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Oh, no, otra vez lo mismo de todos los años: una teoría sobre por qué nos agota la Navidad
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Héctor G. Barnés

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Oh, no, otra vez lo mismo de todos los años: una teoría sobre por qué nos agota la Navidad

La Navidad nos cansa porque nos promete que todo va a ser siempre igual, lo que no hace más que recordarnos todas las cosas que hemos perdido y nunca podremos recuperar

Foto: "Encanna de noche, digamelón". (Foto: RTVE)
"Encanna de noche, digamelón". (Foto: RTVE)
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Supongo que hoy haré lo mismo de todos los años. Me despertaré en casa de mis padres, desayunaré mientras ven algún matinal en la tele, me bajaré al bar de siempre con la gente de siempre a echar un vermut, subiré a comer langostino; volveré a bajar al bar de siempre con otra gente de siempre a echar unas cervezas, subiré a comer langostinos, navajas y polvorones e intentaré meterme en la cama a una hora prudencial. La Navidad es, básicamente, repetir cada doce meses todo lo que no haríamos el resto del año, porque sería física, moral y psicológicamente intolerable.

Desprovista ya de todo carácter trascendente, la Navidad se ha convertido en el momento excepcional en el que una sociedad sin rituales y configurada alrededor de la novedad se puede permitir alguna clase de rito, en forma de eterno retorno gastronómico, folclórico y algo hortera. Para muchos es reconfortante, supongo que especialmente para aquellos que viven el resto del año lejos de su familia y al volver a casa descubren que sigue todo en su lugar. Que aunque hayan cambiado tantas cosas, hay cosas que siempre serán igual.

A medida que pasan los años, a mí la Navidad me resulta tan inquietante como un relato de Richard Matheson. En Navidad todos somos actores en un Show de Truman en el que suenan canciones de viejos crooners, la gente se viste con ropa estrafalaria sin que a nadie le importe, se repiten los mismos sketches de Martes y 13 ya totalmente descontextualizados y los anuncios de abuelos anegan la televisión. Es normal que el abuelo se haya convertido en el epítome de la Navidad: es la representación de la ternura hacia el pasado, pero también, debajo de esa capa de cursilería, de la incomprensión intergeneracional, del sentimiento de culpa y de las rencillas no cerradas.

Todo apunta en la misma dirección. La de una engañosa atemporalidad filtrada por la nostalgia de unos sentimientos forzados para hacernos sentir mal si no participamos de ellos. El opuesto del sensual verano, el tiempo del descubrimiento y la fascinación, es la aleccionadora Navidad, el momento del recogimiento y la repetición. Uno piensa durante los sensuales meses de primavera y estío que puede vivir una vida totalmente nueva; entonces, llega el frío que nos devuelve al lugar del que venimos, como el protagonista al final de Solaris cuando se reencuentra en la casa de su padre al otro lado de la galaxia.

Vivimos una alucinación colectiva en la que todo parece atemporal y eterno

Si tanta gente odia la Navidad sea seguramente por esa repetición que, a medida que pasan los años, ya no nos dice que todo va a seguir igual, sino lo contrario: que debajo de esa apariencia de atemporalidad en la que todo parece eterno, hemos perdido demasiadas cosas que jamás podremos recuperar. Que por mucho que corramos, hay algo que nos devuelve al pasado, pero a un pasado lleno de fantasmas, bares cerrados y promesas no cumplidas. La Navidad es la manifestación de todas las cosas que siguen igual aunque nuestra vida haya cambiado, lo que hace más patente la perdida.

Supongo que para muchos estas fechas son un recordatorio de que hay cosas de las que no se puede huir, que no puedes deshacerte del pasado y que, si lo intentas, terminará alcanzándote. Me considero afortunado porque soy uno de esos contados casos que se llevan muy bien con sus padres, pero a lo largo de las últimas semanas me he encontrado con unas cuantas personas, demasiadas personas, que no. Todos ellos van a tener que enfrentarse a dos duras semanas tragándose el orgullo con ese aleccionador mensaje que la Navidad nos desliza disfrazada de buenas intenciones: qué te crees, por mucho que corras, siempre tendrás que volver a la casilla de salida. Entrañables fechas.

placeholder El protagonista de 'Solaris', volviendo a casa por Navidad.
El protagonista de 'Solaris', volviendo a casa por Navidad.

Yo también fui aquel niño que miraba a los adultos desencantados y que se prometió que nunca dejaría de gustarle la Navidad. Hoy, aunque no la odio, cada año se me hace más fatigosa, más aburrida y más convencional. Un compromiso que atravesar como uno buenamente puede y que ha conseguido que eche de menos el gris día a día, cuando al menos no estamos obligados a vivir por unas reglas impuestas. Se me hace bola detener mi vida durante dos semanas para tener que participar en unos ritos desquiciados e histéricos, que me impongan una sensiblería impostada a base de discursos vacuos y lugares comunes.

Supongo que a los niños les gusta tanto la Navidad porque para ellos todo es nuevo. Porque el tiempo aún no ha pasado y, por lo tanto, no ha ejercido su efecto destructor. Porque no han tenido que hacer lo mismo una y otra vez a lo largo de las décadas, siempre un poco peor, un poco más triste. A los niños les gusta la Navidad porque está preparada para ellos, porque solo la puede disfrutar quien no ha sufrido aún el tiempo.

Los rituales (impuestos) nos agotan

Hay una tendencia posposmoderna (es decir: tradicionalista; acción y reacción) de reivindicar los rituales como el elemento que da sentido y forma a nuestra vida, como en el libro de Byung-Chul Han, así que se reivindica todo rito como una forma de escapar del narcicismo colectivo y de dar sentido a la vida en comunidad. Tampoco estoy seguro de que la Navidad sea uno de esos rituales. Por mí, estaría dispuesto a que la Navidad, tal y como la conocemos hoy, desapareciese por su carácter impuesto, consumista y convencional.

En un país con baja natalidad habrá cada vez menos gente a la que le guste la Navidad

Ya solo creo en los rituales íntimos que tienen sentido privado y personal, y desconfío de esos ritos supuestamente populares (en realidad, populistas) que no hacen más que expresar lo peor de la sociedad de consumo y de las presiones de la sociedad como tribu. La Navidad nos recuerda, amenazante, que hay cosas que no podemos cambiar. Quizá solo la disfruten realmente, aparte de los niños, los padres y los abuelos, que son los que en esa época interpretan su rol de transmisores generacionales. Por la misma razón, en un país con las tasas de natalidad desplomadas, a la fuerza habrá cada vez menos gente a la que le guste la Navidad.

El año que viene volveremos al bar de siempre con la gente de siempre, pero Raphael estará un poco más viejo, la gente de siempre un poco más muerta, y quizá portaremos algunas cicatrices más, pero estaremos obligados a hacer como que no nos damos cuenta, que todo sigue igual, que nada ha cambiado. Como diría Homer Simpson, no es la peor Navidad de tu vida, es la peor Navidad de tu vida hasta el año que viene.

Supongo que hoy haré lo mismo de todos los años. Me despertaré en casa de mis padres, desayunaré mientras ven algún matinal en la tele, me bajaré al bar de siempre con la gente de siempre a echar un vermut, subiré a comer langostino; volveré a bajar al bar de siempre con otra gente de siempre a echar unas cervezas, subiré a comer langostinos, navajas y polvorones e intentaré meterme en la cama a una hora prudencial. La Navidad es, básicamente, repetir cada doce meses todo lo que no haríamos el resto del año, porque sería física, moral y psicológicamente intolerable.

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