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Pero por qué nos ponemos tan elegantes para tirarnos las copas encima
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Héctor G. Barnés

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Pero por qué nos ponemos tan elegantes para tirarnos las copas encima

Hay una ley infalible: cuanto más guapos nos menos, más probabilidades hay de que terminemos llenos de lamparones, cubata y otras cosas peores al final de la noche

Foto: Fin de año en Zamora. (EFE/Mariam A. Montesinos)
Fin de año en Zamora. (EFE/Mariam A. Montesinos)
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Hace años elaboré mi teoría de la elegancia inversamente proporcional, que saco a relucir en Nochevieja: cuanto más elegantes y guapos nos ponemos, cuanto más dinero, tiempo y esfuerzo dedicamos a nuestra vestimenta, más probable es que terminemos llenos de lamparones, restos de copas o algo peor. Parece contravenir esa lógica que implica que llevar traje o vestido debería agudizar nuestro savoir faire, pero así es. No hay boda en la que, al final de la noche, la camisa no esté más para un horno crematorio que para la lavadora.

Para los hombres, llevar traje con corbata es el estado previo a no llevar corbata y apenas traje, un paso anterior a los botones desabrochados de la camisa, a los goterones de aceite en la pechera y los mocasines pisoteados. Para las mujeres, los tacones pasan a ser manoletinas cuando abre la barra libre, los peinados se derrumban como un Calatrava antes de la medianoche y el maquillaje preciosista deviene ojeras de panda.

Esto no ocurriría si no fuese porque siempre nos ponemos guapos en las mismas situaciones: bodas, bautizos, comuniones y, como me sugiere una compañera, las fiestas del pueblo cuando tienes quince años. Más que guapos, adoptamos ese estilo convencional que caracteriza a los presentadores de las galas de Nochevieja, los notarios de la Administración General del Estado o relaciones públicas de discotecas pretenciosas. Por eso hoy soy un perro de Pavlov que cuando ve un traje piensa en cubatas derramados, pistas de baile encharcadas y personas con precario equilibrio. Cuando veo un traje de rayas o un vestido palabra de honor, pienso en garrafón.

Ponerse elegante está asociado a lo "especial" y lo "especial", en España, está asociado al consumo de alcohol, mucho alcohol. Básicamente, porque que algo sea especial en la cultura del consumismo significa que es excesivo, como se puede comprobar en el pantagruelismo de los menús de Nochebuena, la inutilidad bulímica de las barras libres o las compras desmedidas en Navidad de productos que nunca usaremos. En realidad, el objetivo no es el placer que proporciona la comida, la bebida o determinados objetos, sino participar en un ritual del exceso.

Tendría más sentido salir en Nochevieja con la ropa más cutre que tengamos

Es otra más de las paradojas que vivimos en nuestro día a día, en la que determinados signos pierden su significado para pasar a representar todo lo contrario. Llevar traje o vestido es el signo de que vamos a enfrentarnos a una larga jornada de exceso gastronómico y alcohólico, de despiporre y de agotamiento, de metidas de pata y de resaca de zorra. Todo lo contrario de la sofisticación, el aplomo y la sobriedad que debería identificarse con vestir bien.

En realidad, lo que tendría más sentido es salir en Nochevieja con la ropa más cutre que tengamos, babero y el plumas para no pasar frío (ay, esa gente que se pasa constipada la primera semana del año), pero no lo hacemos. ¿Por qué? Porque al final, el traje es un signo, pero de otra cosa: de que el orden convencional se ha roto y, con él, se abren la puerta a otras rupturas y desórdenes. Y en el orden convencional ya casi nunca vamos maqueados, salvo que seamos comerciales de Tecnocasa o directivos del Ibex 35.

placeholder Gente de traje. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)
Gente de traje. (EFE/Juan Carlos Hidalgo)

El orgullo de ser un pincel durante un día

Solo pasado un tiempo caí en por qué a tanta gente le cae mal el traje: porque la mayoría de trabajadores ya raramente tienen necesidad de llevarlo. Paradójicamente, se ha convertido tanto en señal de distinción como de servidumbre: aquí lo lleva o quien manda o quien obedece. Políticos y empresarios; camareros y dependientes de tiendas de muebles. Los que llevan las bandejas y los que comen sus canapés.

El resto hemos adoptado ese estilo indefinido que lo abarca casi todo, algo más sport si nuestros trabajos son de cuello blanco (el estilo Jobs) y algo más funcional si son de cuello azul. Por eso ponerse otra ropa en un mundo en el que ya no solo no es necesario, sino censurable, genera un cierto orgullo en las contadas ocasiones en que nos lo podemos permitir. No estamos tan lejanos de esa satisfacción de la gente rural que una vez al año (felizmente en las fiestas, tristemente en los entierros) podía sacar el traje del armario.

El orgullo de esos días excepcionales que nos recordaban que en un mundo en el que no pasaban muchas cosas, algo había ocurrido. Me he acordado también de mi abuelo, al que, como cuenta mi madre, le gustaba ponerse de punta en blanco los domingos. Dejó de hacerlo, supongo, por sus problemas de movilidad y porque los cambios en la moda no premiaban el esfuerzo. Sospecho que saber que no volvería a ponerse traje nunca debió de afectarle, porque esa jubilación de la elegancia era también un poco una primera jubilación de la vida.

Sin días como hoy, hay quien no se quitaría el chándal el resto del año

Las películas de Terence Davies reflejan bien esta importante tendencia que tenía lo excepcional —sobre todo, Navidad— en el Reino Unido de la austera posguerra, y que se refleja en los vestidos, perfumes y comidas que rompían el gris día a día de la vida de la Inglaterra industrial. O la importancia que tenía la ropa para los mods de los años sesenta, esa subcultura juvenil que utilizaba la moda como una forma de expresión semejante a la música o la literatura.

Como han señalado algunos de sus estudiosos, como Paul Jobling y David Crowley, la cultura mod estaba obsesionada con su apariencia como resultado de ser una de las primeras generaciones obreras que podían permitirse no contribuir económicamente a la economía familiar, por lo que la moda era una liberación de la “monotonía de su existencia diaria”. Lo que para el observador moderno parecería mero consumismo, para los mods era activismo: se enfrentaban a la moda como consumidores que se apropiaban de forma ecléctica de otras tendencias para crear su propia imagen. Esto pasaba, sobre todo, por estar guapísimos los fines de semana, aunque terminasen atragantados a anfetas.

La decadencia de la cultura obrera y su sustitución por una especie de estilo interclasista para las masas ha relativizado el sentido de esos ritos de autorreivindicación, pero en los juerguistas de Nochevieja que llenarán hoy las discotecas de extrarradio aún sobrevive parte de ese orgullo del que se pone traje una vez al año. Sin días como hoy, hay quien no se quitaría el chándal durante los doce meses restantes. Lo excepcional siempre nos sienta bien, aunque mañana estemos para tirarnos, galas incluidas, al triturador de basura.

Hace años elaboré mi teoría de la elegancia inversamente proporcional, que saco a relucir en Nochevieja: cuanto más elegantes y guapos nos ponemos, cuanto más dinero, tiempo y esfuerzo dedicamos a nuestra vestimenta, más probable es que terminemos llenos de lamparones, restos de copas o algo peor. Parece contravenir esa lógica que implica que llevar traje o vestido debería agudizar nuestro savoir faire, pero así es. No hay boda en la que, al final de la noche, la camisa no esté más para un horno crematorio que para la lavadora.

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