigrante o de una violación, por decir algo. Esta convención social, ya sea educación audiovisual o simple responsabilidad cívica, parece no haber llegado a las imágenes de guerra. ¿Por qué esta excepción?

La naturaleza de la mirada

Las imágenes de guerra, por su extrema violencia implícita o explícita, son de difícil digestión, pero de aún peor razonamiento. Entran de forma directa al torrente sanguíneo y la reacción es casi inmediata, visceral. Una vez las emociones toman control, la manipulación puede ejercer sin ningún tipo de escudo, haciendo incluso que el espectador colabore con aquello que más le repugna. Esta es la dificultad añadida sobre el caso a tratar respecto a otro tipo de imágenes agresoras. La buena noticia es que hay herramientas que nos pueden ayudar a defendernos del terrorismo emocional y de la propaganda política. La clave, como en cualquier conflicto o diatriba visual, está en la mirada. Quizás algunos ejemplos sean ilustrativos.

Pongamos el caso ficticio de una agresión homófoba que transcurre en el transporte público. Creo que el lector podrá discernir fácilmente la diferencia entre que dicho ataque se viralice en redes a través de un vídeo hecho por el propio agresor que por el que pueda realizar otro pasajero de vehículo. En el primer supuesto, se coloca al espectador en primera persona en la perspectiva del abusón, que buscará con la cámara la velocidad y la violencia del acto, la humillación en los ojos del agredido, que a su vez evitará a toda costa ser capturado.

Efectivamente, desde los ojos de un agresor secuaz, una violación es una fiesta

En la segunda posibilidad, en cambio, la cámara hace de testigo, de medida disuasoria para la violencia, mostrará el rostro del agresor, que puede llegar a distraerse, echarse atrás, temer que el vídeo sea una prueba para una denuncia, dándole así una oportunidad a la víctima. La mirada, por lo tanto, es la que revela la naturaleza de las imágenes y la brújula que nos guía en la confusión visual. Detectar la mirada permite la toma de perspectiva, literal y figuradamente.

Más allá de evidentes factores culturales e ideológicos en los que no voy a detenerme ahora, la mirada está detrás de interpretaciones tan llamativas como aquellas que vieron jolgorio en los vídeos de La Manada. Porque, efectivamente, desde los ojos de un agresor secuaz, una violación es una fiesta. Es la mirada también la que explica el sonrojo instantáneo y colectivo —en primer lugar y por delante del enfado o el asco posteriores— que causaron las imágenes de Abu Ghraib. Su naturaleza privada, que no íntima, con esos rostros y gestos más propios de turistas que de torturadores, apuntaban a que la audiencia había abierto, pudorosamente y como por error, el álbum de bellos recuerdos del ejército estadounidense.

La agenda de las imágenes

Las imágenes nos rodean, nos buscan, nos acosan. Antes de los medios de comunicación de masas, los humanos peregrinábamos hasta las imágenes, las preservábamos y copiábamos a mano, las anhelábamos. Pero, ahora, su presencia constante es a veces inadvertida, a veces amenazante. Si uno no ha ido voluntariamente a la imagen, sino que es la imagen la que ha llegado a uno, ¿qué interés tiene la imagen en ver vista? ¿Por qué la imagen desea convertirme en su espectador? ¿Tiene acaso la imagen una agenda?

Estas suspicacias mutan de mera prudencia y escepticismo al mecanismo de defensa necesario en los momentos en los que las imágenes nos acechan y persiguen con mayor virulencia. Por desgracia, uno de esos periodos son las guerras. Sin ir más lejos, en las últimas semanas y a través de cebos tan efectivos como la indignación, los ciudadanos han picado y compartido el horror inefable de niños de cuatro años con ataques de pánico y la violencia institucional y simbólica retratada precisamente por quien la ejerce.

El primer ministro israelí ha divulgado imágenes aéreas de los bombardeos; el ejército, de las incursiones, y los soldados, de las fiestas en Gaza tras las batallas, si es que acaso las hay. Y esto es, prácticamente, un relato moderado en comparación las ideas vertidas desde algunas cuentas personales: desde mofas sobre los cortes de luz y agua hasta parodias del sufrimiento, en las que se disfrazan de madres con hijos muertos en brazos, en un espectáculo circense que no sabría decir a quién deshumaniza más, si a unos, a otros o, quizás, a quien desde el otro lado de la pantalla traga con aquello, desliza el dedo y a otra cosa.

Dicho esto, queda bastante claro en qué posición inmunda, de colaboración pasiva, nos deja esto como el ejército de ojos andantes que somos en la sociedad del espectáculo. Ningún líder público comparte información alguna sin un fin político. Esto es un hecho. Las imágenes de guerra no son una excepción, sino el ejemplo sumo y más sangrante. Su difusión, a favor, pero también y sobre todo a la contra, le hace el caldo gordo al fin original de dichas imágenes. Ignorar de manera activa y consciente, parar su propagación como una enfermedad, es, a veces, un acto de empatía y responsabilidad.

¿Cómo saber entonces cuándo apartar la mirada, cuándo sentir pudor? Las reglas básicas son sencillas: si la imagen la toma un periodista, es información; si la toma una víctima, es defensa; si la toma un testigo, es denuncia; si la toma una empresa, es publicidad, y, si la toma una institución, es propaganda. Luego, claro, están las complicaciones del mundo real, las sutilezas, los agentes dobles, el engaño. Recelar de la opinión —también la propia—, poner en cuarentena los sentimientos —el objetivo de toda campaña de marketing— y refugiarse en la información parece lo más sensato. La compasión y la duda se postulan como las trincheras desde las que defender nuestra humanidad en una guerra por nuestra mirada.

De tiempo en tiempo, salta una noticia, un suceso, en el que unos delincuentes, con la voluntad de aumentar el daño causado, se graban o fotografían cometiendo una agresión. Puede ser desde un caso de acoso entre menores hasta un delito de odio, pasando, también y por desgracia, por la agresión sexual. En cualquiera de los ejemplos, las imágenes, aun siendo incriminatorias, otorgan al agresor un poder casi ilimitado de multiplicar la ofensa ejercida a través de los ojos de terceros. Pronto, los vídeos criminales comienzan a circular de chat en chat, de grupo en grupo. El salto a redes es casi inevitable. Cuando llega a las autoridades, la violencia se ha perpetuado en cada visualización y cada reproducción ha convertido a los espectadores en cómplices del delito.

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