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Ni Bluesky ni X: estamos deseando irnos del bar de Elon Musk y cerrar la puerta al salir
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Paula Corroto

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Ni Bluesky ni X: estamos deseando irnos del bar de Elon Musk y cerrar la puerta al salir

Queremos volver a casa y apagar las luces. La 'rave' ha durado demasiado y hace mucho que todo dejó de ser divertido. Y ya ni siquiera te encuentras ahí con tus amigos, que a fin de cuentas es lo que mola

Foto: El bar del que todos deseamos irnos, aunque ya no podamos. (EFE/E. Laurent)
El bar del que todos deseamos irnos, aunque ya no podamos. (EFE/E. Laurent)
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"¿Me das tu Instagram?". Es una de las preguntas que más me han hecho en el ámbito laboral en los últimos tiempos. Han sido, sobre todo, periodistas especializados en arte que suelen seguir cuentas relacionadas con esta temática, lo cual tiene toda su lógica. No tengo, les respondo siempre, con pesar y nada de altivez, ni superioridad moral, ni nada de eso. No, nunca entré como usuaria en esta red social, porque cuando empezó a popularizarse ya venía escaldada de la adicción a Facebook y batallaba entonces con la de Twitter, que estaba en su punto álgido. Sinceramente, Instagram, con su mundo de imágenes, me dio vértigo. Y creo que esquivé una bala.

Cuento esto porque en las últimas semanas escucho cantos de sirena alrededor de Bluesky, la red creada por el fundador de Twitter, Jack Dorsey, al que Elon Musk relevó como CEO hace un par de años. X.com (el Twitter de la era Musk) se ha convertido poco a poco en esa fiesta en la que solo disfrutan del champán los que pagan y los demás nos vamos quedando arrinconados en la esquina como borrachines a los que nadie tiene ya en cuenta. Y si miramos un poco a ver qué se cuece, nos encontramos con las terribles imágenes de Gaza (continuamente) o con el debate en bucle de la política española de amnistías para arriba y amnistías para abajo. Divertidísimo y estimulante todo.

Ante tal tesitura, se escuchan los ecos de ese nuevo bar abierto al que parece que se está yendo todo el mundo porque la entrada es gratis y es donde va a estar la verdadera fiesta con todas sus mandangas. Venga, va, pilla tu invitación que ahí vas a volver a disfrutar. ¿Vas a ser el idiota que se va a quedar solo con los borrachos de última hora?

La pregunta revolotea. Me recuerda la "presión" de Instagram y me hace pensar que, por suerte, no es 2008 y ni siquiera 2014. Y, desde entonces, no son pocos los que han reflexionado sobre las redes sociales, sobre sus ventajas —me río cuando seguíamos los tuits de la primavera árabe y en los medios se decía que acabábamos de encontrar el grial informativo porque leíamos un tuit de un tipo de Túnez— y todos los inconvenientes —llegó a haber un presidente de EEUU que gobernaba a golpe de tuit y montó un cisco en el Capitolio por los mismos vericuetos, no lo olvidemos—. Y esto por poner solo un ejemplo a nivel global.

placeholder El logo de la red social Bluesky. (Reuters/Dado Ruvic Illustration)
El logo de la red social Bluesky. (Reuters/Dado Ruvic Illustration)

Hace unos días tuve la oportunidad de conversar con el filósofo Jorge Freire, que acaba de publicar el ensayo La banalidad del bien, y que está realmente estupendo. Señalaba muchas ideas interesantes acerca de las redes sociales —desde esa creencia absurda de que iba a convertir la democracia en algo mucho más limpio: sí, los bots chuscos la tienen reluciente, nos tienen "agilipollados" publicando aquí y allá y con la atención dispersa en mil cosas—, pero sobre todo se me quedó una pregunta que se hacía: "¿Por qué a las redes sociales les interesa que estemos viendo lo que hacen nuestros amigos, pero no les interesa que quedemos con ellos? Lo que favorece es que la socialización sea virtual".

Me recordó a cuando una amiga me dijo una vez: "Oye, cuéntame tus vacaciones, que como no tienes Instagram, no sé dónde has estado ni qué has hecho". Al menos aquello sirvió para tomar un café (o lo que fuera, que eso sí que ya no lo recuerdo). También pensé —así lo han citado ya varios estudios— en esa especie de temor que tiene la Generación Z a llamarse por teléfono, porque les genera ansiedad. Y también cómo es mucho más fácil —e hiriente— hacerle un ghosting a alguien que decirle a la cara: oye, ya no quiero estar más contigo. La empatía y los afectos, por el sumidero. Por WhatsApp va a ser mucho más fácil siempre montar una III Guerra Mundial, porque, total, al otro lado no hay nadie de carne y hueso.

