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Madrid está llena de gente que no debería estar en Madrid
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Héctor G. Barnés

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Madrid está llena de gente que no debería estar en Madrid

Cada año, miles de españoles se dan cuenta al terminar la Navidad y coger el tren a la capital que en realidad no quieren estar ahí, pero no tienen escapatoria

Foto: El adiós de todos los años. (Europa Press/Gustavo Valiente)
El adiós de todos los años. (Europa Press/Gustavo Valiente)
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El domingo pasado fue el Día Nacional de los Andenes Llenos. Cada domingo es el día de los andenes llenos, así con minúscula, cuando los estudiantes y trabajadores nacidos en las regiones que no son Madrid, es decir, Navarra, Valladolid, Granada, Burgos o Ciudad Real cogen el tren de media distancia a la capital. Pero solo hay un Día Nacional de los Andenes Llenos. El que marca el final de la Navidad, cuando tras dos semanas de vida familiar la gran ciudad tañe la campana de final del recreo. Generalmente Madrid, pero también Barcelona o Bilbao.

Los rituales suelen ser los mismos. El abrazo resignado del padre porque "es lo que hay y hay que ganarse la vida", la pregunta de cuándo se verán por próxima vez, la maleta llena de alguna que otra prenda nueva para el frío y los tuppers hipercalóricos que servirán para llenar la nevera durante las siguientes semanas. Dar calor y dar comida, los dos pilares del afecto entre padres e hijos. Esto no lo hay en Madrid. Como en casa en ningún sitio. Llama más. ¿Cuándo vuelves?

"Mañana volveré a estar a 341 km de mi familia. Han pasado 14 años y una nunca se acostumbra a esto", dice Inés. "Ahora mismo tengo pocas certezas. Una de ellas es que no quiero volver a Madrid", escribe Juanpe. He recorrido mi agenda para mirar las fotos de perfil de esa gente que vive en Madrid, pero no es de Madrid y me ha salido un alto porcentaje de morriña: la Plaza Mayor de Salamanca, una foto con los abuelos, con la cuadrilla en la Aste Nagusia, el perro familiar que se murió este año, el sobrinito de perfil para que no se le vea mucho la cara.

Hay mezcla de edades en el Día Nacional de los Andenes Llenos. Ya no son solo los universitarios que van a estudiar a la capital, sino también los trabajadores treintañeros que intentan hacer carrera o los cuarentones que han formado su familia en la ciudad. A menudo, con otros exiliados como ellos. El matrimonio entre uno de Sevilla y una de Zaragoza suele dar una familia residente en Madrid. Otros ya vuelven en coche, o quizá se hayan marchado antes de Reyes porque no tienen padres que vayan a regalar nada a unos nietos que de todas formas no existen.

Con otro modelo, los que abarrotan los andenes vivirían más cerca de sus orígenes

El Día Nacional de los Andenes Llenos todos experimentan una epifanía: viven en un lugar en el que no les correspondería vivir. Como madrileño sin raíces en ningún otro lugar de España, cada vez estoy más convencido de que Madrid (o Barcelona) están llenas de gente que no deberían vivir en esos lugares. Pero no porque no sean bienvenidos, sino porque en otras circunstancias habrían podido quedarse donde nacieron. Circunstancias, no, porque no es casualidad. Otro modelo de país, económico y social, podría haberles permitido habitar un poco más cerca de sus raíces.

Son las consecuencias de la tercerización de la economía española y de la explosión de las industrias del conocimiento. Las ciudades ya no son la tierra de las oportunidades, sino un monopolio empresarial, económico y educativo. En definitiva, un monopolio de ilusiones. Ya no son el espacio donde uno puede ser lo que desea ser, sino simplemente el único lugar donde se permite existir. En la posguerra se emigraba del campo a la ciudad en busca de una vida mejor. Hoy se podría tener una buena vida en casi cualquier lugar, pero todo conspira para vivir una existencia indeseada en una ciudad elegida por motivos puramente económicos o, como mucho, de ambición personal. Yo no, ya he dicho que no, pero casi todo con quien hablo se marcharía si pudiese.

Uno de los emblemas del progreso político es la libertad de movimiento. También debería serlo la libertad a no moverse, a quedarse estancado, a no marcharse de ningún lugar. A no prosperar, a no crecer. A que las circunstancias no te impongan dónde vivir, ni por vulnerabilidad ni por ambición. Soy un defensor de las ciudades, ese maravilloso invento, pero no de los agujeros negros que se lo tragan todo. Por eso miro con envidia a Valencia, Sevilla, Logroño o Granada, donde tal vez me quedaría a vivir un ratito pero donde sé que sería imposible quedarme demasiado.