Por WhatsApp va a ser mucho más fácil siempre montar una III Guerra Mundial, porque al otro lado no hay nadie de carne y hueso

Freire apuntaba también a las apps. Recuerdo un montón de reportajes sobre sus beneficios. ¡Hasta para la lectura de los niños! Contábamos que era mejor un jueguecito de dibujos animados que la lectura letra a letra. Leo ahora que en los coles se está volviendo al papel, pizarra y bolígrafo. No lo sé. Lo que sí sé, como decía Freire, es que "ahora cuando pensamos en hacer un viaje, ya directamente nos metemos en la app que nos gestiona el viaje, pensamos en un libro y nos metemos en la plataforma que nos lo compra, buscamos un restaurante y nos metemos en la app de reseñas". Y que, muchas veces, una app no te soluciona la vida, sino que te la complica. Esto no lo digo yo, sino que me lo dijo una vez un conocido periodista y poeta y se lo compro. Porque me ha pasado. ¿De verdad necesito ver constantemente en mi móvil, qué sé yo, las facturas de la luz? Si las voy a pagar igual.

Como esto puede quedar un texto un poco de dinosaurios, voy a citar a otro experto amante de las tecnologías, nada ludita y con una visión progresista de todo este asunto, el teórico de medios y crítico de Internet Geert Lovink. Hace cuatro años publicó Tristes por diseño (Consonni), en el que analizaba por qué las redes sociales nos producen tristeza, melancolía y sensación de pérdida de tiempo. Creo que fue uno de los primeros en hacerlo. También fue uno de los primeros en decir que la cuenta de Trump debería ser bloqueada.

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La teoría de Lovink hoy ya se ha contado mil veces: las redes nos vuelven tristes, coléricos, enrabietados, nos enfadan con alguien a quien admiramos en la vida real o incluso amamos porque están diseñadas para eso (y además vender los datos a terceros). Sin embargo, él no aboga por el "romanticismo de la desconexión" e irse al campo sin teléfono a practicar yoga —que al fin y al cabo es una cosa de ricos, puesto que ¿quién se puede permitir vivir desconectado, si no eres un rentista?—, sino que "tenemos que domesticar las redes digitales para que trabajen para nosotros, y no al revés. Cuando criticamos a Silicon Valley, anhelamos deshacernos de los dispositivos adictivos y recuperar nuestra vida. Pero esto no es más que un deseo, una quimera. El teléfono nos ayuda a coordinar nuestras vidas multitarea, y es ideal para aprovechar los tiempos muertos. Deberíamos crear aplicaciones que no se basen en la actualización constante. Hay que abandonar las notificaciones. Las herramientas están para ayudarnos, no para molestarnos y distraernos. Se podría empezar por prohibir el modelo de negocio basado en captar la atención", manifestaba en una entrevista en la revista Sin Permiso el pasado mes de abril.

Lo que ocurre, querido Lovink, es que esto sí que me parece una absoluta fantasía. No, no creo que Bluesky —o cualquier otra que se inventen— vaya a ser el paraíso. Con esto no quiere decir que no acabe cogiendo la invitación y me veáis dando vueltas por ahí, pero me gustaría seguir postergando la entrada a esa fiesta. En realidad, estamos todos deseando volver a casa y apagar las luces. La rave ha durado demasiado y sabemos que hay más sombras que alegrías. Si tal y como están las cosas, hasta Soto Ivars ha dejado su cuenta de Twitter a terceros.

"¿Me das tu Instagram?". Es una de las preguntas que más me han hecho en el ámbito laboral en los últimos tiempos. Han sido, sobre todo, periodistas especializados en arte que suelen seguir cuentas relacionadas con esta temática, lo cual tiene toda su lógica. No tengo, les respondo siempre, con pesar y nada de altivez, ni superioridad moral, ni nada de eso. No, nunca entré como usuaria en esta red social, porque cuando empezó a popularizarse ya venía escaldada de la adicción a Facebook y batallaba entonces con la de Twitter, que estaba en su punto álgido. Sinceramente, Instagram, con su mundo de imágenes, me dio vértigo. Y creo que esquivé una bala.

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