Por lo habitual, me cuesta entender lo difícil que debe ser darse cuenta año tras año de dos realidades opuestas: que tienes más ganas de volver a tu lugar de procedencia de lo que pensabas y que ese deseo aumenta en la misma proporción que las posibilidades de retornar disminuyen. Lo entiendo cuando vuelvo a Móstoles en Navidad y veo que mi habitación sigue tal y como la dejé hace diez años, pero que cada vez quedan menos vecinos de los de antes. Se dice que en Madrid todo el mundo es madrileño porque no te preguntan de dónde vienes, pero eso también quiere decir que nadie es realmente de aquí, de Madrid.

Cuando la ilusión se convierte en resignación

Atardece en la estación de tren de Talavera y veo a una familia despidiéndose de su hija posadolescente. Una imagen tan prototípica que parece guionizada. Los abuelos abrazando a la chica, el padre cargando con la maleta para que su hija no tuviese que moverla —ese gesto de protección análogo al de la comida y el calor—, la hermana acariciándole la mano. Me encontraba en Talavera precisamente para narrar su decadencia, cuya consecuencia era, entre otras cosas, esa imagen. Me pregunté cuántas despedidas le quedaban a esos abuelos por vivir, y si ellos mismos pensarían al partir el tren que quizá podrían contarlas con los dedos de las manos.

La ilusión, para muchos, pasa por comprarse una casa en el pueblo y jubilarse en su añorada tierra

En la época universitaria lo que veía en los ojos de mis amigos exiliados era parte fascinación, parte ilusión. Luego, un cierto cansancio pero todavía cierta vibración en las pupilas. La de estarle echando un pulso a la vida. En algún momento de la treintena, cuando el cuerpo está para menos aventuras y a medida que las mudanzas se sucedían, que las oportunidades de la ciudad ya no les interesaban y que el tiempo se movía más rápido que sus vidas, el desencanto. Otro año más en el andén al final de la Navidad.

Por último, la resignación al darse cuenta de que se han metido en una trampa de la que no pueden salir. Que están viviendo una adolescencia alargada mientras sus amigos de la infancia han formado sus propias familias. En el mejor de los casos, que han alcanzado una estabilidad que les ha amarrado de por vida a aquel lugar en el que no quieren estar. Así que la ilusión pasa para muchos, a partir de los cincuenta, en comprarse una casa en el pueblo para echar los fines de semana y anhelar una jubilación en su tierra, por fin.

Escribía el urbanista y sociólogo neoyorquino Lewis Mumford: "Los desmanes crónicos de la vida en la ciudad bien podrían haber causado su abandono, hasta podrían haber llevado a una renuncia generalizada de la vida urbana y todos sus dones ambivalentes, de no haber sido por un hecho: el constante reclutamiento de nueva vida, fresca y tosca, procedente de las regiones rurales, vida llena de fuerza muscular elemental, de vitalidad sexual, de celo de procrear, de fe animal". Dejemos a un lado esa visión estereotipada de lo rural como edén de lo físico y viril y quedémonos con ese diagnóstico que sigue siendo hoy igual de válido: cada año que pasa, el ciclo de migración se reproduce con más fuerza, a medida que las desigualdades (en este caso, las regionales) se agudizan, como ocurre desde 2008.

El poder se impone sobre las pequeñas voluntades para decir dónde y cómo vivimos

A aquella fuerza muscular elemental ahora la ha sustituido la cerebral, la de los universitarios que estudian en las miles de facultades repartidas por toda la península pero concentran su esfuerzo laboral en la capital. Como explicaba Ainhoa Ruiz en un reportaje de elDiario.es, del más de millón de personas de entre 25 y 39 años que han cambiado su provincia natal por otra, la mitad tienen estudios superiores. El mismo artículo señalaba que casi dos de cada tres salarios por encima de los 4.000 euros están en Madrid, Cataluña o País Vasco.

Hoy ya no es el Día Nacional de los Andenes Llenos, pero esta tarde se volverán a llenar con aquellos que, presos de la morriña posvacacional, decidieron alargar las Navidades un fin de semana más, un último brindis antes de volver. Al orden del trabajo y el desorden del ocio impuestos por el poder económico que se erige sobre las pequeñas voluntades, que determina dónde vivimos, cómo vivimos y de qué manera vivimos. Somos libres, claro, para elegir entre las pocas cosas que podemos permitirnos hacer.

El domingo pasado fue el Día Nacional de los Andenes Llenos. Cada domingo es el día de los andenes llenos, así con minúscula, cuando los estudiantes y trabajadores nacidos en las regiones que no son Madrid, es decir, Navarra, Valladolid, Granada, Burgos o Ciudad Real cogen el tren de media distancia a la capital. Pero solo hay un Día Nacional de los Andenes Llenos. El que marca el final de la Navidad, cuando tras dos semanas de vida familiar la gran ciudad tañe la campana de final del recreo. Generalmente Madrid, pero también Barcelona o Bilbao.

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